Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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El manuscrito de Avicena: краткое содержание, описание и аннотация

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En ese trabajo andaban cuando Nasiff recibió una llamada.

—Paz, hermano. Al habla Nasiff.

—Paz a ti también Makin. Tenéis un nuevo objetivo —anunció el líder de Al Qaeda—. Olvidaos del médico, dirigíos a San Petersburgo y entrad en contacto con el infiel . Él os dirá qué tenéis que hacer.

—De acuerdo, señor. Qué Alá te guarde, Luz de la verdadera fe.

—Qué Él os sirva de guía.

Nasiff cortó la comunicación e informó a su compañero de los nuevos planes. No le agradaban los cambios de última hora, habitualmente eran sinónimo de desastres. Jalif no se inmutó ante la noticia. Los dos terroristas realizaban juntos sus misiones desde hacía una década. Y en un trabajo tan arriesgado como aquel era un milagro que hubieran sobrevivido tanto tiempo. Quizá ese milagro residía en la compenetración de ambos, una compenetración que nacía de una amistad que ya duraba más de veinte años. Habían sido reclutados a los ocho años en un mísero poblado de Afganistán e inmediatamente despachados con otro centenar de niños a un campamento de instrucción en lo más recóndito de las montañas de Kunar. Durante seis años recibieron adiestramiento en el manejo de armas y fueron catequizados en el fanatismo más abyecto para hacer la yihad a los cristianos.

Su inteligencia los separó de la masa, encaminándolos hacia la élite de Al Qaeda, el servicio secreto. Ahora vestían ropa de marca, conducían vehículos de alta gama y disponían de grandes sumas de dinero en cualquier país del mundo.

Afortunadamente en Rusia anochece temprano, eso ayudaría a Jeff a disimular sus facciones cuando accediera al recinto. Aunque el verdadero problema residía en los datos biométricos; había observado que los conductores situaban una de sus manos sobre un panel digital que reconocía la filiación del individuo en cuestión. La barrera únicamente se alzaba después del chequeo de los datos si estos eran correctos.

Entretanto pensaban qué hacer, sacaron al conductor de la calle, lo ocultaron en un angosto callejón oscuro y lo desnudaron; acto seguido Jeff se enfundó sobre su ropa el mono del individuo, un mono gris grasiento con un logotipo de la empresa sobre la solapa izquierda. Afortunadamente ambos vestían la misma talla, de modo que le caía como un guante.

La única cuestión sin resolver era el asunto de los datos biométricos.

—Llevémoslo al camión de nuevo —dijo la inglesa.

—¡Estás loca! Corremos un grave riesgo.

—Hazme caso, ¡vamos! Con suerte no lo verán en la cabina. Podrás coger el panel y usar su mano. Verás cómo no se dan cuenta.

—¿Estás segura?

—Completamente. Jeff, no tenemos otra opción —añadió con voz compungida.

El inspector levantó al conductor como si fuera un saco de patatas y cargó con él hasta el vehículo. Una vez dentro, lo colocó tras su asiento tendido a lo largo del suelo, le amordazó y arrancó.

La noche avanzaba, pronto cerrarían la barrera. El inspector pisó el embrague, metió primera, aceleró soltando el embrague poco a poco y el camión dio una sacudida y se caló. Iba a ser más difícil de lo que había previsto. Lo intentó de nuevo y esta vez consiguió mover el vehículo. Detrás, el camionero permanecía inconsciente.

Ir de incógnito no era lo suyo, en veinte años de servicio en Scotland Yard no tuvo necesidad. Le suponían un buen investigador, a él le gustaba seguir las pistas, analizar los hechos y encontrar los móviles de los delincuentes. Y también se sentía atraído por la acción, ¿por qué no decirlo?, si bien no era muy ducho en eso de engañar aparentando ser lo que no era. De modo que siempre que tocaba infiltrarse lo destinaban a la cobertura del infiltrado. Veremos cómo se me da, se dijo con angustia.

Cuando llegó al control de seguridad, se caló la gorra y ofreció una sonrisa nerviosa al vigilante. Éste apenas se esforzó en dirigirle un somero vistazo, limitándose a entregarle el panel en el que debía situar la mano para el análisis biométrico. Para el guarda, ruso como el del control de peatones, no era más que otro conductor inglés como las otras decenas que habían ido entrando y saliendo del recinto a lo largo de la jornada. Jeff bajó el panel a la altura de sus muslos para que quedara por debajo de la ventanilla, tomó una de las manos del conductor y la puso sobre el dispositivo de reconocimiento. Diez segundos más tarde oyó un breve pitido que se repetía tres veces , apartó la mano del conductor y entregó el aparato. Ahora sólo restaba confiar en que diera resultado.

Los segundos de espera se le hacían eternos. De repente cayó en la cuenta de que el ordenador podía fallar, no era extraño que el sistema se cayera, pasaba a diario en miles de redes informáticas, incluso en Scotland Yard. Si ocurría el vigilante se vería obligado a hacer un reconocimiento visual, abriría el expediente del conductor en el ordenador y comprobaría si los datos cuadraban con él, y obviamente descubriría que la fotografía no correspondía. Jeff rompió a sudar. La operación de reconocimiento duraba ya más de medio minuto, no era normal; echó una ojeada por el retrovisor y metió la marcha atrás con movimientos muy lentos al ver que el vigilante se acercaba a la puerta del camión.

—Señor.

—¿Sí? —Dijo con voz apagada bajando la mano hacia el arma que escondía en la cintura.

—Este no es el camión que le han asignado, ¿no es cierto?

—¿Cómo? —Jeff no sabía a qué se refería.

—El vehículo que consta en su ficha acaba de entrar. Ya le he dicho a su compañero que no deben cambiarse de sitio... —No se lo podía creer, tantos vehículos y había elegido precisamente éste—. Puede pasar, pero a la vuelta intercámbiese con el otro conductor, ¿de acuerdo?

—Sí, por supuesto..., por supuesto. —Tantos camiones y precisamente habían dado con éste.

La barrera se levantó inmediatamente. Jeff, todavía transpirando por la excitación, inició su infiltración en el recinto. A partir de ahora entraba en una zona desconocida, únicamente poseía las referencias proporcionadas por Alex en base a la visita que realizó meses atrás, sin embargo estas observaciones sólo servían en parte porque su compañera accedió a través de la zona peatonal. Tendría que aparcar primero y a continuación encontrar la entrada peatonal, para desde allí dirigirse al despacho del padre de Alex. La misión era más complicada de lo que había imaginado en un primer momento, y ahora no tenía más remedio que llevarla a cabo hasta el final, luego ya vería cómo salir de allí. Me preocuparé cuando toque, se dijo, aliviado por no tener que enfrentarse a la cuestión en ese instante.

Doscientos metros a la derecha divisó un amplio espacio repleto de camiones como el que conducía. Habían sido estacionados en batería, algunos tenían las puertas abiertas y estaban a medio cargar, otros permanecían cerrados. Decenas de operarios de mono azul salían de los edificios más cercanos con distintos enseres y los trasladaban hasta los vehículos, y no se veía por ninguna parte a los conductores de mono gris. El inspector dedujo que quizá estuvieran tomando café en algún sitio a la espera de que sus camiones fueran cargados.

Tal vez, pensó, me sería útil un mono de esos que lleva el personal de la mudanza. Podría entrar en cualquier edificio sin levantar sospechas.

Aparcó el camión, maniató al conductor por si despertaba y saltó a la calle. Luego, al merodear por la zona como si buscara a un conocido, se acercó a un joven. Era moreno, bajito y fumaba como si el mundo se fuera a acabar mañana. Se dirigió a él en inglés y éste le respondió en ruso, probablemente indicándole que no entendía su idioma. Jeff le preguntó por señas dónde se encontraba el acceso peatonal a la calle, pero continuaba sin comprender qué quería; en vista de aquello, echó un rápido vistazo para elegir a un informante mejor dotado. No había dado dos pasos cuando sintió que le tocaban en el hombro, era otro operario.

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