Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena
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- Название:El manuscrito de Avicena
- Автор:
- Издательство:Entrelineas Editores
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- Год:неизвестен
- ISBN:9788498025170
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—Existe una salida de emergencia. Supuestamente sólo la conocen los jefes de proyecto pero Anderson era un buen hombre, siempre se preocupó de la gente bajo su mando; le echaremos de menos.
Hablaba con un rastro de melancolía en la voz. Le tendió la bata, es más segura, dijo, para moverse por según qué áreas.
Caminaron unos centenares de metros a través de una oscuridad que se intuía desaparecería en menos de una hora. Al atravesar unos matorrales se encontraron con un cruce de calles, viraron a la izquierda y continuaron andando seis o siete minutos, después volvieron a girar; Jeff había perdido todas sus referencias, intuía que se dirigían hacia el norte. Hubo un momento en que Dickinson pareció dudar, si incluso él se perdía solo no hubiera llegado a ninguna parte, reconoció. De pronto el ayudante de Anderson se detuvo y señaló una abertura en el suelo de poco más de un metro de ancha. Al asomarse descubrió una escalera que descendía hasta una puerta. Dickinson lo apartó, bajó los escalones e introdujo una tarjeta en un panel a la izquierda de la puerta. Entonces la puerta se abrió con un siseo metálico.
Jeff no estaba seguro de que fuera buena idea aunque tampoco era prudente permanecer demasiado tiempo al pie de las escaleras, en medio de un parque sin árboles rodeado de edificios de una planta. En aquel lugar cualquier persona podría descubrirlo desde una de las decenas de ventanas que veía a su alrededor. Finalmente, cuando ya no divisaba a Dickinson, se decidió a seguirle.
Si arriba estaba oscuro, pese al alumbrado de algunas pocas farolas, abajo se halló en las tinieblas más absolutas. Llamó en voz baja a Dickinson y éste no respondió. Dijo de nuevo el nombre del ayudante de Anderson, en esta ocasión un poco más alto, y oyó al fondo la voz de éste. Sus manos temblaban por el frío.
Persiguió a la voz a través de un corredor que olía a humedad. Dos minutos más tarde distinguió una negrura menos definida frente a él, como un punto grisáceo en medio de una boca negra, enorme, que lo llenaba todo. Era la salida. Poco después encontró una escalera parecida a la primera y una puerta abierta que lo llevó al exterior, concretamente a una calle desierta iluminada por luces anaranjadas.
Alex se sentía asustada. En las últimas horas se había armado de valor aunque su firmeza era de cartón piedra, el miedo entontecía su capacidad de pensar y aceleraba el palpitar de su corazón. Se acurrucó en las sombras de unos arbustos al pie de la tapia de ladrillos desgastados que cerraba el callejón por uno de sus lados. El mundo se había detenido, todos aquellos ruidos que poblaron su mente como fantasmas habían dejado de existir ante los pasos precipitados, ante los murmullos ininteligibles. Se apretó aún más contra el muro, contrajo su pecho para evitar incluso que sus fuertes latidos la descubrieran.
Cuando ya nada lo podía evitar, las graves pisadas sobre el pavimento doblaron la esquina junto a quienes las producían. Alex exhaló un suspiro contenido, dejando escapar todo el aire que sus pulmones contenían; sus pupilas, con un punto de humedad, se cerraron en un guiño de descanso. Ya no tenía de qué preocuparse y se dejó deslizar a lo largo de la pared hasta sentarse en la helada hierba, al pie del muro.
Jeff y Dickinson la descubrieron así, acurrucada, hecha una bola. El inspector se emocionó al hallarla en estas condiciones, los labios azules, la tez pálida, la humedad resbalando de sus pestañas. La levantó del suelo con ayuda de Dickinson, y entre los dos la trasladaron hasta el asiento posterior del automóvil del ayudante de Anderson. Sus dientes temblaban involuntariamente. Dickinson encendió el motor y puso en marcha la calefacción, y el calor fue adueñándose de los miembros de ella, permitiendo que la sangre volviera a fluir caliente recorriendo venas y arterias. Ya amanecía sobre sus cabezas, no había tiempo que perder. Alguien descubriría al operario o al conductor, o a ambos, apenas despuntara el día, si no había ocurrido ya, de modo que debían alejarse lo antes posible. Dickinson se puso al volante, al principio mantuvo una conducción alterada, con movimientos imprevistos y rápidos, producto de su excitación, más tarde, aconsejado por Jeff, intentó relajarse para evitar un accidente o que la policía les detuviera.
Media hora después estacionó el vehículo en un parque de árboles altos y un gran lago azul que en invierno permanecía helado. Alex se había recuperado y se mantenía sentada en el asiento trasero junto a Jeff con las manos entre las piernas, protegidas, y la mirada centrada en el ayudante de su padre. Le conoció el día que visitó los laboratorios, aunque había oído hablar de él en muchas ocasiones; su padre confiaba en Dickinson y ella, por tanto, también, no pretendería engañarla ni disfrazaría los hechos. Era, según el filólogo, un hombre honesto y eso, en boca de su padre, lo decía todo.
—Quiero saber qué ha ocurrido, doctor. Por favor, no quiera ahorrarme detalles delicados, ¿por qué no está aquí mi padre?
Jeff la miraba con compasión. Conocía las palabras que se vería obligado a pronunciar el ayudante de Anderson, las había oído anteriormente, en el London Bridge Hospital; el médico economizó palabras: su esposa ha muerto, sus hijos también. Siete, siete palabras bastaron, y su mundo cambió. Ahora no podría evitarle ese sufrimiento a Alex, nadie podía, lamentó.
—Su padre, señorita Anderson, ha fallecido. —Alex contrajo los músculos de la boca en un rictus desagradable y apretó los dientes, su respiración se alteró en pocos segundos, la angustia le oprimía la garganta. Jeff pensó que en cualquier momento comenzaría a llorar. Sin embargo, inspiraba y expiraba ruidosamente intentando controlarse, y al final consiguió reprimir sus lágrimas. Era como si ya supiera lo que iba a oír. El inspector la observaba, él tampoco lloró aquel día ni el siguiente ni muchos otros después, alguien le explicó que la ausencia de duelo había minado su entereza, a él no le importó en aquel momento. Ahora lo comprendía, Alex poseía la misma mirada opaca que él había visto tantas noches al mirarse al espejo.
—Su padre fue encontrado en el laboratorio principal —prosiguió—. Le habían asestado una puñalada en el vientre. Según la versión que he oído, llevaba varias horas muerto, por lo que no pudieron hacer nada por él... Lo lamento terriblemente, era un buen jefe, un buen amigo..., un buen hombre.
Dickinson calló por un momento, tal vez recordando a Brian Anderson. Nadie en el coche le metía prisa por hablar. Era un asunto que convenía tratar con mimo.
—Han abierto una investigación. Por supuesto, a todos los empleados nos han mantenido alejados —continuó, remarcando el secretismo al bajar la voz—. Pero yo he podido averiguar que había alguien con él: Silvia Costa, la científica jefe del proyecto. Ella ha desaparecido, y según todos los indicios podría ser la culpable...
—¿Por qué? —Preguntó fríamente Alex.
—Hace unos meses que ambos mantenían una amistad muy estrecha..., una relación más allá de lo profesional... ¡Ya me entienden! —Alex lo miró con desaprobación, su padre no le habría ocultado una relación así—. Por supuesto que no había nada oficial —agregó a modo de disculpa—, aunque todos intuíamos que existía algo entre ellos.
Dickinson volvió a guardar silencio, como tratando de buscar las palabras adecuadas.
—Ella era..., era muy dominante —prosiguió—. Yo creo que trataba de mangonearlo... y su padre, como era tan bueno, se dejaba. Pero, claro, esto no podía durar mucho tiempo. En los últimos días parece que discutieron...
—¿Parece? —Interrumpió Alex de nuevo.
—Sí, parece... Yo, la verdad, no estaba presente. Ni siquiera puedo decir que los viera juntos... quiero decir íntimamente... Sólo son conjeturas, pero hay una evidencia: una secretaria de dirección me habló de un vídeo de la noche del asesinato en el que aparece la doctora Costa con sangre en las manos...
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