Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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¡Qué bueno es para el alma ver entrar, bajo un sol alto quieto, estos carros de paja, estos cajones por hacer, estos transeuntes lentos de la aldea transferida! Yo mismo, mirándolos desde la ventana de la oficina, donde estoy solo, me transmuto: estoy en un pueblo tranquilo de provincias, me remanso en una aldehuela desconocida, y porque me siento otro soy feliz.
Lo sé bien: si levanto los ojos, tengo ante mí la línea sórdida de las casas, las ventanas por lavar de todas las oficinas de la Baja, las ventanas sin sentido de los pisos más altos donde todavía se vive, y, en lo alto, en el ángulo de los tragaluces, la ropa de siempre, al sol entre tiestos y plantas. Lo sé, pero es tan suave la luz que dora todo esto, tan sin sentido el aire tranquilo que me rodea, que no tengo una razón ni siquiera visual para abdicar de mi aldea postiza, de mi pueblo provinciano donde el comercio es un sosiego.
Lo sé, lo sé… Aunque sea verdad que es la hora del almuerzo, o del descanso, o de la interrupción. Todo discurre bien por la superficie de la vida. Yo mismo duermo, aunque me asome al balcón, como si fuera la amurada de un barco sobre un paisaje nuevo. Yo mismo pienso, como si estuviese en la provincia. Y, súbitamente, otra cosa me surge, me envuelve, me domina: veo, por detrás del mediodía del pueblo, toda la vida en todo lo del pueblo; veo la gran felicidad estúpida del sosiego en la sordidez. Veo, porque veo. Pero no he visto y me despierto. Miro alrededor, sonriendo, y, antes de nada, me sacudo de los codos del traje, desgraciadamente oscuro, todo el polvo de la barandilla del balcón, que nadie ha limpiado, ignorando que tendría un día, aunque sólo fuese un momento, que ser la amurada sin polvo posible de un barco que singla en un turismo infinito.
29-8-1933.
130
Vi y oí ayer a un gran hombre. No quiero decir un gran hombre atribuido, sino un gran hombre que verdaderamente lo es. Tiene valía, si la hay en este mundo; saben que tiene valía; y él sabe que lo saben. Tiene, pues, todas las condiciones para que yo le llame un gran hombre. Es, efectivamente, lo que le llamo.
El aspecto físico es el de un comerciante cansado. La cara muestra trazos de fatiga, pero tanto podrían ser de pensar demasiado como de no vivir higiénicamente. Los gestos son cualesquiera. La mirada tiene cierta viveza -privilegio de quien no es miope. La voz es un poco embrollada, como si un principio de parálisis general viciase esta emisión del alma. Y el alma emitida discurre sobre la política de los partidos, sobre el alza o la devaluación del escudo, y sobre lo que hay de despreciable en los colegas de grandeza.
Si yo no supiese quién es, no lo adivinaría por la estampa. Sé bien que no hay que hacerse de los grandes hombres esa idea heroica que se forman las almas simples: que un gran poeta ha de ser un Apolo y un Napoleón de la expresión; o, con menos exigencias, un hombre con distinción y un rostro expresivo. Sé bien que estas cosas son humanidades naturales y absurdas. Pero, si no se espera todo o casi todo, todavía se espera algo. Y, cuando se pasa de la figura vista al alma hablada, no hay sin duda que esperar ingenio o vivacidad, pero hay por lo menos que contar con inteligencia, con, por lo menos, la sombra de la elevación.
Todo esto -estas desilusiones humanas- nos hace pensar en lo que puede realmente haber de verdad en el concepto vulgar de inspiración. Parece que este cuerpo destinado para comerciante y esta alma destinada para hombre educado son, cuando están a solas, investidos misteriosamente de algo interior que es exterior a ellos, y que no hablan, sino que se habla en ellos, y la voz dice lo que sería mentira que ellos dijesen.
Son especulaciones casuales e inútiles. Llego a sentir pena de hacerlas. No disminuye con ellas la valía del hombre; no aumenta con ellas la expresión de su cuerpo. Pero, en verdad, nada altera a nada, y lo que decimos o hacemos roza sólo las cimas de los montes en cuyos valles duermen las cosas.
131
Es una oleografía sin remedio. La miro sin saber si veo. En el escaparate están otras y aquélla. Está en el centro del escaparate en el punto que me impide la visión de la escalera [167].
Ella estrecha a la primavera contra el seno y los ojos con que me mira son tristes. Sonríe con brillo del papel y los colores de su faz son encarnado. El cielo por detrás de ella es azul de tela clara. Tiene una boca perfilada y casi pequeña sobre cuya expresión postal los ojos me miran siempre con una gran pena. El brazo que sostiene las flores me recuerda al de alguien. El vestido o blusa está abierto en un escote ladeado. Los ojos son realmente tristes: me miran desde el fondo de la realidad litográfica con una verdad cualquiera. Ha llegado con la primavera. Sus ojos tristes son grandes, pero no es por eso. Me separo de enfrente del escaparate con una gran violencia encima de los pies. Atravieso la calle y me vuelvo con una rebelión impotente. Ella sostiene aún la primavera que le han dado y sus ojos son tristes como lo que yo no tengo en la vida. Vista a distancia, la oleografía acaba por tener más colores. La figura tiene una cinta de color de más rosa rodeándole lo alto del cabello; no me había fijado. Hay en unos ojos humanos, aunque litográficos, algo terrible: el aviso inevitable de la conciencia, el grito clandestino de haber alma. Con un gran esfuerzo, me levanto del sueño en que me mojo y sacudo, como un perro, las humedades de la tiniebla de bruma. Y por cima de mi despertar, en una despedida de otra cosa cualquiera, los ojos tristes de la vida toda, desde esta oleografía que contemplamos a distancia, me miran como si yo supiese de Dios. El grabado tiene un calendario en la base. Está enmarcado, por arriba y por abajo, por dos listones negros de una convexidad pintada malamente. Entre lo alto y lo bajo de lo suyo definitivo, por sobre 1929 con viñeta obsoletamente caligráfica que cubre el inevitable primero de Enero, los ojos tristes me sonríen irónicamente.
Es curioso de dónde, al final, conocía yo la figura. En la oficina hay, en el rincón del fondo, un calendario idéntico que he visto muchas veces. Pero debido a un misterio, oleográfico o mío, la idéntica de la oficina no tiene ojos de pena. Es sólo una oleografía. (Es de un papel que brilla y que duerme por cima de la cabeza del Alves zurdo su vivir de esbatimento.)
Quiero sonreírme de todo esto, pero siento un gran malestar. Siento un frío de enfermedad súbita en el alma. No tengo fuerzas para rebelarme contra este absurdo. ¿A qué ventana hacia qué secreto de Dios me arrimaría yo sin querer? ¿Para dónde da el escaparate del vano de la escalera? ¿Qué ojos me miraban en la oleografía? Estoy casi temblando. Alzo involuntariamente los ojos hacia el rincón distante de la oficina donde está la verdadera oleografía. Estoy elevando los ojos hacia ella constantemente.
¿1929?
132
A veces, sin que lo espere o deba esperarlo, la sofocación de lo vulgar se me agarra a la garganta y siento la náusea física de la voz y del gesto de lo llamado semejante. La náusea física directa, sentida directamente en el estómago y en la cabeza, maravilla estúpida de la sensibilidad despierta… Cada individuo que me habla, cada cara cuyos ojos me miran, me afectan como un insulto o como una porquería. Reboso horror de todo. Me atonto de sentir sentirlos,
Y sucede, casi siempre, en esos momentos de desolación estomacal, que hay un hombre, una mujer, hasta un niño, que se hiergue ante mí como un representante real de la trivialidad que me acongoja. No representante debido a una emoción mía, subjetiva y pensada, sino debido a una verdad objetiva, realmente conforme por fuera con lo que siento por dentro que surge por magia simpática y me trae el ejemplo para la regla que pienso.
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