Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena
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- Название:El manuscrito de Avicena
- Автор:
- Издательство:Entrelineas Editores
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- Год:неизвестен
- ISBN:9788498025170
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—Y yo que tengo que ver. —El comisario había elevado el volumen.
—Usted dirá, su departamento obstaculiza la información.
—¡Que, vamos a...!
La comisaria francesa le interrumpió.
—El coche fue alquilado por un médico español, un tal Simón Salvatierra. Hemos intentado acceder a su expediente, pero una orden dictada por usted lo impide, ¿me puede decir qué está ocurriendo?
—Javier Dávila.
—¿Cómo?
—Mi nombre real es Javier Dávila. Es justo que sepas mi verdadero nombre.
El médico asintió. Aún estaba conmocionado por la información recibida del joven. Intentó levantarse pero perdió el equilibrio, y se hubiera estampado contra el suelo si Javier no llega a sujetarlo a tiempo. Debía descansar un par de horas, en caso contrario sólo sería un estorbo y pondría la vida de los dos en peligro, ambos pensaban en ese momento en los árabes.
Los minutos transcurrían con cuentagotas y la impaciencia de Javier crecía ostensiblemente, la primera regla a la que debía atenerse era no permanecer en el mismo lugar mucho tiempo, aunque las circunstancias físicas del doctor no aconsejaban una huida precipitada.
Fuera oscurecía y hacía frío. El doctor Salvatierra se incorporó con cuidado y señaló el móvil, que descansaba sobre la mesa.
—Tenemos que intentarlo de nuevo.
Javier asintió, cogió el teléfono y se lo entregó al médico. El doctor pulsó la tecla de rellamada y se colocó el móvil en la oreja; nadie al otro lado, únicamente el mensaje de la operadora.
—¿Puede haber olvidado el teléfono en casa?
—Nunca pierde ni olvida nada. Yo sí, ella es distinta. No puede haberlo extraviado... Debe ser otra cosa...
—¿No tienes otro número donde contactar?
—Nunca me dio otro número.
El médico se recostó en el sofá. El dolor del abdomen había remitido gracias a los calmantes pero estaba muy cansado.
—Debemos continuar hacia San Petersburgo.
—No me perdonaría que le ocurriese algo.
Javier recogió los objetos que había dejado sobre la mesa y se los guardó en el bolsillo. Al médico le extrañó tanto secretismo, ¿de qué se trataba?, ¿qué era tan importante? Quiso preguntarle cuando una nueva punzada en el estómago le cortó la respiración unos segundos, luego olvidó la cuestión, no era el momento de preguntas. En la calle la temperatura había descendido, ya era noche cerrada y no se veía un alma por los alrededores; pese a todo, Javier insistió en la necesidad de ser precavidos. Bajaron los tres escalones de la entrada cogidos el uno al otro y recorrieron el camino de piedra que dividía el césped del jardín, se detuvieron al cruzar la valla de la entrada y observaron una vez más la calle: ni peatones ni coches.
Javier comenzaba a recelar de tanta quietud, aún no era tarde y ya parecía una zona fantasma, y así se lo hizo saber al médico.
—Es mejor darse prisa.
En ese momento sintieron una leve vibración en sus oídos, apenas un susurro que rápidamente se transformó en el ruido de un rotor. Suspendido diez metros por encima de sus cabezas, un helicóptero. Javier arrastró al médico en dirección a una callejuela oscura que distinguió enfrente pero súbitamente los rodearon una veintena de policías franceses que esgrimían sus armas y los conminaban a detenerse y alzar las manos. En pocos segundos se encontraron con la cara pegada al asfalto y las manos esposadas a la espalda, inmediatamente después alguien los levantó y los empujó por separado hacia el interior de dos coches patrulla.
El doctor contemplaba las piernas de la mujer que se paseaba ante él, no porque le atrajeran, realmente se sentía aterrorizado y no se atrevía siquiera a mirar a los ojos de su interlocutora, simplemente no había otro sitio al que dirigir su atención. Le habían arrastrado hasta una sala diminuta de paredes blancas con una mesa enorme, también blanca, que ocupaba el centro de la habitación; a un lado un espejo, en realidad un cristal con una cámara detrás, al otro la puerta. La mujer de las piernas estupendas, que comenzaban en unos estrechos tobillos pálidos y acababan en un muslamen desproporcionado, presumía de sus encantos exhibiéndose en un claro juego de seducción. Se sentaba ante el médico, se levantaba de nuevo sin ocultar su sonrisa artificial, caminaba a su alrededor, rozando como por casualidad los hombros del doctor Salvatierra, después volvía a las preguntas. Así una y otra vez durante dos horas.
Laure Lemaire vestía una minifalda roja pegada al cuerpo y un jersey marrón de hilo con un escote en «V»; los pechos nunca habían constituido su parte favorita aunque procuraba realzarlos con un sujetador con relleno, y eso acababa por dar resultado siempre. Sin embargo, hoy no era uno de esos días.
La comisaria ignoraba la causa del accidente, el motivo de la explosión posterior del cuatro por cuatro —explosión que el médico conoció por la comisaria, Javier no le había puesto al tanto, pensó que tal vez por no preocuparle más—, a qué venía la intromisión de Scotland Yard... En definitiva, poco más sabía que al inicio de lo que ella misma había denominado eufemísticamente una charla agradable.
El doctor Salvatierra permanecía sentado y con las manos esposadas a la espalda. Hasta el momento se había resistido a hablar. Cuando los levantaron del suelo con las manos atadas, pudo oír, casi adivinar, de labios de Javier que cualquier cosa que averiguasen pondría en peligro a Silvia. El médico optó, disciplinado, por evitar respuestas comprometedoras y se limitó a exigir la presencia de su embajada y murmurar que los dos disfrutaban de sus vacaciones cuando sufrieron el accidente.
Pero la advertencia de Javier no era la única causa de su silencio. ¿Cómo habían dado con ellos? ¿Quién podía conocer su paradero?, ellos mismos desconocían la dirección de la vivienda en la que se habían ocultado. Existían demasiadas incógnitas como para confiar en una desconocida, de momento sólo se fiaba de Javier.
—¡No comprende que yo sólo quiero ayudarlo! —aseguró la comisaria.
El doctor Salvatierra reclamó de nuevo la asistencia de un representante del consulado o de la embajada. Lemaire hablaba bastante bien español, su abuelo había sido un exiliado de la Guerra Civil española, aún así no parecía segura de que su interrogado entendiera las preguntas e insistía en las mismas cuestiones.
—Cuénteme el motivo de su viaje.
—Ya le he dicho... Estamos de vacaciones, hemos tenido un accidente, nos asustamos y huimos.
—Sí, eso me ha contado una y otra vez, y le digo que no me lo creo. No sé cómo ni por qué pero hasta ahora nos ha sido imposible acceder a información alguna sobre usted salvo su nombre y su profesión, y eso no puede ser casualidad... Aquí hay algo que no cuadra.
Lemaire se sentó, sus ojos evidenciaban cansancio.
—¿No comprende que así no puedo ayudarle?
El médico dudó. El tono de su voz podría ser sincero, el doctor sentía que quizá se estuviera equivocando, tal vez debería explicarle todo y tratar de reemprender el camino hacia San Petersburgo. En ese momento, la comisaria recibió una llamada y salió precipitadamente de la habitación.
Mientras estuvo solo el médico ordenó sus ideas. No sería sencillo aclarar la presencia de Javier, quizá no debería inmiscuirle. El doctor le había cogido aprecio pese a que se había sentido engañado cuando el joven le confesó que era un agente del CNI. En cualquier caso le había salvado la vida, de eso no cabía duda. Lo mejor sería no revelar su identidad, le pondría en dificultades.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y un hombre joven de piel pálida y sobrado de músculos se adentró en la habitación. Se presentó como agente del Cuerpo Nacional de la Policía española, su acento le delataba, había nacido en Cádiz o en alguna parte de la provincia. Se acercó y le puso una mano en el hombro.
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