Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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Se preguntará quizás si hago mía la filosofía de Khayyán, tal como aquí, creo que con justeza, la he escrito de nuevo y la interpreto. Responderé que no lo sé. Hay días en que ésa me parece la mejor, y hasta la única, de todas las filosofías prácticas. Hay otros días en que me parece nula, muerta inútil, como un vaso vacío. No me conozco, porque pienso. No sería así si tuviese fe; pero tampoco sería así si estuviese loco. En verdad, si fuese otro, sería otro.

Más allá de estas cosas del mundo profano, están, es cierto, las lecciones secretas de las órdenes iniciáticas, los misterios patentes [371], cuando secretos, o velados, cuando los figuran los ritos públicos. Hay lo que está oculto o medio oculto en los grandes ritos católicos, sea en el Ritual de María en la Iglesia Romana, sea en la Ceremonia del Espíritu en la Francmasonería.

¿Pero quién nos dice al final que el iniciado, cuando íncola [372]de los penetrales de los misterios, no es sino avara presa de nuestra nueva faz de la ilusión? ¿Qué es la certidumbre que tiene, si más firme que él la tiene un loco en lo que en él es locura? Decía Spenser que lo que sabemos es una esfera que, cuanto más se ensancha, en tantos más puntos tiene contacto con lo que no sabemos [373]. No me olvido, en este capítulo de lo que las iniciaciones pueden proporcionar, de las palabras terribles de un maestro de Magia: «Ya he visto a Isis», dice, «ya he tocado a Isis: no sé, a pesar de ello, si existe».

El poeta persa Maestro del desconsuelo y de la desilusión.

431

La fe es el instinto de la acción.

432

Más de una vez, al pasear lentamente por las calles de la tarde, me ha sacudido el alma, con una violencia súbita y perturbadora, la extrañísima presencia de la organización de las cosas. No son las cosas naturales las que tanto me afectan, las que tan poderosamente me provocan esta sensación: son, por el contrario los trazados de las calles, los letreros, las personas vestidas y hablando, los empleos, los diarios, la inteligencia de todo. O, mejor dicho, el hecho de que existan trazados de calles, letreros, empleos, hombres, sociedad, todo entendiéndose y continuando y abriendo caminos.

Reparo en el hombre directamente, y veo que es tan inconsciente como un perro o un gato; habla debido a una inconsciencia de otro orden; se organiza en sociedad debido a una inconsciencia de otro orden, absolutamente inferior a la que emplean las hormigas y las abejas en su vida social. Y entonces, tanto o más que la existencia de organismos, tanto o más que la existencia de leyes rígidas físicas o intelectuales, se me revela mediante una luz evidente la inteligencia que crea e impregna al mundo.

Me impresiona entonces, siempre que así siento, la vieja frase de no sé qué escolástico: Deus est anima brutorum, Dios es el alma de los brutos. Así entendió el autor de la frase, que es maravillosa, explicar la seguridad con que el instinto guía a los animales inferiores, en los que no se divisa inteligencia, o nada más que un esbozo de ella. Pero todos somos animales inferiores -hablar y pensar no son más que nuevos instintos, menos seguros que los otros porque son nuevos. Y la frase del escolástico, tan justa en su belleza, se ensancha, y digo: Dios es el alma de todo.

Nunca he comprendido que quien una vez ha considerado este gran hecho de la relojería universal pudiese negar al relojero en el que el mismo Voltaire no dejó de creer. Comprendo que, atendiendo a ciertos hechos aparentemente desviados de un plan (y sería preciso conocer el plan para saber si son desviados), se atribuya a esa inteligencia suprema algún elemento de imperfección. Eso lo comprendo, aunque no lo acepte. Comprendo hasta que, atendiendo al mal que existe en el mundo, no se pueda aceptar la bondad infinita de esa inteligencia creadora. Eso lo comprendo, aunque tampoco lo acepte. Pero que se niegue la existencia de esa inteligencia, o sea de Dios, es cosa que me parece una de esas estupideces que tantas veces afligen, en un punto de la inteligencia, a hombres que, en todos sus demás puntos, pueden ser superiores; como los que se equivocan siempre en las sumas o, también, y poniendo ya en juego la inteligencia de la sensibilidad, los que no sienten la música, o la pintura, o la poesía.

No acepto, decía, ni el criterio del relojero imperfecto, ni el del relojero carente de benevolencia. No acepto el criterio del relojero imperfecto porque esos pormenores del gobierno y ajuste del mundo, que nos parecen lapsus o sinrazones, no pueden ser verdaderamente tenidos por tales sin que conozcamos el plan. Vemos claramente un plan en todo; vemos ciertas cosas que nos parecen sin razón, pero es de ponderar que si hay en todo una razón, habrá en esto también la misma razón que hay en todo. Vemos la razón pero no el plan; ¿cómo diremos, entonces, que ciertas cosas se encuentran fuera del plan que no sabemos lo que es? Así como un poeta de ritmos sutiles puede intercalar un verso arrítmico con fines rítmicos, es decir, para el propio fin del que parece apartarse, y un crítico más purista de lo rectilíneo que del ritmo llamará equivocado a ese verso, así el Creador puede intercalar lo que nuestra estrecha [¿razón?] considera arritmias en el decurso majestuoso de su ritmo metafísico.

No acepto, decía, el criterio del relojero carente de benevolencia. Estoy de acuerdo en que es un argumento de más difícil respuesta, pero lo es aparentemente. Podemos decir que no sabemos bien lo que es el mal, no pudiendo por eso afirmar si una cosa es mala o buena. Lo cierto, sin embargo, es que un dolor, aunque sea para nuestro bien, es en sí mismo un mal, y basta esto para que haya mal en el mundo. Basta un dolor de muelas para no creer en la bondad del Creador. Ahora bien, el yerro esencial de este argumento parece residir en nuestro completo desconocimiento del plan de Dios, y en nuestro igual desconocimiento de lo que puede ser, como persona inteligente, el Infinito Intelectual. Una cosa es la existencia del mal, y otra la razón de esa existencia. La distinción es tal vez sutil hasta el punto de parecer sofística, pero lo cierto es que es justa. La existencia del mal no puede ser negada, pero la maldad de la existencia del mal puede no ser aceptada. Confieso que el problema subsiste porque subsiste nuestra imperfección.

433

Ah, es un error doloroso y craso esa distinción que los revolucionarios establecen entre burgueses y pueblo, o hidalgos y pueblo, o gobernantes y gobernados. La distinción existe entre adaptados e inadaptados: lo demás es literatura, y mala literatura. El mendigo, si es un adaptado, puede ser rey mañana, sin embargo: ha perdido con eso la virtud de ser mendigo. Ha pasado la frontera y ha perdido la nacionalidad.

Esto me consuela en esta oficina estrecha, cuyas ventanas mal lavadas dan a una calle sin alegría. Esto me consuela, porque tengo por hermanos a los creadores de la conciencia del mundo -al dramaturgo atrabancado William Shakespeare, al maestro de escuela John Milton, al vagabundo Dante Alighieri, (…) y hasta, si la cita se me permite, a aquel Jesucristo que no fue nada en el mundo, tanto que la historia duda de él. Los otros son de otra especie -el consejero de estado Johann Wolfgang Goethe, el senador Víctor Hugo, el jefe Lenin, el jefe Mussolini.

Nosotros, en la sombra, entre los cargadores y los barberos, constituimos la humanidad.

De un lado están los reyes, con su prestigio, los emperadores, con su gloria, los genios, con su aura, los santos, con su aureola, los jefes de pueblo, con su dominio, las prostitutas, los profetas y los ricos… Del otro estamos nosotros -el cargador de la esquina, el dramaturgo atrabancado William Shakespeare, el barbero de los chistes, el maestro de escuela John Milton, el hortera de la tienda, el vagabundo Dante Alighieri, los que la muerte olvida o consagra, y [la] vida ha olvidado sin consagrarlos.

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