Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena
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- Название:El manuscrito de Avicena
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- Издательство:Entrelineas Editores
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- Год:неизвестен
- ISBN:9788498025170
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—¿Es acaso éste el jardín de Alá?
—No te demores en este lugar, hermano. Hubo otros que escogieron esos bancos que ahí ves y jamás pisaron el suelo sagrado de la biblioteca —le avisó el anciano al tiempo que señalaba hacia una puerta de doble hoja y varios codos de altura a unos pasos de dónde se encontraban.
La puerta, de oscuro roble, poseía un relieve delicado. La pared en que se enmarcaba había sido revestida de mármol rosado, difícil de localizar en estas latitudes y más difícil aún de trabajar por su fragilidad. Sobre el mármol una frase inscrita con esmerada caligrafía: He aquí la fuente del conocimiento. Entra y sacia tu sed.
Ibn Sina y el anciano se detuvieron.
—Ha llegado tu momento, hermano. Pasa y cálmate.
La puerta se abrió sin que Ibn Sina alcanzara a entender cómo. Tras ella un largo pasillo de grandes losas blancas y negras, también de mármol, y más allá, al final del corredor, una enorme sala rectangular de dos plantas de altura.
Libros de papel árabe, rollos de papiro egipcio, bronces cuneiformes babilonios, pergaminos de atirantada piel, tablillas de junco chino. Decenas de miles de ejemplares, quizá centenares de miles, se amontonaban sobre estanterías de blanco abedul a lo largo de las paredes de la sala. Una docena de estudiosos leía o escribía en cuatro mesas dispuestas a un lado de la habitación.
Ibn Sina recorrió con lentitud algunas de las estanterías. Bajo su atenta mirada pasaron obras de Plinio, Séneca, Catón, Cicerón, AlFarabi, Ibn Isaac, Hipócrates, Galeno, Platón...
Al acabar, se arrodilló en mitad de la sala y lloró.
Ibn Sina tomó por costumbre sentarse frente a la puerta de roble poco antes del alba para esperar al chambelán, quien tenía encomendada la apertura de la biblioteca apenas despuntaban por el este los primeros rayos de sol. A partir de ese momento se encerraba durante horas a devorar todo tipo de libros, papiros, pergaminos o papel de seda. Si no conocía la lengua, la aprendía, si contenía jeroglíficos de los que no se conocía el significado, hablaba con sabios e historiadores, solicitaba al emir cartas de recomendación para intelectuales Je tierras extranjeras o le pedía que se hiciera con volúmenes que le aportaran los conocimientos indispensables para desentrañar el significado de los dibujos.
Cuando tocaba retirarse, enfebrecido, no se permitía volver a casa en tanto no acabara de leer y entender el texto que examinaba. Ese hábito le fue reconvenido en numerosas ocasiones por parte del chambelán, cuyo cargo también aparejaba cerrar la gran puerta que permitía la entrada a la biblioteca. Invariablemente, Ibn Sina siempre respondía que lo tendría en cuenta la próxima vez e inmediatamente volvía a caer en sus excesos horarios. Fueron tantas las ocasiones y tanta, también, la confianza que entre ambos surgió, que finalmente el anciano le entregó la llave, no sin antes exigirle precaución y advertirle que sólo seis personas contaban con una copia.
Una madrugada, pasados dos inviernos desde que accedió a la Gran Biblioteca, Ibn Sina llegó agitado a la morada de su padre. En los últimos meses sólo recalaba en su casa para dormir, y por ese motivo la madre había dispuesto que en sus aposentos siempre pudiera encontrar alimentos preparados para su consumo inmediato, tales como sémola amasada con mantequilla de leche de oveja, rajas de melón recién comprado en Ferghana, y dátiles, pasas y almendras, aderezado todo con leche de menta y vino de palma. Aunque aquella noche el médico se dirigió a la estancia de El-Massihi.
—Feliz despertar, hermano.
Su ayudante masculló una protesta.
—Venga, hermano, no holgazanees. Levanta tu culo de la estera. A través de la ventana la luna llena iluminaba el aposento.
—Maldito hijo de camella, déjame dormir. Hace meses que no te veo y me vienes a despertar a... ¿qué hora es?
El-Massihi levantó la cabeza y miró al médico; su rostro le desconcertó.
—¡Hermano! ¡Qué te ocurre! Estás pálido.
—Nada... y todo. ¡Cuántas maravillas ha descubierto el hombre! No podemos continuar con el velo sobre los ojos tan sólo porque nadie haya sabido hilar los conocimientos de unos y otros, de aquellos y de estos, en el mosaico que nos ofrece Alá para nuestro propio provecho. Hemos sido bendecidos, hermano, por la vida, y nosotros la engrandeceremos con la erudición acumulada durante siglos. Ya lo dijo el profeta: Quien orienta hacia lo bueno es como quien lo realiza , y nosotros seremos esos guías.
—¿Qué es este trabalenguas? No entiendo el rompecabezas, hermano. ¿Podrías hablar en la lengua de tus padres?
Ibn Sina se acomodó en unos cojines frente a El-Massihi. Éste se incorporó y lo contempló detenidamente. No sólo estaba pálido, además sus ropas le quedaban tan anchas que su cuerpo se perdía dentro como un niño a quien le probaran el atuendo de su padre. El-Massihi sabía de su obsesión por la erudición, más de una vez lo había descubierto en sus aposentos con libros escamoteados al chambelán, el cabo de la vela a medio apagar y sus ojos resecos de tantas lecturas. Era en esos momentos cuando se preguntaba qué buscaba el médico con tal vehemencia.
—Habla, hermano. Sabes que conmigo puedes hacerlo.
—Hace meses que acabé de leer todas y cada una de las obras que el emir guarda en la biblioteca. Son muchas, sí, pero ya sabes de mi capacidad lectora. Una vez terminado ese primer estudio, me senté a reflexionar durante siete jornadas.
—Pero...
—Déjame continuar. Al cabo de ese tiempo me fue desvelado un principio. Todo lo escrito por el hombre forma parte de un paño mayor, de un universo más grande, y si reunimos todos los hilos conductores de esas obras y conseguimos unificar esa vasta tela, podremos adquirir todo el saber.
—Eso es imposible. No puedes haber leído todo lo que ha escrito el hombre hasta ahora, y aunque así fuera eso no comprendería el conocimiento completo de la humanidad.
Ibn Sina sonrió.
—Tienes razón. No se puede reunir todo lo escrito por el ser humano, bien que lo sé. Ahora, si reúnes las obras de las mentes más brillantes de todas las épocas y de todos los campos, y a ello unes una inteligencia poderosa... Entonces podrías acercarte mucho, y si no alcanzas el conocimiento absoluto sí algunos que podrían llegar a transformar la tierra, todas las tierras.
El-Massihi se recostó en la pared. Aquello le parecía una fantasía más propia de poetas que de médicos.
—Uno de esos secretos es fácil de entender. Aunque nos llevaría horas, te lo resumo. La tierra, el mundo, no se ajusta a lo que nos han enseñado; algunos antes que nosotros, y otros lo comprenderán más tarde, lo descubrieron hace tiempo. El mundo gira alrededor del sol y además es redondo. Si caminas hacia el oeste o hacia el este sin detenerte, en algún momento volverás al mismo lugar en el que te hallabas al principio.
—No te burles de mí, hermano.
Ibn Sina extrajo de una bolsa de cuero unos papeles con dibujos y cálculos numéricos y se los arrojó a su ayudante.
—Tú eres hombre de ciencia. Estudia esto.
El-Massihi comenzó a ojearlos.
—Pero esto no es lo más importante. Hay más, mucho más.
—¿Si esto no es lo más importante, qué puedo serlo? ¿Has encontrado, acaso, la cueva de Alí Babá?
A Ibn Sina le sudaban las manos. No estaba seguro de querer compartir esto con nadie. Se despojó del turbante y de la túnica, dejando al descubierto su escuálido tronco y una diminuta bolsa que parecía pegada a su piel.
—Aquí tengo un documento escrito por mi propia mano. Lo he introducido en un sobre, que luego he lacrado y guardado en esta bolsa.
El médico se sacó por la cabeza la cuerda que sujetaba la bolsa.
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