Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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Puedo pensar en dormir. Puedo soñar en soñar. Veo más claro la objetividad de todo. Uso con más comodidad el sentimiento exterior de la vida. Y todo esto, efectivamente, porque, al llegar casi a la esquina, un cambio en el aire de la brisa me alegra la superficie de la piel.
Todo cuanto amamos o perdemos -cosas, seres, significaciones- nos roza la piel y así nos llega al alma, y el episodio no es, en Dios, más que la brisa que no me ha traído nada salvo el alivio supuesto, el momento propicio y el poder perderlo todo espléndidamente.
23-4-1930.
295
No sé cuántos habrán contemplado con la mirada que merece una calle desierta con gente en ella. Ya esta manera de decir parece querer decir cualquier otra cosa, y efectivamente la quiere decir. Una calle desierta no es una calle por la que no pasa nadie, sino una calle donde los que pasan, pasan por ella como si estuviese desierta. No hay dificultad en comprender esto una vez se haya visto: una cebra es imposible para quien no conozca más que un burro.
Las sensaciones se ajustan, dentro de nosotros, a ciertos grados y tipos de comprensión de ellas. Hay maneras de entender que tienen maneras de ser entendidas.
Hay días en que sube en mí, como de la tierra ajena a la cabeza propia, un tedio, un disgusto de vivir que sólo no me parece insoportable porque en realidad lo soporto. Es un estrangulamiento de la vida en mí mismo, un deseo de ser otra persona en todos los poros, una breve noticia del final.
(¿1932?)
296
lo que tengo sobre todo es cansancio, y ese desasosiego que es gemelo del cansancio cuando éste no tiene otra razón de ser sino el estar siendo. Tengo un recelo íntimo de los gestos a esbozar, una timidez intelectual de las palabras a decir. Todo me parece anticipadamente frustrado.
El insoportable tedio de todas estas caras, estúpidas de inteligencia o de falta de ella, grotescas hasta la náusea por felices o desgraciadas, horrorosas porque existen, marea separada de las cosas vivas que son ajenas a mí…
(¿1932?)
297
Somos muerte. Esto, que consideramos vida, es el sueño de la vida real, la muerte de lo que verdaderamente somos. Los muertos nacen, no mueren. Están trocados, para nosotros, los mundos. Cuando creemos que vivimos, estamos muertos; vamos a vivir cuando estamos moribundos.
Esa relación que hay entre el sueño y la vida es la misma que hay entre lo que llamamos vida y lo que llamamos muerte. Estamos durmiendo, y esta vida es un sueño, no en un sentido metafórico o poético, sino en un sentido verdadero.
Todo aquello que en nuestras actividades consideramos superior, todo eso participa de la muerte, todo eso es muerte. ¿Qué es el ideal sino la confesión de que la vida no sirve? ¿Qué es el arte sino la negación de la vida? Una estatua es un cuerpo muerto, tallado para fijar a la muerte, en materia de incorrupción. El mismo placer, que tanto parece una inmersión en la vida, es antes una inmersión en nosotros mismos, una destrucción de las relaciones entre nosotros y la vida, una sombra agitada de la muerte.
El propio vivir es morir, porque no tenemos un día más en nuestra vida que no tengamos, con eso, un día menos en ella.
Poblamos sueños, somos sombras que yerran a través de florestas imposibles, en que los árboles son casas, costumbres, ideas, ideales y filosofías.
¡Nunca encontrar a Dios, nunca saber, siquiera, si Dios existe! Pasar de mundo a mundo, de encarnación a encarnación, siempre con la ilusión que halaga, siempre en el error que acaricia.
¡La verdad nunca, la parada [290]nunca! ¡La unión con Dios, nunca! ¡Nunca enteramente en paz sino siempre un poco de ella, siempre el deseo de ella!
298
…Y yo, que odio la vida con timidez, temo a la muerte con fascinación [291]. Tengo miedo de esa nada que puede ser otra cosa, y tengo miedo de ella simultáneamente como nada y como otra cosa cualquiera, como si en ella se pudiesen reunir lo nulo y lo horrible, como si en el ataúd me encerrasen la respiración eterna de un alma corpórea, como si allí triturasen, a fuerza de clausura, lo inmortal. La idea del infierno, que sólo un alma satánica podría haber inventado, me parece derivarse de una confusión de esta suerte -ser la mezcla de dos miedos diferentes, que se contradicen e inficionan.
(Posterior a 1923.)
299
Lleve yo al menos, para la inmensidad posible del abismo de todo, la gloria de mi desilusión como si fuese la de un gran sueño, el esplendor de no creer como un pendón de derrota -pendón sin embargo en las manos débiles, pero pendón arrastrado por el barro y la sangre de los débiles… pero alzado en alto, al sumirnos en las arenas movedizas, nadie sabe si como protesta, si como desafío, si como gesto de desesperación… Nadie sabe, porque nadie sabe nada, y las arenas engolfan a los que tienen pendones como a los que no los tienen…
Y las arenas lo cubren todo, mi vida, mi prosa, mi eternidad.
Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.
300
Son siempre cataclismos del cosmos las grandes angustias de nuestra alma. Cuando nos llegan, en torno a nosotros se extravía el sol y se perturban las estrellas. En toda alma que siente llega el día en que el Destino representa en ella un apocalipsis de angustia -un volcarse de los cielos y de los mundos sobre su desconsuelo.
Sentirse superior y verse tratado por el Destino como inferior a los ínfimos -quién puede vanagloriarse de ser hombre en tal situación.
Si un día pudiese yo adquirir un rasgo tan grande de expresión que concentrase todo el arte en mí, escribiría una apoteosis del sueño. No sé de un placer mayor en toda mi vida que el placer de dormir. El apagamiento integral de la vida y del alma, el alejamiento completo de todo cuanto es seres y gente, el no tener pasado ni futuro (…)
301
Mi orgullo lapidado por ciegos y mi desilusión pisada por mendigos.
302
Existe un cansancio de la inteligencia abstracta y es el más horroroso de los cansancios. No pesa como el cansancio del cuerpo, ni inquieta como el cansancio de la emoción. Es un peso de la conciencia del mundo, un no poder respirar con el alma.
Entonces, como si el viento en ellas diese, y fuesen nubes, todas las ideas en que hemos sentido la vida, todas las ambiciones y designios en que hemos fundado la esperanza en su continuación, se rasgan, se abren, se alejan convertidas en cenizas de nieblas, harapos de lo que no ha sido ni podrá ser. Y tras de la derrota surge pura la soledad negra e implacable del cielo desierto y estrellado. El misterio de la vida nos duele y nos empavorecemos de muchas maneras. Unas veces viene sobre nosotros como un fantasma sin forma, y el alma tiembla con el peor de los miedos -el de la encarnación disforme del no ser-. Otras veces está detrás de nosotros, visible sólo cuando nos volvemos para ver, y es la verdad toda en su horror profundísimo de que la desconozcamos.
Pero este horror que hoy me anula, es menos /noble y más roedor/. Es un deseo de no querer tener pensamiento, un deseo de nunca haber sido nada, una desesperación consciente de todas las células del cuerpo y del alma. Es el sentimiento súbito de estar enclaustrado en una celda infinita. ¿Hacia dónde pensar en huir, si sólo la celda es el Todo? [292]
Y entonces me asalta el deseo desbordante, absurdo, de una especie de satanismo que ha precedido a Satán, de que un día -un día sin tiempo ni substancia- se encuentre una fuga hacia fuera de Dios y lo más profundo de nosotros deje, no sé cómo, de formar parte del ser o del no ser.
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