Joseph Conrad - La línea de sombra

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Mientras tanto, yo llevaba el timón, demasiado cansado para sentirme inquieto, demasiado cansado para ordenar mis ideas. Tenía momentos de huraña exaltación, y un momento después me desfallecía el corazón al pensar que el dormitorio de la tripulación, al otro extremo de aquella cubierta sumergida en la oscuridad, estaba lleno de hombres agarrotados por la fiebre, agonizantes algunos de ellos. ¡Por culpa mía! Pero ¿para qué pensar en ello? El remordimiento podía esperar. Por el momento tenía que llevar el timón.

En las primeras horas del día disminuyó la brisa, y poco más tarde cesó por completo. A eso de las cinco, sin embargo, volvió a levantarse, con la suficiente energía para poder entrar en rada. La aurora encontró a Mr. Burns sentado en el cuartel de la escotilla de popa, metido entre roscas de cabos y aferrando el timón con sus manos lívidas y descarnadas, que surgían de las profundidades de su abrigo. Entretanto, Ransome y yo corríamos a lo largo de la cubierta, largando al pasar todas las escotas y drizas. Al instante nos precipitamos hacia el castillo de proa. Nuestros esfuerzos y el enervamiento que sentíamos al esforzarnos para echar las anclas hacían que el sudor bañase nuestras frentes. Yo no me atrevía a mirar a Ransome mientras penábamos el uno junto al otro. Sólo cambiábamos palabras entrecortadas; oyéndolo jadear a mi lado, evitaba volver los ojos en su dirección, por temor a verlo caer y expirar en su supremo esfuerzo… ¿Por qué? Seguramente por un ideal consciente.

El consumado marino que había en él se había despertado. No necesitaba instrucciones; de sobra sabía lo que era preciso hacer. Cada uno de sus esfuerzos, cada uno de sus movimientos, era un acto de verdadero heroísmo. No era yo quien debía mirar a un hombre así inspirado. Al fin, cuando todo estuvo listo, le oí decirme:

– ¿No le parece que haría bien bajando ahora a abrir las candalizas, capitán?

– Perfectamente -dije. Y ni aun entonces miré en su dirección. Al cabo de un momento, subió su voz desde la cubierta.

– Cuando usted quiera, capitán; el cabrestante está listo.

Hice una señal a Mr. Burns de que inmovilizase el timón y dejé caer las dos anclas, una tras otra, dando al barco toda la cadena que se le antojó. Fue preciso soltar casi toda la cadena de ambas, mientras las velas desplegadas colgaban, súbitamente fláccidas, dejando de hacer aquel ruido que tanto me atormentara. Un silencio absoluto reinó en el barco, y mientras yo permanecía de pie a proa, ligeramente aturdido en medio de aquella súbita calma, llegaron a mis oídos una o dos débiles quejumbres y los murmullos incoherentes de los enfermos reunidos en el castillo de proa.

Como habíamos izado en el palo de mesana una bandera para indicar que necesitábamos asistencia sanitaria, antes de que el barco hubiese quedado completamente inmóvil fuimos abordados por tres chalupas de vapor, de los varios navíos de guerra surtas en la rada, y nada menos que cinco cirujanos de la marina subieron a bordo. Los vi formar un grupo y recorrer con la mirada la cubierta, absolutamente desierta, y luego mirar hacia lo alto, sin descubrir a ningún tripulante.

Solo, sin que nadie me acompañara, avancé hacia ellos, vestido con un pijama de rayas azules y grises, y cubierto con un salacote. Su contrariedad fue grande. Esperaban encontrar allí empleo para sus conocimientos quirúrgicos y todos habían traído su estuche de cirugía, pero no tardaron en dominar su ligera decepción. En menos de cinco minutos una de las canoas se dirigió a tierra para pedir una chalupa grande y enfermeros para el transporte de mi tripulación. Una gran pinaza de vapor los llevó de nuevo a bordo de su navío y regresó trayendo marinos ingleses para arriar mis velas.

Uno de los cirujanos había permanecido a bordo. Después de visitar el castillo de proa, volvió de nuevo hacia mí, con aire impenetrable. Observando mi mirada interrogadora, me dijo bruscamente:

– No hay allí ningún muerto, si es eso lo que desea usted saber. -Luego, con acento de asombro, agregó-: ¡Toda la tripulación…!

– ¿Están muy enfermos?

– Muy enfermos -repitió mientras sus ojos recorrían todo el navío-. ¡Cielos! ¿Qué es aquello?

– Eso -le dije yo, mirando hacia atrás-, es Mr. Burns, mi segundo.

Mr. Burns, con su rostro de moribundo inclinado sobre su largo cuello, era en verdad un espectáculo bastante sorprendente. El cirujano preguntó:

– ¿También él va al hospital?

– ¡Oh!, no -respondí con una sonrisa-. Mr. Burns no puede ir a tierra sin llevarse consigo el palo mayor. Estoy muy orgulloso de él; es mi único convaleciente.

– Tiene usted un aspecto… -comentó el doctor, mirándome fijamente; pero, antes de que pudiera terminar su frase, lo interrumpí, colérico.

– Yo no estoy enfermo.

– No… Pues tiene un aspecto extraño.

– ¡Claro! ¿Sabe usted que he permanecido diecisiete días sobre cubierta?

– ¡Diecisiete días! Pero habrá usted dormido.

– Supongo que sí, pero no lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que hace cuarenta horas, que no duermo.

– ¡Caramba! Supongo que ahora irá usted a tierra.

– Tan pronto como pueda. Tengo que hacer allí infinidad de cosas.

El cirujano soltó mi muñeca, que había tomado mientras hablábamos, sacó un cuadernillo, escribió en él algo muy deprisa, arrancó la hoja y me la tendió.

– Seriamente le aconsejo que mande preparar en tierra esta fórmula. Es para usted. Si no me equivoco, esta misma noche la necesitará.

– ¿Qué es? -pregunté con desconfianza. -Un narcótico -respondió ásperamente el cirujano, y dirigiéndose con interés hacia Mr. Burns, entabló conversación con él.

Cuando descendí, a fin de vestirme para ir a tierra, me siguió Ransome. Comenzó por excusarse: también él deseaba ir a tierra, y me pidió que le arreglase su cuenta. Lo miré, sorprendido. Ransome esperaba ansiosamente mi respuesta.

– Pero ¿es que tiene usted la intención de dejar el barco? -exclamé.

– A decir verdad, sí, capitán. Quiero quedarme en tierra y vivir tranquilo en cualquier parte. No importa dónde. En el hospital, si es necesario.

– Pero, Ransome -le dije yo-, para mí es muy penosa la idea de separarme de usted. -No tengo más remedio que irme-exclamó. Jadeaba, y su rostro tomó una expresión huraña y resuelta. Por un instante se convirtió en otro hombre. A través de todos sus méritos y de su afabilidad, entreví la realidad de las cosas. La vida, aquella vida ruda y precaria, le parecía un don precioso y se hallaba terriblemente alarmado por su salud.

– Si usted lo desea, le daré su cuenta, como es natural -me apresuré a decirle-. Lo único que le ruego es que se quede a bordo hasta esta tarde. No puedo dejar a Mr. Burns durante tantas horas completamente solo en el barco. Ransome se ablandó enseguida y me aseguró, con su sonrisa y su afable entonación de costumbre, que comprendía perfectamente mi deseo. Cuando volví a subir al puente, todo estaba ya listo para el transporte de la tripulación. Ésa fue la última prueba de aquel episodio, que había madurado y templado mi carácter, aunque yo no me diera cuenta de ello por aquel entonces. Fue horrible. Los vi pasar uno tras otro, y cada uno de ellos parecía encarnar el más amargo reproche, hasta que sentí despertar en mí un vago sentimiento de rebelión. El pobre Frenchy se había dejado dominar de pronto por el mal. Lo pasaron ante mí, insensible, con el rostro horriblemente rojo y como hinchado, en el estertor de la agonía. Cada vez se asemejaba más a un polichinela, a un polichinela espantosamente borracho. En cambio, el austero Gambril se hallaba un poco mejor, al menos por el momento.

Insistió en que lo dejasen marchar por su pie hasta la borda, sostenido de cada lado, claro está. Pero en el momento de bajar a la chalupa un pánico súbito se apoderó de él, y comenzó a gemir lastimeramente:

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