Miguel Asturias - Torotumbo
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– ¡Venado de cristal del aire -invocaban-, ayúdanos, pobrecita la muchachita, el diablo fue a quitar su plorcita!
– ¡Venado de cristal del aire, ayúdanos, pobrecita la muchacha, el diablo le fue a quitar su plorcita!
– ¡Di, por qué, Colibrí, no la perforaste tú con tu dardo de amor, de chupamiel, de picaflor! ¡Di por qué, Colibrí!
– ¿Di, por qué, Zarespino, no la perforaste tú con una de tus espinas calcinantes? ¿Di, por qué, Zarespino?
Y éste fue el comienzo. Allí, aquella noche de sangre golpeada, de tierra golpeada, de agua golpeada, de fuego golpeado, empezó como un sueño, el baile de los estandartes verdes a lo largo de territorios de lagunas blancas. Bailaban con caras de pumas, jabalíes, dantas, monos, chacales, perros mudos. Sobresalían las aplastadas máscaras, sin mentón, de los pitones, y las cornamentas de los enmascarados toros bravos, en cientos, en miles de pezuñas bailando entre el polvo y el humo de la hogaza que soltaban los testuces. Bailaban, bailaban, bailaban. El Torotumbo extendía desde el rancho del Angelito que violó el Diablo y volaba al cielo, sus ríos de bailarines. Los que lo bailaban, todos los que se sentían toros lo bailaban, subían a saludar al Angelito y a pregonar su prosapia de muy hombres, de muy machos, de muy gallos, de muy toros, todos los que se sentían toros lo bailaban, toros toronegros, toros torobravos, toropintos, hijos de la vaca brava, nietos de la vaca pinta, toros torotumbos dispuestos a medirse con el Diablo. Bailaban, bailaban, bailaban… Este fue el comienzo. El golpe fue el comienzo. El golpe en el cuero, en la madera, en la piedra tundidos para acompañar el desdoblamiento de los bailarines que se movían a través ' de jaulas de cornamentas que ellos mismos se formaban con los brazos y de las que escapaban a saltos de pies tan diminutos que podían calzarse con ajíes. Bailaban, bailaban… Sudor de fiesta. Ríos de agua de caña. Zigzagueaban las calles, giraban las plazas, hormigueaba el aire y se oían los cohetes con ruido de meada de toro, ichessss, subir y estallar sobre los cielos cobalto. Bailaban, bailaban, bailaban… De pueblo en pueblo, el cuerpecito de la mujercita que violó el Diablo y volaba al cielo convertida en ángel, atraía más y más bailarines, y a sus vestiduras iban prendiendo listones de todos colores, escritos con los pedidos que le hacían a Dios las familias, las cofradías, los municipios, y que ella se encargaría de entregar en propias manos. La llevaban en hombros, izada en una escalera sobre un altar portátil en forma de anda, los horripilantes trágicos lampiños que en lugar de pestañas, tenían espinas en las máscaras y en lugar de manos, garras rasguñadoras, garras con las que cuidaban que no ensuciaran ni rompieran el traje del Angelito los que se acercaban a besarlo, a saludarlo, a pregonar su prosapia de muy hombres, de muy machos, de muy toros. Bailaban, bailaban, bailaban… Baile de montañas, árboles y gentes verdes, pintadas de verde, caras y cabellos verdes, verdes las vestimentas y las calzas verdes, vegetación andante a la que se mezclaban toros de cornamentas de oro, fragmentos de una inmensa noche negra que avanzaba sobre cascos de ceniza de estrellas, y bailarines reidores de caras pintadas con rayas transversales azules y amarillas, bocas postizas con cascabeles en lugar de dientes o como tajadas de sandías mostrando risas de pepitas negras, gotas de tiniebla que recordaban la causa de aquel reír de duelo y aquel bailar interminable como un castigo del que por momentos sólo quedaba vivo el tamborón de cuero con pelo y el hueco de tun envuelto en cáscara de serpiente de madera. Bailaban, bailaban, bailaban…
5
Los barrios populares de la capital se disponían a recibir al Torotumbo con baile, tertulia, café con pan, cigarrillos, copas de aguardiente, juegos de prendas, pero como los pobres ni de sus fiestas son dueños, algún estudiante lo supo, llevó el soplo a sus compañeros y por novelería de muchachos ansiosos de jugar al carnaval disfrazados de mamarrachos y hambre de diversiones, la ciudad entera se aprestó a recibir a los «encamisados», como los llamaba la «gente bien», con el beneplácito de los folkloristas que veían en aquella turba de desaforados una afirmación de la nacionalidad y algo digno de ser presentado a los turistas, el disgusto de los católicos que encontraban en aquel mitote resabios de la más cruel idolatría y la anuencia del Gobierno por ser siempre de buena política distraer al populacho.
Para el negocio de don Estanislado Tamagás, el Torotumbo fue baile de «perlas redondas», como él decía trabucando en su entusiasmo y ambición lo de «negocio de perlas» y «negocio redondo». Por una vez en su vida alquilaría todos los disfraces, la demanda era mucha, menos el de Carne Cruda, que, por ser su protector, no era negociable.
Tizonelli había vuelto a su hortaliza después de chuparse algunos días de prisión, pero como no vendía nada, el motivo de su carceleada destiñó sobre sus verduras en el barrio y las locatarias en el mercado se encargaron del resto -¡no sólo por fuera son rojos sus rábanos!, le gritaban-, vino en ayuda del alquilador de disfraces que no se daba alcance, desbordado por la clientela, hasta dar la impresión de tullido, de atolondrado, de ido entre los que se arrebataban los vestidos y máscaras de la eterna farsa, frasecita que repetía el italiano, suspirador como cantante sin contrato, cada vez que pasaba por sus manos el envoltorio de uno de los personajes de la Comedia del Arte.
– Sólo el disfraz de Carne Cruda no se alquila -dijo Tizonelli-, entra y sale gente y ninguno se atreve con él…
– ¡Es que no está en alquiler! -le cortó Tamagás, el párpado zurdo saltándole sobre la fría lámina del ojo represo.
– E, cómo?
– Sería el hombre más ingrato, Tizonelli… -Sería cuestión de precio, don Estanislado… -Por ningún dinero. Recuerda que me prestó un gran servicio. Si no es él, qué les hubiera dicho al padre y al padrino de la pequeña, cómo se hubiera podido explicar…
– En eso tiene razón, y como no ha habido muchos que lo soliciten…
Al irse Benujón y cerrar el negocio, Tamagás se acercó a Carne Cruda que se iba quedando solo. Lo abrazaba y le decía:
– ¿Qué te importa, Carne, que gente con alma de payaso, de cura, de militar, prefieran esos disfraces? ¡Te luciré yo, yo, yo que no te vendí el alma, que te la compré, que tengo el orgullo de haberte comprado para mi servicio…!
En la puerta de su casa fijó un cartelito que decía «Ya no hay disfraces», en la esperanza de que no tocaran más, que lo dejaran en calma contar los harapos verdes de ese gran disfraz que ahora usa el dinero y que se llama papel moneda. Pero de nada sirvió. Seguían toca que toca, ya que cliente que llegaba hasta la puerta, no se conformaba con el cartelito, entraba a indagar personalmente si todo se había alquilado, a ofrecer el doble, el triple, por cualquier disfraz, sin encontrar otro que el de Carne Cruda, colgado del pescuezo, balanceándose a la luz de la claraboya. Algunos clientes animosos, lo pedían para probárselo. Pero, ¿qué pasaba? Si el aspirante era alto, Carne Cruda se encogía, y el disfraz le quedaba corto, si era bajo, Carne Cruda se alargaba, y el disfraz se volvía enorme, si gordo, Carne Cruda enflaquecía y él disfraz se volvía espárrago, si flaco, Carne Cruda se esponjaba y el disfraz se volvía globo, encogerse y dar de largo, chuparse y ensancharse que acabó con el gusto de Tamagás, el gusto con que contaba los dineritos por bienes que volverían a su casa, después de haber sido usados, pues eran alquilados dejando depósito. Recapacitó. Lo mejor era probárselo. Salir de dudas. Saber si le.venía. El párpado y el acobardado corazón le saltaban al enfundárselo y por poco se desmaya, al sentir que a él, le quedaba como mandado a hacer sobre medida. No se preguntó por qué. No se contestó por qué. Pregunta y respuesta eran la misma cosa. Si Tizonelli, con su silencio, lo salvó de ir a la cárcel, únicamente Dios podía salvarlo de Carne Cruda. Y cómo obtener la ayuda divina… sólo confesando su crimen…
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