Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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Tengo súbitamente la visión del cadáver, del ataúd en que le han metido, de la tumba, enteramente ajena, a la que tenían que haberle llevado. Y veo, de repente, que el dependiente de la tabaquería era, de cierta manera, chaqueta torcida y todo, la humanidad entera.

Ha sido tan sólo un momento. Hoy, ahora, claramente, como hombre que soy, él ha muerto. Nada más.

Sí, los demás no existen… Es para mí para quien este ocaso remansa, pesadamente alado, sus colores neblinosos y duros. Para mí, bajo el ocaso, tiembla, sin que yo le vea correr, el río grande. Ha sido hecha para mí esta plaza abierta sobre el río cuya marea se acerca. ¿Ha sido enterrado hoy en la fosa común el dependiente de la tabaquería? No es para él el ocaso de hoy. Pero, de pensarlo, y sin que yo quiera, también ha dejado de ser para mí…

26-1-1932.

136

Se extiende ante mis ojos añorantes /la ciudad incierta y silente./

Las casas se distinguen en un conglomerado retenido, y la claridad lunar, con manchas de incertidumbre, estanca de madreperla las sacudidas muertas de la confusión [174]. Hay tejado y sombras, ventanas y edad media. No hay de qué haber alrededores. Pernocta en lo que se ve un vislumbre de lejanía. Por encima de donde /veo/ hay ramas negras de árboles, y yo tengo el sueño de la ciudad entera en mi corazón disuadido. ¡Lisboa al claro de luna y mi cansancio de mañana!

¡Qué noche! Pluguiera a quien produjo los pormenores del mundo que no hubiese para mí mejor estudio o melodía que el momento lunar destacado en que me desconozco conocido.

Duermo y, ni brisa, ni gente, interrumpe lo que no pienso. Tengo sueño del mismo modo que tengo vida. Sólo que siento en los párpados como si existiese lo que me los hace pesar. Oigo mi respiración.

/Me cuesta un plomo de los sentidos moverme con los pies por donde vivo. La caricia del apagamiento, la flor gratuita de lo inútil, mi nombre nunca pronunciado, mi desasosiego entre las orillas, el privilegio de deberes cedidos, y, en la última curva del parque familiar, el otro sueño [175]como una rosaleda./

137

Lento, en el claro de luna de la noche lenta, el viento agita allá fuera cosas que hacen sombra al moverse. No es quizás más que la ropa tendida en el piso más alto, pero la sombra, en sí, no sabe de camisas y fluctúa impalpable en un acuerdo mudo con todas las cosas.

He dejado abiertas las contraventanas, para despertarme pronto, pero hasta ahora, y la noche es ya tan vieja que nada se oye, no he podido abandonarme al sueño ni estar bien despierto. Hay un claro de luna más allá de las sombras de mi cuarto, pero no pasa por la ventana. Existe, como un día de plata hueca, y los tejados de la casa de enfrente, que veo desde la cama, están líquidos de blancura ennegrecida. Como parabienes de lo alto a quien no oye, hay una paz triste en la luz dura de la luna.

Y sin ver, sin pensar, con los ojos ya cerrados sobre el sueño ausente, medito con qué palabras verdaderas se podrá describir un claro de luna. Los antiguos dirían que la luz de la luna es blanca, o que es de plata. Pero la blancura falsa de la luz de la luna es de muchos colores. Sí me levantase de la cama, y viese por detrás de los cristales fríos, sé bien que, en el alto aire aislado, la luz lunar es de un blanco ceniciento azulado de amarillo esfumado; que, sobre los tejados varios, en desequilibrios de negrura de unos para con otros, ya dora de blanco negro las casas sumisas, ya halaga de un color sin color el encarnado castaño de las tejas altas. En el fondo de la calle, abismo plácido, donde las piedras desnudas se redondean irregularmente, no tiene color salvo un azul que procede tal vez del ceniciento de las piedras. Al fondo del horizonte será casi de azul oscuro, diferente del azul negro del cielo del fondo. En las ventanas en que da, es de un amarillo negro.

Desde aquí, desde la cama, si abro los ojos que tienen el sueño que no tengo, es un aire de nieve vuelta color en el que flotan filamentos de madreperla tibia. Y, si lo pienso [176]con lo que siento, es un tedio vuelto sombra blanca, que se oscurece como si los ojos se cerrasen sobre esa confusa blancura.

138

Hoy me he despertado muy temprano, en un repente embarullado, y me he levantado en seguida de la cama bajo el estrangulamiento de un tedio incomprensible. Ningún sueño lo había provocado; ninguna realidad lo podría haber hecho. Era un tedio absoluto y completo, pero fundado en algo. En el fondo oscuro de mi alma, invisibles, fuerzas desconocidas trababan una batalla en la que mi ser era el suelo, y todo yo temblaba con el embate desconocido. Una náusea física de la vida entera nació con mi despertar. Un horror a tener que vivir se levantó conmigo de la cama. Todo me pareció hueco y tuve la impresión fría de que no hay solución para ningún problema.

Una inquietud enorme me hacía estremecer los gestos mínimos. Sentí recelo, de enloquecer, no de locura, sino de allí mismo. Mi cuerpo era un grito latente. Mi corazón latía como si hablase.

Con pasos anchos y falsos, que en vano procuraba tornar diferentes, recorrí, descalzo, la largura pequeña del cuarto, y la diagonal vacía del cuarto interior, que tiene la puerta en el rincón que da al pasillo de la casa. Con movimientos incoherentes e imprecisos, toqué los cepillos de encima de la cómoda, descoloqué una silla, y una vez di con la mano que se balanceaba en el hierro acre de los pies de la cama inglesa. Encendí un cigarrillo, que fumé por subconsciencia, y sólo cuando vi que había caído ceniza en la cabecera de la cama -¿cómo, si yo no me había puesto allí?- comprendí que estaba poseso, o cosa análoga en ser, si no en nombre, y que la conciencia de mí, que yo debería tener, se había intervalado con el abismo.

Recibí el anuncio de la mañana, la poca luz fría que da un vago azul blanco al horizonte que se revela, como un beso de gratitud de las cosas. Porque esa luz, ese verdadero día, me liberaba, me liberaba no sé de qué, me daba el brazo a la vejez desconocida, hacía fiestas a la infancia postiza, amparaba al reposo mendigo de mi sensibilidad rebosada. ¡Ah, qué mañana es ésta, que me despierta a la estupidez de la vida, y a su gran ternura! Casi lloro, viendo aclararse ante mí, debajo de mí, la vieja calle estrecha, y cuando los cierres de la tienda de la esquina ya se revelan castaño sucio en la luz que se extravasa un poco, mi corazón siente un alivio de cuento de hadas verdaderas, y empieza a conocer la seguridad de no sentir.

¡Qué mañana esta amargura! ¿Y qué sombras se apartan? ¿Y qué misterios ha habido? Nada: el ruido del primer tranvía como un fósforo que va a iluminar la oscuridad del alma, y los pasos altos de mi primer transeúnte que son la realidad concreta que me dice, con voz de amigo, que no esté así.

139

No comprendo sino como una especie de falta de aseo esta inerte permanencia en que yazgo de mi 'misma e igual vida, quedada como polvo o suciedad en la superficie de nunca cambiar.

Así como lavamos el cuerpo, deberíamos lavar el destino, cambiar de vida como nos cambiamos de ropa -no para salvar la vida, como comemos y dormimos, sino por ese respeto ajeno a nosotros mismos, al que con propiedad llamamos aseo.

Hay muchos en quienes el desaseo no es una disposición de la voluntad, sino un encogerse de hombros de la inteligencia. Y hay muchos en quienes lo apagado y lo mismo de la vida no es una forma de quererla, o una natural resignación con el no haberla querido, sino un apagamiento de la inteligencia de sí mismos, una ironía automática del conocimiento.

Hay puercos a los que repugna su propia porquería, pero no se alejan de ella por ese mismo extremo de un sentimiento por el que un empavorecido no se aleja del peligro. Hay puercos de destino, como yo, que no se apartan de la trivialidad cotidiana por esa misma atracción de la propia impotencia. Son aves fascinadas por la ausencia de serpiente; moscas que vuelan por los troncos sin ver nada hasta que llegan al alcance viscoso de la lengua del camaleón.

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