Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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133
Releo pasivamente, recibiendo lo que siento como una inspiración y una liberación, esas frases sencillas de Caeiro [168], en la referencia natural de lo que es consecuencia del pequeño tamaño de su aldea. Desde allí, dice él, porque es pequeña, puede verse más del mundo que desde la ciudad; y por eso la aldea es mayor que la ciudad…
«Porque yo soy del tamaño de lo que veo Y no del tamaño de mi estatura.» [169]
Frases como éstas, me parecen crecer sin voluntad que las hubiera dicho, me limpian de toda la metafísica que espontáneamente añado a la vida. Después de leerlas, me acerco a mi ventana que da a la calle estrecha, miro al cielo grande y a los muchos astros, y soy libre como un esplendor alado cuya vibración me estremece todo el cuerpo.
«¡Soy del tamaño de lo que veo!» Cada vez que pienso esta frase con toda la atención de mis nervios, me parece más destinada a reconstruir consteladamente el universo. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Qué gran posesión mental va desde el pozo de las emociones profundas a las altas estrellas que se reflejan en él y, así, de cierta manera, están allí.
Y ahora ya, consciente de saber ver, miro la vasta metafísica objetiva de todos los cielos con una seguridad que me da ganas de morir cantando. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Y el vago claro de luna, enteramente mío, empieza a viciar de vaguedad el azul medio negro del horizonte.
Tengo ganas de levantar los brazos y gritar cosas de un salvajismo ignorado, de decir palabras a los misterios altos, de afirmar una nueva personalidad vasta [170]a los grandes espacios de la materia vacía.
Pero me reprimo y sereno. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Y la frase sigue siendo para mí el alma entera, apoyo en ella todas las emociones que siento, y sobre mí, por dentro, como sobre la ciudad, por fuera, cae la paz indescifrable del duro claro de luna que empieza ancho con el anochecer.
24-3-1930.
134
El cielo negro al fondo del sur del Tajo era siniestramente negro contra las alas, por contraste, vividamente blancas de las gaviotas de vuelo inquieto. El día, sin embargo, no estaba ya tempestuoso. Toda la masa de la amenaza de la lluvia había pasado hacia la otra orilla, y la ciudad baja, húmeda todavía de lo poco que había llovido, sonreía desde el suelo a un cielo cuyo norte se azulaba todavía un poco blancamente. El fresco de la primavera era levemente frío.
En una hora como éstas, vacía e imponderable, me place conducir voluntariamente el pensamiento hacia una meditación que nada sea, pero que retenga, en su limpidez de nada, algo de la frialdad yerma del día esclarecido, con el fondo negro a lo lejos, y ciertas intuiciones, como gaviotas, evocando por contraste el misterio de todo en una negrura grande.
Pero, de repente, en contra de mi propósito literario íntimo, el fondo negro del cielo del sur me evoca, por un recuerdo verdadero o falso, otro cielo, tal vez visto en otra vida, en un norte de río menor, con juncares tristes y sin ninguna ciudad. Sin que yo sepa cómo, un paisaje para patos salvajes se arrastra por mi imaginación y, con la nitidez de un sueño raro, me siento cerca de la extensión que imagino.
Tierra de juncares a la orilla de ríos, terreno para cazadores y angustias, las márgenes irregulares entran, como pequeños cabos sucios, en las aguas color de plomo amarillo, y se curvan en bahías limosas, para barcos casi de juguete, en riberas que tienen el agua luciendo a ras de limo oculto entre los tallos verdinegros de los juncos, por donde no se puede andar.
La desolación es la de un cielo ceniciento muerto, que se arruga acá y allá en nubes más negras que el tono del cielo. No siento viento, pero lo hay, y la otra orilla, al final, es una isla larga por detrás de la cual se divisa -¡grande y abandonado río!- la otra orilla verdadera, echada en la distancia sin relieve.
Nadie llega allí, ni llegará. Aunque, mediante una fuga contradictoria del tiempo y del espacio, pudiese yo evadirme del mundo hacia ese paisaje, nadie llegaría allí nunca. Esperaría en vano lo que no sabría que esperaba, no habría, sino al fin de todo, un caer lento de la noche, tornándose todo el espacio, lentamente, del color de las nubes más negras, que poco a poco se sumergían [171]en el conjunto abolido del cielo.
Y, de repente, siento aquí el frío de allí. Me toca el cuerpo, llegado de los huesos. Respiro alto y despierto. El hombre, que cruza conmigo bajo la Arcada de al pie de la Bolsa [172], me mira con una desconfianza de quien no sabe interpretar. El cielo negro, apretándose, ha descendido más duro [173]sobre el sur.
4-4-1930.
135
Una de mis preocupaciones constantes es el comprender cómo es que otra gente existe, cómo es que hay almas que no sean la mía, conciencias extrañas a mi conciencia, que, por ser conciencia, me parece ser la única. Comprendo bien que el hombre que está delante de mí, y me habla con palabras iguales a las mías, y me ha hecho gestos que son como los que yo hago o podría hacer, sea de algún modo mi semejante. Lo mismo, sin embargo, me sucede con los grabados que sueño de las ilustraciones, con los personajes que veo de las novelas, con los personajes dramáticos que en el escenario pasan a través de los actores, que los representan.
Nadie, supongo, admite verdaderamente la existencia real de otra persona. Puede conceder que esa persona esté viva, que sienta y piense como él; pero habrá siempre un elemento anónimo de diferencia, una desventaja materializada. Hay figuras de tiempos idos, imágenes espíritus en libros, que son para nosotros realidades mayores que esas indiferencias encarnadas que hablan con nosotros por cima de los mostradores, o nos miran por casualidad en los tranvías, o nos rozan, transeúntes, en el acaso muerto de las calles. Los demás no son para nosotros más que paisaje y, casi siempre, paisaje invisible de calle conocida.
Tengo por más mías, con mayor parentesco e intimidad, ciertas figuras que están escritas en los libros, ciertas imágenes que he conocido en estampas, que muchas personas, a las que llaman reales, que son de esa inutilidad metafísica llamada carne y hueso.
Y «carne y hueso», en efecto, las describe bien: parecen cosas recortadas puestas en el exterior marmóreo de una carnicería, muertes que sangran como vidas, piernas y chuletas del Destino.
No me avergüenzo de sentir así porque ya he visto que todos sienten así. Lo que parece haber de desprecio entre hombre y hombre, de indiferente que permite que se mate gente sin que se sienta que se mata, como entre los asesinos, o sin que se piense que se está matando, como entre los soldados, es que nadie presta la debida atención al hecho, parece que abstruso, de que los demás también son almas.
Ciertos días, a ciertas horas, traídas a mí por no sé qué brisa, abiertas a mí por el abrirse de no sé qué puerta, siento de repente que el tendero de la esquina es un ente espiritual, que el hortera, que en este momento se inclina a la puerta sobre el saco de patatas, es, verdaderamente, un alma capaz de sufrir.
Cuando ayer me dijeron que el dependiente de la tabaquería se había suicidado, sentí una impresión de mentira. ¡Pobrecillo, también existía! Lo habíamos olvidado, todos nosotros [,] todos nosotros que le conocíamos del mismo modo que todos los que no le conocieron. Mañana le olvidaremos mejor. Pero que tenía alma, la tenía, para que se matase ¿Amores? ¿Angustias? Sin duda… Pero a mí, como a la humanidad entera, me queda sólo el recuerdo de una sonrisa tonta por cima de una chaqueta de mezclilla, sucia, y desigual en los hombros. Es cuanto me queda, a mí, de quien tanto sintió que se mató de sentir porque, en fin, de otra cosa no debe de matarse nadie… Pensé una vez, al comprarle cigarrillos, que se quedaría calvo pronto. Al final, no ha tenido tiempo de quedarse calvo. Es uno de los recuerdos que me quedan de él. ¿Qué otro me había de quedar si éste, después de todo, no es suyo, sino de un pensamiento mío?
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