Miguel Asturias - Torotumbo

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Relato corto en el que el autor revela la profundidad y la comprensión que tiene sobre el pueblo y la historia guatemaltecas.

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como si quisieran hendir la tierra, atravesarla y en su antípoda encontrarse todavía bailando el Torotumbo. ¿Llegarían o no llegarían…?, se preguntaban a cada momento el calabrés y sus acoquinados acompañantes. Las mismas palabras eran para Tizonelli inquietante querer adivinar, interrogándose, si habían concurrido o no a casa de Tamagás, los invitados del padre Berenice, si habían llegado o no el arzobispo, el presidente Libereitor, el nuncio, y para sus compañeros duda de si al paso en que iban llegarían a tiempo para evitar las explosiones y capturarlos vivos, lo único que se esperaba para dar la orden de asalto a los cuarteles, telégrafo, correos y palacio, ya todo estratégicamente rodeado por los bailarines, al compás del Torotumbo, ¿Llegarían o no llegarían… los invitados? ¿Llegarían o no llegarían a tiempo de evitar el estallido de la bomba en la cabeza de Carne Cruda y la dinamita bajo la casa del alquilador de disfraces?

¿Pero no era ya la catástrofe aquel avanzar por metros a costa de largas esperas…? Dieron la voz de abandonar el automóvil y seguir a pie por entre aquella muchedumbre de angustioso color de agua sin fondo. Accionaron los picaportes de las portezuelas, prestos a salir, las comparsas que seguían en los estribos, saltaron para darles paso, pero en ese momento logró escurrirse el automóvil hacia una callejuela lodosa por el rebalse de una pila de lavaderos públicos. Trataban de ganar la 12 Avenida, estaría más despejada, y seguir hacia el Norte a toda máquina. ¿Llegarían o no llegarían los invitados…? ¿Llegarían o no llegarían ellos a tiempo…? En la 12 Avenida no era tanto el movimiento de bailarines y comparsas, cuanto de hombres, mujeres y niños que se desplazaban por las aceras y por en medio de la calle, ansiosos de ganar alguna esquina para ver pasar el Torotumbo.

El automóvil sorteaba a los peatones. El sol de media tarde se regaba oblicuo y majestuoso.

– ¡Ya el padre Berenice -se dijo Tizonelli- estará al final de su filípica contra el comunismo, representado por Carne Cruda, violador de la Patria, en el cuerpo de Natividad Quintuche, una indiecita… ya en el patio de Tamagás, donde se amontonó gran cantidad de leña, arderá el fuego purificador… y ya de un momento a otro sacarán al Diablo para arrojarlo a la hoguera!

Cerró los ojos aterrorizado de sólo imaginar lo que ocurriría si echaban a Carne Cruda en el fuego, pero no pudo apartarse de su visión y aleteantes las narices, duros los dedos en las manos empuñadas que pesaban como martillos sobre sus rodillas, siguió imaginando con los ojos cerrados, mientras rodaba el automóvil, a los miembros del «Comité de Defensa contra el Comunismo», como hormigas que se acercaban a la hoguera con un escorpión de sangre a cuestas. Se representó a Tamagás, al padre Berenice, a Fracas, a Teotimo, al Milico Chacal, al yanqui del capuchón, a los dos invitados de sendas lilas, arzobispales y al entorchado fantoche presidencial, triste, intestinal, con las pestañas largas y las ojeras del árbol en que se ahorcó judas. Pero no pudo retener sus pupilas y en el instante en que vio o creyó que iban a entregar a las llamas al enorme Carne Cruda, muñeco de cuernos amarillos, ojos verdes y dientes blancos como los rieles de los ferrocarriles de la luna, alzó los párpados ateronados de cansancio y encontróse a sus acompañantes satisfechos de estar a pocas cuadras de la casa del alquilador de disfraces, planeando el asalto por la tapia que daba a la hortaliza, ya que eran pocos y debían operar por sorpresa.

Sin haberse escondido tras el lienzo agujereado de un Cristo, lugar que le preparó Tamagás, no sólo para que no lo vieran, por aquello de que estarían ojo al Cristo y no ojo al ojo del escondido, sino para librar de maleficio a su buen amigo y cómplice de tantas cosas -la violación, las copias de las listas de evadidos, su culto al Demonio-, Tizonelli había seguido desde el automóvil el auto de fe, lejos de pensar que lo que imaginaba estuviera pasando. Abrió los ojos momentos antes de que Carne Cruda fuera entregado a las llamas y momentos después, al pasar frente a la plazuela del templo de Santo Domingo, una violenta sacudida conmovió el automóvil de abajo arriba, la carrocería, los cristales, el aire, todo tronó, y a la distancia, frente a ellos, siempre hacia el Norte, se vio subir por el azul que el fulgor, el estampido y los sucesivos ecos de la deflagración hicieron más profundo, la lengua de la tierra que se pegaba al cielo, polvo y humo confundidos en un pelotón de fuego que fusilaba ángeles. A Tizonelli se le fue la carne en pedazos de angustia contra la ropa, como si a él también le hubiera alcanzado la explosión… ¡si por su culpa fracasara el golpe que preparaba el pueblo… si no se pudiera dar el asalto y masacraran a los bailarines… si el atentado se hubiera frustrado…! ¡Si… si… si… todo ganado o perdido…! todo… todo… El automóvil apretaba la marcha, pero a la voz de alguien que propuso volver atrás -para qué seguían si ya no iban a capturar a nadie-, reaccionó el desmoralizado Tizonelli: era necesario saber si habían llegado las eminencias invitadas y si quedaba algo de sus personas y de los disfraces en que iban envueltas. Distante, monótono, profundo, se escuchaba, destilado en el silencio que sobrevino a la explosión, el eco del Torotumbo, como si golpearan contra casas abandonadas, casas huecas, cascarones de casas, sus testuces, los toros toronegros, los toros torobravos, los toros torotumbos, los torostorostoros… del baile que seguía al centro y sur de la ciudad, llameante de crepúsculo y de algo parecido a los fuegos artificiales, bien que la detonación se oyera más seca, crocante, en dirección a las bases aéreas.

Frente al teatro «Colón», el automóvil empezó a marchar al paso, detenido por la gente que huía del lugar de la catástrofe, asomaba por todos lados, por todas las esquinas, brotaba del suelo, llovía del aire, el pelo en flecos, la ropa en desorden, la cara descompuesta, pies y manos agotados como jirones de sus ímpetus y harapos de su miedo… salvarse… salvarse… muchedumbre que el automóvil hendía hasta parecer una bolsa entre los brazos de un inmenso río humano… salvarse… salvarse… -¡Por allí…! ¡Por allí…! -era lo único que en su fuga alcanzaban a articular… salvarse… salvarse… -¡Por allí…! ¡Por allí, por la casa del alquilador de disfraces… sí… sí… por, allí, por allí! Y al encuentro de éstos que huían fragmentando el monólogo de su asfixia.¡Sí… sí… hay muchos muertos, muchos muertos!- venían a la desesperada los que trataban de acercarse fuera como fuera al lugar de la explosión, curiosos los más, sin faltar pícaros aprovechados ni parientes de personas que habitaban por ese rumbo y corrían enloquecidas a prestar auxilio a sus familias. Choques, empellones, golpes, machucaduras, ropas desgarradas, prendas perdidas y ayes de los que se lamentaban en el suelo sin hallar misericordia, pisoteados al caer, arrastrados en seguida, muertos si no se levantaban por sus propios medios. Nadie sabía lo que pasaba. Huían unos. Acudían otros. El automóvil fue abandonado en medio de un remolino de cuerpos y cabezas y sus ocupantes, pugnando por llegar al sitio de la catástrofe, empezabaron a luchar a brazo partido contra las avalanchas humanas que les cortaban el paso por calles de puertas cerradas, largas como ataúdes. Por momentos se enrarecía la columna de tránsfugas, claros por los que precipitábanse Tizonelli y los que de sus acompañantes le seguían. Había que aprovechar a la carrera, al trote, a paso largo aquellos espacios que desaparecieron al asomar las olas de vecinos que habitaban cerca de la casa de Tamagás. Alcanzaron a salir con lo que tenían puesto, después de la explosión que derrumbó sobre ellos paredes y techos, y avanzaban sin saber cómo, desorientados, gesticulantes, buscándole relación al estar vivos sin sus cosas, cuando otros habían logrado salvar utensilios, alhajeros, juguetes, jaulas, loros, perros, gatos, gallinas…

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