Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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Así paseo lentamente mi inconsciencia consciente, en mi tronco de árbol de lo usual. Así paseo mi destino que anda, pues yo no ando; mi tiempo que sigue, pues yo no sigo. No me salva de la monotonía sino estos breves comentarios que hago desde sus alrededores. Me contento con que mi celda tenga vidrieras por dentro de las rejas, y escribo en los cristales, en el polvo de lo necesario, mi nombre en letras grandes, firma cotidiana de mi escritura con la muerte.
¿Con la muerte? No, no con la muerte. Quien vive como yo no muere: termina, se marchita, se desvegetaliza. El lugar donde estuve se queda sin estar él allí, la calle por donde andaba se queda sin ser él visto allí, la casa donde vivía es habitada por no-él. Es todo, y le llamamos la nada; pero ni esta tragedia de la negación podemos representarla con aplausos, pues ni de verdad sabemos si no es nada, vegetales de la verdad como de la vida, polvo que tanto está por dentro como por fuera de los cristales, nietos del Destino e hijastros de Dios, que se casó con la Noche Eterna cuando ella enviudó del Caos del que verdaderamente somos hijos [177].
(Posterior a 1923.)
140
En la perfección clara del día se estanca sin embargo el aire lleno de sol. No es la presión presente de la tormenta futura, malestar de los cuerpos involuntarios, vago empañado del cielo azul de veras. Es el torpor sensible de la insinuación del ocio, pluma que roza leve la faz adormecida. Es estío pero verano. Le apetece el campo hasta a quien no le gusta.
Si yo fuera otro, pienso, éste sería para mí un día feliz, pues lo sentiría sin pensar en él. Concluiría con una alegría de anticipación mi trabajo normal: el que me resulta monótonamente normal todos los días. Tomaría el tranvía para Bemfica con amigos citados. Comeríamos en pleno fin de sol, entre las huertas. La alegría en que estaríamos sería parte del paisaje, y por todos cuantos nos viesen reconocida como de allí.
Como, sin embargo, soy yo, disfruto un poco lo poco que es imaginarme ese otro. Sí, luego él-yo, bajo el emparrado o árbol, comerá el doble de lo que sé comer, beberá el doble de lo que me atrevo a beber, reirá el doble de lo que puedo pensar en reír. Luego él, yo ahora. Sí, un momento he sido otro: he visto, he vivido, en otro, esa alegría humilde y humana de existir como animal en mangas de camisa. ¡Gran día el que me ha hecho soñar así! Es todo azul y sublime en lo alto como mi sueño efímero de ser dependiente de comercio con añoranza de no sé qué vacaciones de fin de día [178].
2-7-1932.
141
Cuando el estío entra me entristezco. Parece que la luminosidad, aunque acre, de las horas estivales deberá acariciar a quien no sabe quién es. Pero no, a mí no me acaricia. Hay un contraste excesivo entre la vida exterior que rebosa y lo que siento y pienso, sin saber sentir ni pensar: el cadáver perennemente insepulto de mis sensaciones. Tengo la impresión de que vivo, en esta patria informe llamada el universo, bajo una tiranía política, que aunque no me oprima directamente, ofende, sin embargo, a algún oculto principio de mi alma. Y entonces desciende sobre mí, sordamente, lentamente, la añoranza anticipada del exilio posible.
Tengo principalmente sueño. No un sueño que trae latente, como todos los sueños, incluso los mórbidos, el privilegio físico del sosiego. No un sueño que, porque va a olvidar la vida, y por ventura traer sueños, trae en la bandeja con la que viene a nuestra alma las ofrendas plácidas de una gran abdicación. No: éste es un sueño que no consigue dormir, que pesa en los párpados sin cerrarlos, que junta en un gesto que se siente ser de estupidez y repulsa las comisuras sentidas de los labios incrédulos. Éste es un sueño como el que pesa inútilmente /sobre/ el cuerpo en los grandes insomnios del alma.
Sólo cuando llega la noche, de algún modo siento, no una alegría, sino un reposo que, porque otros reposos están contentos, se siente contento por analogía con los sentidos. Entonces, el sueño pasa, la confusión del crepúsculo mental, que ese sueño ha producido, se amortigua, se aclara, casi se ilumina. Vive, un momento, la esperanza de otras cosas. Pero esa esperanza es breve. Lo que sobreviene es un tedio sin sueño ni. esperanza, un despertar malo de quien no ha llegado a dormir. Y desde la ventana de mi cuarto miro, pobre alma cansada del cuerpo, muchas estrellas, nada, la nada, pero tantas [179]estrellas…
9-6-1934.
142
El olfato es una vista extraña. Evoca paisajes sentimentales mediante un dibujar súbito de lo subconsciente. He sentido esto muchas veces. Paso por una calle. No veo nada o, mejor, mirándolo todo, veo como todo el mundo ve. Sé que voy por una calle que existe con lados hechos de casas diferentes y construidas por seres humanos. Paso por una calle. De una panadería sale un olor a pan que da náuseas por lo dulce de su olor: y mi infancia se hiergue desde determinado barrio distante, y otra panadería me surge de aquel reino de hadas que es todo lo que se nos ha muerto. Paso por una calle. Huele de repente a las frutas del tablero inclinado de la tienda estrecha; y mi breve vida en el campo, no sé ya cuándo ni dónde, tiene árboles al final y sosiego en mi corazón, indiscutiblemente niño. Paso por una calle. Me trastorna, sin esperármelo, un olor a los cajones del cajonero: oh Cesário mío [180], te apareces ante mí y soy, por fin, feliz porque he regresado, gracias al recuerdo, a la única verdad, que es la literatura.
143
Tengo ante mí las dos páginas grandes del libro pesado; levanto de su inclinación sobre el pupitre viejo, con ojos cansados, un alma más cansada que los ojos. Más allá de la nada que esto representa, el almacén, hasta la Calle de los Doradores, alinea los anaqueles regulares, los empleados regulares, el orden humano y el sosiego de lo vulgar. En la ventana hay un ruido de lo diferente, y el ruido diferente es vulgar, como el sosiego que hay junto a los anaqueles.
Bajo unos ojos nuevos a las dos páginas blancas, en las que mis números cuidadosos han puesto los lucros de la sociedad. Y, con una sonrisa que guardo para mí, recuerdo que la vida, que tiene estas páginas con nombres de tejidos y dinero, con sus blancos, y sus trazos a regla y de letras, incluye también a los grandes navegantes, a los grandes santos, a los poetas de todas las épocas, todos ellos sin escritura, la vasta prole expulsada de los que hacen valer al mundo.
En el propio registro de un tejido que no sé lo que es, se me abren las puertas del Indo y de Samarcanda, y la poesía de Pérsia, que no es de un sitio ni de otro, hace de sus cuartetos, desrimados en el tercer verso, un apoyo lejano para mi desasosiego. Pero no me engaño, escribo, sumo, y la escritura sigue, hecha normalmente por un empleado de esta oficina [181].
¿1929?
144
Desde antes de la mañana temprano, contra el uso solar de esta ciudad clara, la niebla envolvía [182], en un manto leve, que el sol fue crecientemente dorando, las casas múltiples, los espacios abolidos, los accidentes de la tierra y de las construcciones. Llegada, sin embargo, la hora alta de antes del mediodía, empezó a deshilacharse la bruma blanda, y, en hálitos de sombras de velos, a cesar imponderablemente. Hacia las diez de la mañana, sólo un tenue mal-azular del cielo revelaba que había habido niebla.
Las facciones de la ciudad renacieron del resbalar de la máscara de la veladura. Como si una ventana se abriese, el día ya rayado rayó. Hubo un leve cambio en los ruidos de todo. Aparecieron también. Un tono azul se insinuó hasta en las piedras de las calles y en las auras impersonales de los transeúntes. El sol era caliente, pero todavía humedad caliente. Se filtraba invisiblemente la niebla que ya no existía.
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