Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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El despertar de una ciudad, sea entre niebla o de otro modo, es siempre para mí algo más enternecedor que el rayar de la aurora sobre los campos. Renace mucho más, hay mucho más que esperar, cuando, en vez de sólo dorar, primero de luz oscura, después de luz húmeda, más tarde de oro claro, los céspedes, los relieves de los arbustos, las palmas de las manos de las hojas, el sol multiplica sus posibles efectos en las ventanas, en las paredes, en los tejados, -[…] cuando mañana […] a tantas realidades diferentes. Una aurora en el campo me hace bien; una aurora en la ciudad, bien y mal, y por eso me hace más que bien. Sí, porque la esperanza /mayor/ que me trae tiene, como todas las esperanzas, ese amargor lejano y añorante de no ser realidad. La mañana del campo existe; la mañana de la ciudad promete. Una hace vivir; la otra hace pensar. Y yo he de sentir siempre, como los grandes malditos, que más vale pensar que vivir [183].
10 y 11-9-1931.
145
Después de una noche mal dormida, no le gustamos a todo el mundo. El sueño ido se ha llevado consigo algo que nos hacía humanos. Hay una irritación latente con nosotros, parece, en el mismo aire inorgánico que nos rodea. Somos nosotros, al final, quienes nos reprobamos, y es entre nosotros y nosotros donde se riñe la diplomacia de la batalla sorda.
Hoy he arrastrado por la calle los pies y el cansancio grande. Tengo el alma reducida a una madeja atada, y lo que soy y he sido, que soy yo, ha olvidado su nombre. Si tengo mañana, no sé sino que no he dormido, y la confusión de varios intervalos pone grandes silencios en mi habla interior.
¡Ah, grandes parques de los demás, jardines usuales para tantos, maravillosas arboledas de los que nunca me conocerán! Me estanco entre vigilias, como quien nunca ha osado ser superfluo, y lo que medito se sobresalta con un sueño al fin.
Soy una casa viuda, claustral de sí misma, embrujada por espectros tímidos y furtivos. Estoy siempre en el cuarto de al lado, o están ellos, y hay grandes ruidos de árboles en torno a mí. Divago y encuentro; encuentro porque divago. ¡Mis días de niño, vestidos vosotros mismos de delantal!
Y, en medio de todo esto, voy por la calle, dormilón de mi vagabundeo hoja [184]. Cualquier viento lento me ha barrido del suelo, y yerro, como un final de crepúsculo, entre los acontecimientos del paisaje. Me pesan los párpados en los pies arrastrados. Quisiera dormir porque ando. Tengo la boca cerrada como si fuese para que se pegasen los labios. Naufrago mi deambular.
Sí, no he dormido, pero estoy mejor así, cuando nunca he dormido ni duermo. Soy yo verdaderamente en esta eternidad casual y simbólica del estado de media-alma en que me engaño. Una u otra persona me mira como si me conociese y me extrañase. Siento que los miro también con órbitas sentidas bajo unos párpados que las rozan, y no quiero saber de haber mundo.
¡Tengo sueño, mucho sueño, todo el sueño!
2-7-1931.
146
El socio capitalista de esta firma, siempre enfermo en un sitio indeterminado, ha querido, no sé por qué capricho de qué intermitencia de la enfermedad, tener un retrato de grupo del personal de la oficina. Y así, anteayer, nos alineamos todos, por indicación del fotógrafo alegre, contra el tabique blanco sucio que divide, con madera frágil, la oficina general del despacho del patrón Vasques. En el centro, el mismo Vasques; a los dos lados, en una distribución primero definida, después indefinida, de categorías, las otras almas humanas que aquí se reúnen en cuerpo todos los días para pequeños fines cuyo último objeto sólo el secreto de los dioses conoce.
Hoy, cuando he llegado a la oficina un poco tarde y, en verdad, olvidado ya del acontecimiento estático de la fotografía dos veces tirada, he encontrado a Moreira, inesperadamente matutino, y a uno de los dependientes inclinados disimuladamente sobre unas cosas ennegrecidas, que he reconocido en seguida, con un sobresalto, como las primeras pruebas de las fotografías. Eran, al final, sólo dos de una, de la que había quedado mejor.
He sufrido la verdad al verme allí, porque, como es de suponer, fue a mí mismo al que primero busqué. Nunca he tenido una idea noble de mi presencia física, pero nunca la he sentido tan nula como al compararla con otras caras, tan conocidas mías, en aquel alineamiento de diarios. Parezco un vulgar jesuíta. Mi cara delgada e inexpresiva no tiene inteligencia, ni intensidad, ni nada, sea lo que sea, que la eleve sobre la marea muerta de las otras caras. De la marea muerta, no. Hay allí rostros verdaderamente expresivos. El patrón Vasques está tal cual es -el ancho rostro apacible y duro, la mirada firme, completado por el bigote rígido. La energía, la sagacidad, del hombre -a fin de cuentas triviales, y tantas veces repetidas por tantos millares de hombres en todo el mundo- están escritas en aquella fotografía como un pasaporte psicológico. Los dos viajantes están admirables; el dependiente está bien, pero ha quedado casi por detrás del hombro de Moreira. ¡Y Moreira! ¡Mi jefe Moreira, esencia de la monotonía de la continuidad, aparece mucho más importante que yo! Hasta el mozo -me doy cuenta sin poder reprimir un sentimiento que procuro suponer que no es envidia- tiene una segundad de cara, una expresión directa que dista /sonrisas/ de mi apagamiento nulo de esfinge de papelería.
¿Qué quiere decir esto? ¿Qué verdad es ésta que no engaña a una película? ¿Qué certidumbre es ésta que una lente fría documenta? ¿Quién soy, para que sea así? Sin embargo… ¿Y el insulto del grupo?
– «Tú has quedado muy bien», dice de repente Moreira. Y después, volviéndose hacia el dependiente, «Es su mismita cara, ¿eh?». Y el dependiente ha asentido con una alegría amiga que arrojó a la basura.
5-4-1930.
147
Nubes… Hoy tengo conciencia del cielo, pues hace días que no lo miro pero lo siento, viviendo en la ciudad y no en la naturaleza que la incluye. Nubes… Son ellas hoy la principal realidad, y me preocupan como si el velarse del cielo fuese uno de los grandes peligros de mi destino. Nubes… Pasan desde la barra hacia el Castillo [185], de Occidente a Oriente, en un tumulto disperso y desnudo, blanco a veces, se ven desharrapadas en la vanguardia de no sé qué; medio-negro otras, si, más lentas, tardan en ser barridas por el viento audible; negras de un blanco sucio, si, como si quisiesen quedarse, ennegrecen más de la venida que de la sombra lo que las calles abren de falso espacio entre las líneas cerradas de las casas.
Nubes… Existo sin saberlo y moriré sin quererlo. Soy el intervalo entre lo que soy y lo que no soy, entre el sueño y lo que la vida ha hecho de mí, la medida abstracta y carnal entre cosas que no son nada, siendo yo también nada. Nubes… ¡Qué desasosiego si siento, qué desconsuelo si pienso, qué inutilidad si quiero! Nubes… Están pasando siempre, unas muy grandes, pareciendo, porque las casas no dejan ver si son menos grandes de lo que parecen, que van a ocupar todo el cielo; otras de tamaño incierto, que pueden ser dos juntas o una que va a partirse en dos, sin sentido en el aire alto contra el cielo cansado; otras aún, pequeñas, que parecen juguetes de poderosas cosas, bolas irregulares de un juego absurdo, sólo hacia un lado, en un gran aislamiento, frías.
Nubes… Me interrogo y me desconozco. Nada he hecho de útil ni haré de justificable. He gastado la parte de la vida que no perdí en interceptar confusamente cosa ninguna, haciendo versos en prosa a las sensaciones intransmisibles con que hago mío el universo desconocido. Estoy harto de mí, objetiva y subjetivamente. Estoy harto de todo, y del todo de todo. Nubes… Son todo, desarreglos de lo alto, cosas hoy sólo ellas reales entre la tierra nula y el cielo que no existe; harapos indescriptibles del tedio que les supongo; niebla condensada en amenazas de color ausente; algodones en rama sucios de un hospital sin paredes. Nubes… Son como yo, un pasar desfigurado entre el cielo y la tierra, al sabor de un impulso invisible, tronando o no tronando, alegrando blancas u obscureciendo negras, Secciones del intervalo y del error, lejos del ruido de la tierra y sin tener el silencio del cielo. Nubes… Siguen pasando, siguen siempre pasando, pasarán siempre siguiendo, en un enrollamiento discontinuo de madejas empañadas, en un alargamiento difuso de falso cielo deshecho [186].
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