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Ezequiel Teodoro: El manuscrito de Avicena

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Ezequiel Teodoro El manuscrito de Avicena

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Durante los eternos segundos que permaneció sobre el césped el doctor Salvatierra creía realmente que iba a morir. ¿Por qué sucede esto? Pese a todo sacó fuerzas para alejarse de la calle arrastrándose con manos y pies, hasta que Javier apareció de algún lugar, le ayudó a incorporarse y le arrastró hasta el coche.

—¡Corre!

Aún sentía en su pecho esa sensación de ahogo, el pánico. Los pies se le enredaron y estuvo a punto de caer un par de veces a pesar de que Javier le sujetó del brazo hasta llegar al vehículo.

—Yo conduzco. Tú échate sobre el asiento. —El joven se encargó de la situación rápidamente. Ahora, en el baño de aquella casa vacía, el médico descubría que la actitud de Javier le reconfortó porque le evitó tener que responsabilizarse de su propia salvación. Lo había hecho bien, no hacía falta más. Quizá debió confiar así en David, haberle permitido más espacio, aunque, se reconvino a sí mismo, siempre lo hizo todo por su bien.

Las detonaciones de las armas de fuego tuvieron que oírse a kilómetros, sin embargo, ahora se le revelaba con perplejidad, ni un policía ni un curioso, nadie apareció en aquella calle. Podían haber muerto y ninguna persona lo habría evitado. Esa reflexión alimentó su mente durante unos minutos con sombrías imágenes, imágenes tan parecidas L aquellas que le rondaron durante semanas tras la desaparición de David, imágenes de sangre y violencia, de golpes y llantos. Se levantó como un resorte del filo de la bañera y volvió a mojarse la cara en el lavabo.

Cuando salió del baño se acomodó en un sofá de cuatro plazas de scay negro que ocupaba gran parte del salón. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí aunque ni siquiera se acordaba de la fachada de la vivienda, Javier le había revelado que se trataba de una zona residencial de los alrededores de París. Le dolía el brazo derecho, se levantó la manga de la camisa y descubrió un moratón a la altura del codo, poco para lo que podía haber sido. La huida de los árabes fue un episodio rocambolesco para el doctor Salvatierra, tumbado sobre el asiento trasero del cuatro por cuatro mientras Javier manejaba a excesiva velocidad y con movimientos bruscos. La cabeza le rebotaba contra la puerta en las curvas, en una ocasión cayó del asiento hasta el piso del vehículo y se incorporó como pudo. Javier le confesó más tarde que en esos momentos creyó que había perdido a sus perseguidores, qué lejos estaba de la verdad. No transcurrió demasiado tiempo hasta comprobar por el retrovisor que unos metros por detrás les seguía el mismo coche negro, desconocía cómo se deshicieron del Renault Laguna pero lo cierto es que los tenían a unos pasos de nuevo, y esta vez no parecía que les fuesen a dejar escapar.

—Doctor, no te levantes. Esos tíos vuelven de nuevo.

—Pero ¿quiénes son? ¿Qué quieren? —El médico se sentía mareado, los movimientos del coche afectaban a su estómago. No es hora de vomitar. Inspiró y expiró profundamente dos o tres veces para controlar las arcadas que sentía crecer hacia su garganta.

—No te preocupes, a esos los despisto yo. —Es un juego. Para Javier es un juego. El doctor se sentía incapaz de pensar con claridad—. Javier, déjalo, detente en cualquier sitio. Yo les diré que no tienes nada que ver conmigo.

—¡¿Estás loco?!

El olor a plástico del asiento trasero se le metía por la nariz. ¿Cuántos se habrán sentado aquí? El vehículo no parece muy viejo, tendrá quizá tres o cuatro años. Tragó saliva intentando ahogar una náusea, alzó la cabeza y miró hacia atrás, a unos veinticinco metros distinguió en el interior del coche el pelo negro y rizado del conductor, no apreciaba los detalles de su cara salvo unos pómulos salientes y una nariz ancha, y sus gestos de amenaza. No reparó en su compañero. Intuía que debía fijarse bien en el conductor, él era el problema.

Javier se mantenía a suficiente distancia, pisando el acelerador cuando advertía que se acercaban. La velocidad de ambos no era excesivamente alta, no pasaba de los ciento cuarenta kilómetros hora, como si hubieran acordado una suerte de persecución sostenida pese a que uno y otro coche eran capaces de alcanzar velocidades bastante mayores.

—No tienen prisa —dijo el joven—. Podemos darles un susto.

En la autovía apenas se cruzaban con otros automóviles, y cuando así sucedía los adelantaban y continuaban a la misma distancia uno del otro.

—Javier, déjalo. No merece la pena, sea lo que sea lo arreglaré. Puede que tenga que ver con mi mujer, ella lo aclarará, seguro que es un malentendido. —La voz sonaba angustiada—. Con esto sólo conseguiremos matarnos.

El joven parecía disfrutar. Apartó un momento la mano derecha del volante y tecleó sobre la pantalla del GPS sin atender al médico.

—Aquí —señaló una curva cerrada a dos kilómetros con una salida de la vía nada más acabar la curva. París ya les quedaba a pocos kilómetros y eso se apreciaba en una circulación más densa y rápida—. Después será imposible.

—¿Qué vas a...?

La pregunta quedó en el aire pues Javier tomó gran velocidad, lanzando hacia atrás al médico. Unos segundos más tarde, al rebasar la curva, dio un volantazo a la derecha y se salió al arcén que pronto se convirtió en una vía de servicio que abandonaba la autovía. Aceleró con la intención de frenar tras unos árboles que se divisaban a la derecha, ya fuera de la carretera; era la única forma de perderlos. Lamentablemente calculó mal el espacio de que disponía y el coche acabó por precipitarse dando botes por una cuesta pronunciada que se cortaba en una valla publicitaria.

—¡No! —El médico dio con la cabeza en el techo del coche. Javier maniobró a derecha e izquierda y logró disminuir la velocidad pero no consiguió evitar la valla.

Aún le dolía el costado. Se levantó la camisa, en el abdomen permanecían rastros de sangre alrededor de una gasa, también manchada. Por fortuna la casa en la que se habían ocultado disponía de un buen botiquín. Del accidente en sí no recordaba mucho, tal vez la sensación de removerse en el interior de una lavadora. El vehículo volcó y dio un par de vueltas hasta quedar bocabajo. Aquella fue la segunda vez que estuvo a punto de morir hoy.

¿Dónde se habrá metido Javier? Se levantó ayudándose del brazo del sofá y se estiró con cuidado, el golpe en el codo le había dejado medio insensible el antebrazo aunque el abdomen le dolía aún más, lucía un corte de unos cinco centímetros de largo cerca del ombligo que hubiera constituido un peligro en caso de no sucederle a un médico. Pudo arreglarlo, al menos de momento, con una aguja cauterizada, algo de hilo y un desinfectante, todo ello bastante a mano en la vivienda en la que consiguieron colarse para despistar a los árabes. Caminaron durante varios kilómetros a través de un pequeño bosque a poca distancia de París, cuando acabaron los árboles se divisaba la capital francesa allá a lo lejos como un hormiguero gigante. Los árabes debieron pasarse la salida, y si vieron el accidente no les sirvió de nada, pues no podían abandonar la autovía antes de diez kilómetros. El médico se acercó a la cocina a buscar a Javier. Le inspiraba confianza, ¿por qué David no? ¿Y Silvia? ¿Dónde estará Silvia ahora? Si encontrara el móvil..., no recordaba el teléfono de su esposa, hacía tiempo que no había marcado ningún número y menos aún el de Silvia. No encontró al joven en la cocina, tampoco en los dormitorios, quizá se hartó de esta locura y exploraba ahora mismo la forma de llegar a San Petersburgo. No le culparía por ello. Le estaba agradecido pero comprendía que había arriesgado mucho, no podía pedirle más.

Cuando Javier entró en el salón se encontró con el doctor Salvatierra tumbado en el sofá, le dolía la herida de la tripa. Comprobó la temperatura de su frente y luego le puso un cojín bajo la cabeza, sacó de los bolsillos algunos objetos y los soltó sobre una mesa de mármol negro. El doctor sonreía.

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