Miguel Asturias - Torotumbo
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El jefe cortó efusiones y abrazos para decir al calabrés:
– Señor Tizonelli, le hemos hecho venir…
– Y venía que no me llegaba la camisa al cuerpo…
– Fue una pesadería, no sé por qué no se dieron a reconocer los muchachos.
– Pero ya estoy aquí, ¿de qué se trata…?
– De pedirle su ayuda. Nuestros efectivos disfrazados de bailarines ocupan ya los puntos claves que se les señalaron y vamos a dar el asalto; pero a última hora hemos sido informados por nuestros servicios especiales que se van a reunir en casa del alquilador de disfraces, los miembros del Comité, el arzobispo, el presidente, el nuncio y necesitamos capturarlos. -¿Capturarlos?
– Sí, capturarlos -repitió el jefe, entre mordaz y enérgico, tomando la extrañeza de Tizonelli por cobardía o simple no querer mezclarse en un asunto de peces tan gordos-. Si logramos la captura de esas personas, señor Tizonelli -trató de convercerlo-, se ahorrará mucha sangre, muchos sufrimientos, menos vidas sacrificadas, y como usted es vecino de Tamagás y tiene acceso a su casa, sin despertar sospechas…
– A recoger sus pedazos me tienen que ayudar ustedes… ¡Qué capturar! -precipitó Tizonelli sus palabras, al fin encontraba a quién gritarle el secreto.
– No entiendo… -exclamó el jefe, cuyo cigarrillo al encenderse y apagarse en sus labios, era como un tercer ojo sobre la cara blanca del italiano.
– ¡Sí, sí, a recoger los pedazos, si algo queda de ellos, que creo que no va a quedar nada!
El jefe se retiró el cigarrillo de los labios y tragó saliva, antes de hablar. Todos seguían en palpitante silencio
la escena, respirando corto y palpitando largo ante la tremenda revelación del calabrés.
– Explíquese, señor Tizonelli, es muy grave lo que usted nos da a entender…
Benujón sacó el pecho y con la cara levantada informó de las máquinas infernales montadas en la cabeza de Carne Cruda y bajo la casa de Tamagás. Oportunidad única. Al quemar al Diablo en el fuego purificador, se inflamará su cerebro, bombazo que hará saltar la casa, pues la dinamita es una tía tan delicada…
– Siempre necesitaremos de su ayuda para capturarlos -cortó el jefe- porque esas máquinas de muerte las vamos a desmontar en seguida.
– ¡Ma, no entiendo lo que dice!
– ¡Así como lo oye, desmontarlas!
– ¡Cómo desmontarlas, echar a perder mi trabajo y desperdiciar la ocasión de que estén todos juntos!
– ¡No perdamos tiempo!
– ¡Pero si van a estar el presidente, el arzobispo, el nuncio y los del Comité, toda gente de primerísima…! -¡Hay que capturarlos!
– ¿Capturarlos para qué, si se puede salir de ellos ahora, ahora mismo?
– ¡No se discuten las órdenes! Con esas explosiones lo único que haremos es alarmar a los cuarteles y todo se habrá perdido. Van a masacrar a nuestros bailarines… Por esas vidas, señor Tizonelli, hay jóvenes, mujeres, muchos de los que aparentemente están bailando no tienen veinte años. Por ellos se lo pido…
– Vamos… -bajó la cabeza Tizonelli, después de un breve silencio-, pero temo que no lleguemos a tiempo,
cuando yo salí de casa del alquilador de disfraces, antes de que me capturaran estos amigos, ya estaban llegando los invitados.
– En todo caso daremos la orden de empezar el ataque, si ocurre la explosión.
Volvieron a la capital devorando. camino, no en el jeep, sino en un automóvil adornado, como para un paseo de carnaval. La orden era evitar el atentado y capturar vivos a los del Comité y a los invitados.
Tizonelli no se daba por vencido y se decía: No comprendo a estos revolucionarios que quieren al enemigo vivo, no muerto, vivo, y que prefieren la justicia a la venganza… rivolucioni diportivi, vencer en buena lid, caballerosamente, ja, ja… rivolucioni diportivi…!
Por la carretera se desplazaron a toda velocidad, las rutas de acceso a la capital estaban casi desiertas, como en los días de fiesta, pero en llegando a la ciudad hubo que reducir el empuje y no tardaron en quedar atrapados en una esquina, al paso de los bailarines, enhiestos, osados, castigantes, que se dirigían a la Plaza de Armas bailando el Torotumbo, al compás de tunes y tambores, bajo lluvias torrenciales de confeti, serpentinas, serrines de colores, entre cordones interminables de cientos, de miles de cabezas y pechos de personas alineadas en las aceras, cauces humanos que hervían en aplausos, en gritos, en espuma de gana de seguirlos al contagio del ritmo belicoso, mares que al crecer aumentaba la ágil desproporción entre los pies de los bailarines, tobillos de colibrí, y la multitud que se movía con ellos, como un toro sobre sus pezuñas.
Rivolucioni diportivi! se repetía Tizonelli, incesantemente, ma che ¡el enemigo vivo… el enemigo muerto!, balanceaba la cabeza, el enemigo vivo es peligroso, el enemigo muerto es perfecto, y petrificaba su protesta en la inmovilidad más rencorosa junto al agitarse de sus acompañantes que molían con espaldas y fondillos, en sus asientos y respaldos, su desesperación por llegar antes que se produjeran las explosiones en casa del alquilador de disfraces, a sabiendas de que eso era imposible si seguían bloqueados entre la muchedumbre y los bailarines que aparecían por todos lados, igual que burbujas de agua azul, de agua verde, de agua roja, de agua amarilla, danzando al compás de tambores gigantes fabricados con cueros de toros de lidia, toros-tambores que lanzaban relámpagos hacia delante, truenos hacia atrás y lluvia con sonido de sangre a los costados, toros-tambores de piel de plata robado a las curtiembres de la luna, donde amontonábanse en manchas y sombras, la crin y la pelambre de las reses muertas.
Dos, tres veces, el que los comandaba, sentado al lado del chófer, se llevó la mano a la muñeca, después de consultar la hora, apretándola contra el reloj, como para detener el tiempo que se le iba por entre los dedos, se le iba, se le iba, pulso en sus venas, marcha de insecto en el instantero, cuero y madera de los tambores y los tunes, troncos de árboles huecos vibrando, como huesos de razas vegetales vaciados de sus medulas y sonoros por la ausencia de lo que volvía a estar presente al compás del Torotumbo.
El automóvil seguía en el mismo lugar, con Tizonelli petrificado, revolucioni deportivil, y sus acompañantes moviéndose, cada vez más inquietos, menos controlados, lo que no dejaba de ser peligroso, pues no faltarían espiones entre el público que al observarlos, presas de aquella nerviosidad, los seguirían para inquirir la causa. Las cabezas atrás para ver por la ventanilla de la capota si había esperanza de que pasara aquel mar de gente, las cabezas adelante entresacando los ojos por el parabrisas, con un ligero quiebre de nuca al agacharse a mirar a los bailarines, las caras a las ventanillas, juntas las piernas, separadas las piernas, un pie sobre otro, un pie lejos del otro, las manos prensadas entre las rodillas y la exasperación, las uñas en los dientes, las uñas en las uñas, las uñas en el pecho, rascándose del lado del corazón que en momentos de angustia come como una vieja cicatriz.
Por fin acabaron de pasar los bailarines y el automóvil se puso en marcha tratando de abrirse camino a bocinazo limpio entre la masa humana que abandonaba la calle compacta, pegajosa, con hedor de manteca caliente, pero avanzaba tan despacio que los acompañantes de Tizonelli, desesperados por llegar, se salían de los asientos, como si adelantándose ellos, el vehículo fuera a ir más veloz, cuando pasaba lo contrario, poco a poco se había ido quedando inmóvil, detenido por avalanchas de gente que acabó por cubrirlo, asalto de comparsas que subían a los estribos para rodar, imaginariamente, porque no pasaban del mismo sitio, cortinas humanas que de lado y lado les robaban el espectáculo de juglares tiznados con hollín, tarascas, toreros, payasos, gigantes, todo el tren de carnaval déla cuidad acompañando a los bailarines toronegros, torozambos, toroprietos, toropintos, torostorostorostoros que machacaban el suelo
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