Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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Por eso, la idea que me hago de mí es una idea que a muchos les parecerá equivocada. En cierto modo, es equivocada. Pero yo me sueño a mí mismo y escojo de mí lo que es sonable, y me compongo y recompongo de todas las maneras hasta estar bien ante lo que exijo de lo que soy y no soy. A veces, el mejor modo de ver un objeto es anularlo, pero él subsiste, no sé explicar cómo, hecho de materia de negación y anulación; así hago a grandes espacios de mi ser, que suprimidos en mi cuadro de mí, me transfiguran para mi realidad.

¿Cómo, entonces, no me engaño respecto a mis íntimos procesos de ilusión de mí? Porque el proceso que arranca para una realidad más que real un aspecto del mundo o una figura del sueño, arranca también, para que sea más real, una emoción o un pensamiento; lo despoja, por tanto, de todo pertrecho de noble o puro cuando, lo que casi siempre sucede, no lo es. Repárese en que mi objetividad es absoluta, la más absoluta de todas. Yo creo el objeto absoluto, con cualidades de absoluto en su concreción. Yo no he huido propiamente de la vida, en el sentido de procurar para mi alma una cama más blanda, sólo he mudado de vida y he encontrado en mis sueños la misma objetividad que encontraba en la vida. Mis sueños -esto lo estudio en otra página- se yerguen independientes de mi voluntad y muchas veces me golpean y me hieren. Muchas veces, lo que he descubierto en mí me desoía, me avergüenza (quizás debido a un resto de humanidad en mí -¿qué es la vergüenza?) y me asusta.

En mí, el devaneo ininterrumpido sustituye a la atención. He pasado a superponer a las cosas vistas, incluso cuando ya sonadamente vistas, otros sueños que llevo conmigo. Distraído ya lo suficiente para hacer bien aquello a lo que llamo ver las cosas en sueños, aun así, porque esa distracción era motivada por un perpetuo devaneo y una, tampoco exageradamente atenta, preocupación por el decurso de mis sueños, superpongo lo que sueño al sueño que veo e intersecciono la realidad ya despojada de la materia con una inmaterialidad absoluta.

De ahí la habilidad que he adquirido de seguir varias ideas al mismo tiempo, observar las cosas y al mismo tiempo soñar asuntos muy diferentes, estar al mismo tiempo soñando un ocaso real sobre el Tajo real y una mañana soñada en un Pacífico interior; y las dos cosas soñadas se intercalan la una en la otra, sin mezclarse, sin propiamente confundir más que el estado emotivo diferente que cada una provoca, y soy como alguien que viese pasar por la calle mucha gente y simultáneamente sintiese dentro las almas de todos -lo que tendría que realizar en una unidad de sensación- al mismo tiempo que veía los varios cuerpos -ése tenía que verlos diferentes- cruzarse en la calle llena de movimientos de piernas.

(Posterior a 1914.)

335 Leyenda imperial

Mi Imaginación es una ciudad en el Oriente. Toda su composición de realidad en el espacio tiene la voluptuosidad de superficie de una alfombra rica y blanda. Las tiendas que multicolorean sus calles se destacan sobre no sé qué fondo /que no es suyo/ como bordados de amarillo o rojo sobre satenes azul clarísimo. /Toda la historia/ progresa [322], desde esa ciudad vuela en torno a la lámpara de mi sueño una especie de mariposa apenas oída en la penumbra del cuarto. Mi fantasía ha vivido entre pompas otra ocasión y recibido de manos de reinas joyas veladas de antigüedad. Han alfombrado indolencias íntimas los arenales de mi existencia y, hálitos de /penumbra/, las algas han flotado a la ostensiva [323]de mis ríos. He sido por eso pórticos de civilizaciones perdidas, fiebres de arabescos en frisos muertos, ennegrecimientos de eternidad en los serpenteos [324]de las columnas partidas, mástiles apenas en los naufragios remotos, escalones sólo de tronos abatidos, velos nada velando, y como velando sombras, fantasmas erguidos del suelo como humos de turíbulos arrojados. Funesto fue mi reinado y lleno de guerras en las fronteras alejadas de mi paz imperial en mi palacio. Próximo siempre al ruido indeciso de las fiestas distantes; procesiones siempre para ir a pasar bajo mis ventanas; pero ni peces de oro encarnado en mis piscinas, ni pomos entre los verdores /parados/ de mi pomar; ni siquiera, pobres chozas donde los otros son felices, el humo de chimeneas de más allá de los árboles, adormecen con baladas de simplicidad el misterio inquieto [325]de mi conciencia de mí.

336 (¿Prefacio?)

Tengo que escoger lo que detesto -o el sueño, al que odia mi inteligencia, o la acción, a la que repugna mi sensibilidad; o la acción, para la que no he nacido, o el sueño, para el que nadie ha nacido.

Resulta que, como detesto a ambos, no escojo ninguno: pero como tengo, en determinada ocasión, que soñar o hacer, mezclo una cosa con otra.

337

Quien haya leído las páginas de este libro que están antes que ésta, se habrá formado, sin duda, la idea de que soy un soñador. Se habrá engañado si se la formó. Para ser soñador me falta el dinero.

Las grandes melancolías, las tristezas llenas de tedio, no pueden existir sino en un ambiente de comodidad y sobrio lujo. Por eso, al Egeus de Poe, concentrado horas y horas en una absorción morbosa, lo hace un castillo antiguo, abolengo, donde, más allá de las puertas de la gran sala donde yace la vida, mayordomos invisibles administran la casa y la comida.

El gran sueño requiere ciertas circunstancias sociales. Un día que, embebecido por cierto movimiento rítmico triste de lo que había escrito, me acordé de Chateaubriand, no tardé en acordarme de que yo no era vizconde, ni siquiera bretón [326]. Otra vez que creí sentir, en el sentido de lo que había dicho, una semejanza con Rousseau, no tardó, tampoco, en ocurrírseme que no [habiendo] tenido el privilegio de ser hidalgo y castellano, tampoco había tenido el de ser suizo y vagabundo.

Pero, en fin, también hay universo en la Calle de los Doradores. También concede Dios aquí que no falte el enigma de vivir. Y por eso, si son pobres, como el paisaje de carros y cajones, los sueños que consigo extraer de entre las ruedas y las tablas, aun así son para mí lo que tengo, lo que puedo ser.

En otro lugar, sin duda, es donde se producen los ocasos. Pero hasta desde este cuarto piso sobre la ciudad se puede pensar en el infinito. Un infinito con almacenes abajo, es cierto, pero con estrellas al final… Es lo que pienso, en este acabarse de la tarde, junto a la ventana alta, con la insatisfacción del burgués que no soy y con la tristeza del poeta que nunca podré ser.

338

La miseria de mi condición no es estorbada por estas palabras conjugadas con que formo, poco a poco, mi libro casual y meditado. Sobrevivo [327]nulo en el fondo de cada expresión, como un polvo indisoluble en el fondo del vaso en el que sólo se ha bebido agua. Escribo mi literatura como escribo mis asientos: con cuidado e indiferencia. Ante el vasto cielo estrellado y el enigma de muchas almas, la noche del abismo desconocido y el llanto de no comprender nada -ante todo esto, lo que escribo en el libro auxiliar de caja y lo que escribo en este papel del alma son cosas igualmente limitadas a la Calle de los Doradores, muy poco a los grandes espacios millonarios del universo.

Todo esto es sueño y fantasmagoría, y poco vale que el sueño sea asientos como prosa de buen porte. ¿De qué más sirve soñar con princesas que soñar con la puerta de entrada de la oficina? Todo lo que sabemos es una impresión nuestra, y todo lo que somos es una impresión ajena, melodrama [328]de nosotros, que, sintiéndonos, nos constituimos en nuestros propios espectadores activos, en nuestros dioses por licencia de la […]

339

Ficciones del interludio [329], cubriendo coloridamente el marasmo y la desidia de nuestra íntima incredulidad.

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