Joseph Conrad - La línea de sombra

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La luz de un relámpago habría sido un alivio físico. Lo habría llamado con todas mis fuerzas de no haber sido por la aprensión terrible del trueno. Era tan fuerte esta opresión del silencio, que se me antojaba que el primer trueno bastaría para reducirme a polvo.

Y el trueno era, probablemente, lo primero que llegaría. Entumecido de pies a cabeza, respirando apenas, esperaba con una inquietud horrible. No sucedía nada. Era para volverse loco. Pero un dolor sordo, que invadió la parte inferior de mi rostro, me hizo comprender que, sabe Dios desde hacía cuánto tiempo, estaban rechinando los dientes.

Es extraordinario que no hubiese oído el ruido, pero lo cierto es que los dientes me rechinaban. Haciendo un esfuerzo que absorbió todas mis facultades, logré inmovilizar la mandíbula. Aquello no exigía mayor atención, y mientras lo hacía me sorprendió un ruido extraño, unos golpes irregulares, que resonaban débilmente sobre el puente. Se- los oía tan pronto separadamente, como dobles, como en grupos. Mientras me asombraba de esa misteriosa diablura, algo cayó ligeramente bajo mi ojo izquierdo y sentí una gruesa lágrima rodar por mi mejilla. Gotas de lluvia. Enormes gotas de lluvia. Signos anunciadores de algo que se avecinaba. Tap, tap, tap…

Me volví hacia Gambril y le supliqué encarecidamente que se «agarrase al timón, pero la emoción me impedía casi hablar. El momento fatal había llegado. Contuve la respiración. El gotear había cesado tan repentinamente como empezara, renovando así la intolerable espera; era como una nueva vuelta de tornillo en el suplicio de la rueda. No creo que hubiera podido perder el dominio de mí mismo hasta gritar, pero recuerdo con toda claridad haber tenido la convicción de que, realmente, ya no me quedaba otro recurso.

De repente -¿cómo expresarlo?- sí, de repente, las tinieblas se transformaron en agua. Ésta es la única imagen adecuada. Una lluvia densa, un aguacero torrencial, comenzó a caer estrepitosamente. Se lo oía aproximarse caminando sobre el mar, sobre el aire mismo, me parecía. Sin el menor murmullo ni crujido preliminar, sin la menor salpicadura, sin siquiera la sombra de un contacto, me sentí instantáneamente calado hasta los huesos. Cierto que eso no era muy difícil, pues sólo llevaba un pijama. En un instante, el agua empapó mis cabellos, resbaló sobre mi piel, me llenó nariz, ojos y orejas. En menos de un segundo, tragué una buena cantidad.

En cuanto a Gambril, estaba casi sofocado. Tosía lamentablemente, con la tos quebrada de un enfermo, y sólo lo divisaba como se ve a un pez en un acuario, a la luz de una bombilla eléctrica: una silueta confusa y fosforescente. Con la diferencia de que Gambril no se movía. Pero aún pasó otra cosa: las dos lámparas de la bitácora se apagaron a la vez. Supongo que el agua lograría penetrar en el interior, aunque ello me parecía imposible, encajando como encajaban perfectamente en sus fanales.

El último rayo de luz del universo había desaparecido, seguido por una sorda exclamación de Gambril. A tientas me dirigí hacia él y lo cogí del brazo, un brazo espantosamente flaco.

– No se preocupe-le dije-. No necesita usted luz. Todo lo que se precisa es mantener el viento a popa cuando se levante. ¿Me comprende?

– Sí, sí, capitán… Pero preferiría tener alguna luz -agregó nerviosamente.

Durante todo ese tiempo él barco había permanecido inmóvil como una roca. El ruido del agua que goteaba de las velas y el aparejo, y fluía sobre la toldilla, había cesado bruscamente. Los imbornales de la toldilla continuaron todavía por un momento su gotear, y luego un silencio absoluto, unido a una completa inmovilidad, nos anunció que todavía no habíamos triunfado sobre el maleficio, que todavía estábamos al borde de una catástrofe que nos acechaba en las tinieblas.

Sin poder contenerme, avancé con paso febril. No necesitaba ver para recorrer con una seguridad absoluta la toldilla de mi primer mando, de mi nefasto primer mando. Cada pulgada de sus cubiertas se había grabado indeleblemente en mi cerebro, con el veteado y los nudos de cada una de sus tablas. Y, sin embargo, de pronto tropecé violentamente con algo que me hizo caer de bruces.

Se trataba de algo grueso y vivo. No era un perro, no; más bien parecía un cordero; pero a bordo no había animales. ¿Cómo había podido un animal…? Aquello aumentó el horror sobrenatural hasta un punto que ya no podía resistir. Sentí que mis cabellos se erizaban sobre mi cabeza, mientras me ponía de pie, terriblemente espantado; no como puede estarlo un hombre cuando su juicio y su razón procuran resistir todavía, sino completa, absolutamente espantado; espantado de un modo inocente, por así decirlo; espantado como un niño.

¡Por fin, pude distinguir aquella cosa! Las tinieblas, que acababan de convertirse, en gran parte, en agua, habían menguado un tanto. ¡Allí estaba! Pero hasta el momento en que aquello hizo un esfuerzo para levantarse, no se me ocurrió que pudiera ser Mr. Burns saliendo, a gatas, de la toldilla, y aun entonces la primera imagen que se me ocurrió fue la de un oso.

Y como un oso gruñó cuando le eché los brazos en torno al cuerpo. Se había envuelto en un enorme abrigo de lana, cuyo peso abrumaba su debilidad. Apenas pude sentir a través de aquella gruesa tela su cuerpo increíblemente flaco, pero su gruñido tenía profundidad y sustancia.

«¡Maldito barco silencioso, con su tripulación de gallinas, que andan en puntillas! ¿Es que no podían pisar fuerte, como hacen los hombres? ¿No había entre todos un pícaro, uno solo, que fuese capaz de cantar durante la maniobra?»

– ¿A qué esconderse, capitán? -agregó luego, tomándola conmigo-. Es inútil pensar que nos vamos a librar de ese viejo bandido, y, en todo caso, no sería ése el modo de lograrlo. Hágale usted frente, como lo he hecho yo. Lo que se necesita es audacia;. demuéstrele usted que se burla de todas sus endemoniadas jugarretas. Atáquelo francamente.

– ¡Demonio, Mr. Burns! -exclamé, colérico-. ¿Por qué diablos ha salido usted de su litera? ¿Qué pretende usted subiendo a cubierta en ese estado?

– ¡No hay otro remedio! ¡Audacia! Es la única manera de atemorizar a ese viejo canalla. Lo empujé, sin que dejase de gruñir, contra el parapeto.

– ¡Agárrese ahí! -le grité con rudeza. Realmente, no sabía qué hacer. A toda prisa, me alejé de él, para correr hacia Gambril, que, con voz débil, me avisaba que creía sentir un poco de brisa. En efecto, percibí un débil crujir de tela mojada, muy por encima de mi cabeza, y el tintinear de una cadena suelta…

Eran unos ruidos extraños, alarmantes, turbadores, en el mortal silencio del aire que me rodeaba. Por mi espíritu pasaron todos los casos que había oído contar de palos mayores arrancados, cuando no soplaba ni el viento necesario para apagar una cerilla.

– No puedo ver las velas altas, capitán -declaró Gambril, estremeciéndose.

– Mantenga firme el timón, y todo irá bien -le dije, con tono de confianza.

El pobre diablo tenía los nervios agotados, y yo no me hallaba en mucho mejor estado. Fue un momento de tensión suprema, que se resolvió en la brusca sensación de que el barco avanzaba como por impulso propio bajo mis pies. Oí claramente el soplar del viento sobre mi cabeza y los sordos crujidos de la arboladura, mucho antes de sentir el menor soplo sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, ansioso y privado de toda vista, como los ojos de un ciego.

De pronto, el sonido de una nota más fuerte llegó a nuestros oídos y las tinieblas se deshicieron en lluvia sobre nuestros cuerpos, helándonos. Gambril y yo empezamos a temblar violentamente bajo nuestros delgados vestidos de algodón, que se nos pegaban al cuerpo.

– Todo va bien ahora, Gambril -señalé-. Lo único que tiene usted que hacer es conservar el viento en popa. Seguramente podrá usted hacerlo. Un niño lograría gobernar el barco con un mar tan tranquilo.

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