Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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Alex se mantuvo imperturbable. No mostró ningún sentimiento, daba la impresión de que la información que le acababa de suministrar Dickinson se refiriese a otra persona, no a su padre. Jeff comprendió que deliberadamente había decidido aislarse del dolor.

—¿Qué ha sido de esa doctora?

—Lo desconozco —indicó el ayudante de su padre—. No puedo ayudarles más, salvo en una cosa: les puedo proporcionar la dirección del apartamento de la doctora... Pero quiero que prometan que nunca hablarán de mí. Yo no los he ayudado, no los conozco, ¿entienden?

Alex y Jeff asintieron rápidamente. Al inspector le daba igual prometer que mantendría oculta su participación porque estaba seguro de que no serviría de nada. En cuanto descubran al conductor y al ruso, analizarán la grabación de las cámaras de seguridad y tarde o temprano descubrirán que Dickinson colaboró, se dijo cuidándose mucho de no transmitirle sus ideas en este sentido.

—Jeff, tenemos que seguir sus pasos... No hay más remedio —afirmó Alex.

—No te entiendo...

El inspector no sabía a qué se refería, o esperaba al menos que no fuese lo que él creía.

—Vamos a buscar a esa mujer —dijo ella con rotundidad.

El inspector no sabía qué decir. Pensaba que todo se acababa de estropear, el padre de Alex no podría ya sacarles del atolladero en el que se encontraban, ¿para qué seguir?, se preguntaba Jeff, sólo empeoraría su situación.

—Esta vez no puedo acompañarte —se limitó a responder.

Alex asintió. Tal vez lo esperaba.

—¿Podría usted llevarme a ese apartamento? —preguntó a Dickinson.

—No..., no puedo, yo debo volver.

Las manos crispadas de Hoyce se retorcían vigorosamente entre sí. El inspector había conseguido burlar la seguridad del recinto, dejar fuera de combate a dos empleados y, lo peor de todos, atraerse la confianza del doctor Dickinson para que lo ayudara. El patrocinador del laboratorio rabiaba.

—¡Toda la culpa es de ese maldito Sawford! —vociferaba a su secretaria—. ¡Póngame inmediatamente con él...! ¡Y me da igual la hora de Inglaterra...! ¡Levántalo de la cama!

Veinte segundos después tenía al director del MI6 al aparato.

—Todo se nos puede ir de las manos, ¿no te das cuenta?

El responsable del servicio secreto británico no tenía la menor idea de a qué se refería.

—Con todos sus hombres espiando por ahí, ¿y no sabe todavía que ese policía del tres al cuarto ha entrado en el laboratorio?

—¿Se refiere al inspector Tyler? —Preguntó con precaución Sawford.

—Por supuesto, ¿a quién si no? Entró hace unas horas, dejó inconsciente a uno de los conductores de los camiones y después hizo lo mismo con un operario. Imagino que éste lo descubrió, aún no lo sabemos. Pero lo más grave de este asunto es que se llevó con él al ayudante del doctor Anderson, que a esta hora le habrá contado todo lo que sabe.

Hoyce guardó silencio esperando una respuesta del director del MI6, debía arreglar las cosas, para eso le pagaba, se recordó a sí mismo.

—¿Cómo abandonaron el recinto?

—A través de una salida de emergencia para los responsables de proyectos. Seguramente Anderson se la mostraría.

Sawford se mantuvo callado. Hoyce le conocía, algo se le habría ocurrido ya.

—¿Tiene coche?

—¿Dickinson? Sí, supongo que sí.

—Imagino que estará controlado, ¿no?

—¿Controlado?

¿Tiene el dispositivo de vigilancia?

Hoyce tardó unos segundos en reaccionar.

—Todos los vehículos de los empleados lo tienen instalado.

—Bien, indíqueme sus datos, todo lo que conozca de él. De lo demás nos encargamos nosotros.

—Está bien. Le pasaré a mi secretaria, ella lo informará mejor que yo... —Hoyce fue a pasar la llamada, aunque decidió hablar de nuevo—. Gabriel...

—¿Sí, señor?

—No quiero más errores. Si yo caigo, no lo haré solo. Creo que a usted menos que a nadie habría que recordarle que la vida del sobrino del rey está en peligro. ¿No es cierto?

Sawford no respondió. Estaba cansado de que todos le insinuaran su pasado con Harry, sobre todo porque ese pasado había quedado atrás a su pesar. Sólo fue uno más entre sus amantes, sin embargo él seguía enganchado a ese hombre.

En ese mismo instante, el sonido de un móvil despertó a un agente de Al Qaeda que dormitaba en una cama del barrio viejo de San Petersburgo.

—Al habla Abdel Bari.

Al otro lado de la línea se oía el ruido del tráfico neoyorkino.

—Dirigíos al apartamento de la desaparecida y ocupaos de su marido. En el correo encontrarás los datos.

—¿No estaba Jalif tras la pista? —Preguntó, desorientado aún por el despertar intempestivo.

—Tú haz lo que se te dice.

—De acuerdo, señor. Que Alá te colme de bienes.

En Nueva York ya habían cortado la comunicación.

Capítulo VIII

Elmédico y Javier descendieron por inercia los peldaños de la escalera del inmueble donde Silvia había alquilado su apartamento. El olor a madera vieja se les colaba por la nariz. Ambos miraban al suelo perdidos en sus pensamientos. La noticia del asesinato y la posibilidad de que su esposa estuviera implicada o que hubiera sido secuestrada, o lo que es peor que la hubieran matado, presionaba en las sienes del médico cómo si se tratara de un martillo. Estaba asustado, más asustado incluso que cuando David desapareció; aquellos fueron momentos muy duros pero contaba con Silvia, al menos al principio, luego la culpabilidad se fue adueñando de su matrimonio y acabó por separarlos. Cómo deseaba que los últimos cuatro años no hubieran sido más que una pesadilla.

Su joven compañero lo miró de reojo, sentía que lo traicionaba, daba igual que fueran órdenes de un superior, a Javier le remordía la conciencia.

Una vez en la calle se encaminaron hacia el coche sin dirigirse la palabra. Javier montó en el puesto del conductor, como había venido haciendo, e introdujo en el GPS el destino: el museo Hermitage.

—Aquí veo un lugar para aparcar —dijo, señalando un parking en la pantalla del navegador.

El médico confirmó con apatía. Se sentía cansado, la noche había sido larga.

—El museo debe ser muy grande, ¿dónde buscaremos?

Aquella pregunta, o más bien la respuesta, le trajo recuerdos de la primera llamada de Silvia. La ciudad le entusiasmó, el museo, los palacios, los canales, durante la primera media hora no cesó una interminable descripción de todo aquello que había visitado. El doctor se contrajo por el dolor. Lo había abandonado en una enorme casa vacía cuya soledad se desbordaba por todas partes y al marcharse lo condenó a la angustia de saberse abandonado; y fue cruel con ella, le recriminó su huida a San Petersburgo, criticó su apasionamiento y la insultó. Por primera y única vez en su vida. Silvia enmudeció al otro lado del aparato mientras oía las palabras desoladoras de su marido, después, cuando el médico hubo acabado, permaneció uno segundos en silencio y a continuación, como si todo fuera un mal sueño, volvió a hablarle del Hermitage.

—Cuando vengas a visitarme te llevaré a contemplar Las dos hermanas . Te conmoverá Picasso, consigue retratar la pérdida, la separación, la tristeza...

A él le sorprendió. Siempre había escondido sus sentimientos, ahora, sin embargo, sus palabras expresaban el mismo sufrimiento que a él le asediaba, el dolor, la congoja de sentirse aislada en mitad de un mundo que en los últimos años había aprendido a odiar. A tres mil kilómetros de distancia ambos se mantenían unidos por el delgado y férreo vínculo de la angustia de la pérdida, de la pérdida de su hijo, pero también de la pérdida de ellos mismos.

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