Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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En un tranvía en marcha, sé, gracias a una actitud constante e instantánea del análisis, separar la idea de tranvía de la idea de velocidad, separarlas del todo, hasta que son cosas reales diferentes. Después, puedo sentirme siguiendo, no dentro del tranvía, sino dentro de su mera velocidad. Y, cansado, si acaso quiero el delirio de la velocidad enorme [163], puedo transportar la idea a la Pura imitación de la velocidad y a mi gusto aumentarla o disminuirla, ampliarla más allá de todas las velocidades posibles de vehículos trenes.

Correr riesgos reales, además de empavorecerme, no es por miedo que yo sienta excesivamente, me perturba la perfecta atención a mis sensaciones, lo que me molesta y despersonaliza.

Nunca voy a donde hay riesgo. Le tengo miedo al tedio de los peligros.

Un ocaso es un fenómeno intelectual.

125

La vida es para nosotros lo que concebimos en ella. Para el rústico cuyo campo lo es todo, ese campo es un imperio. Para el César cuyo imperio le parece todavía poco, ese imperio es un campo. El pobre posee un imperio; el grande posee un campo. En verdad, no poseemos más que nuestras propias sensaciones; en ellas, pues, que no en lo que ellas ven, tenemos que fundamentar la realidad de nuestra vida.

/Esto no viene a propósito de nada./

He soñado mucho. Estoy cansado de haber soñado, pero no cansado de soñar. De soñar nadie se cansa, porque soñar es olvidar, y olvidar no pesa y es un sueño sin sueños en el que estamos despiertos. En sueños lo he conseguido todo. También he despertado, ¿pero qué importa? ¡Cuántos Césares he sido! ¡Y los gloriosos, qué mezquinos! César, salvado de la muerte por la generosidad de un pirata, manda crucificar a aquel pirata después de que, buscándolo bien, consigue prenderlo. Napoleón, haciendo su testamento en Santa Helena, deja un legado a un facineroso que había intentado asesinar a Wellington. ¡Oh grandezas iguales a las del alma de la vecina bisoja! ¡Oh grandes hombres de la cocinera del otro mundo! ¡Cuántos Césares he sido, y sueño todavía ser! [164]

Cuántos Césares he sido, pero no de los reales. He sido verdaderamente imperial mientras he soñado, y por eso nunca he sido nada. Mis ejércitos fueron derrotados, pero la derrota fue blanda, y nadie murió. No perdí banderas. No he soñado hasta el punto del ejército, donde aquéllas apareciesen a mi vista en cuyo sueño hay una esquina. Cuántos Césares he sido, aquí mismo, en la Calle de los Doradores. Y los Césares que he sido viven todavía en mi imaginación; pero los Césares que han sido están muertos, y la Calle de los Doradores, es decir, la realidad, no puede conocerlos.

Tiro la caja de cerillas, que está vacía, al abismo que es la calle más allá del antepecho de mi ventana sin voladizo. Me levanto de la silla y escucho. Nítidamente, como si significase algo, la caja de cerillas vacía suena en la calle que [se] me declara desierta. No hay más sonido ninguno, salvo los de la ciudad entera. Sí, los de la ciudad de un domingo entero -tantos, que no se entienden, y todos exactos.

Cuan poco, en el mundo real, forma el soporte de las mejores meditaciones. El haber llegado tarde a almorzar, el haberse terminado las cerillas, el haber tirado, individualmente, la caja a la calle, la mala disposición [165]por haber comido a deshoras, el ser el domingo la promesa aérea de un ocaso malo, el no ser nadie en el mundo, es toda la metafísica.

¡Pero cuántos Césares he sido!

27-6-1930.

126

Pienso, muchas veces, en cómo sería sí, resguardado del viento de la suerte por el biombo de la riqueza, nunca hubiese sido traído, de la mano moral de mi tío, a una oficina de Lisboa ni hubiese ascendido de ella a otras, hasta esa cumbre barata de buen auxiliar de contabilidad, con un trabajo como una especie de siesta y una paga que da para ir viviendo.

Sé bien que, si ese pasado que no fue hubiese sido, yo no sería hoy el capaz de escribir estas páginas, en todo caso mejores, por algunas, que las ningunas que en mejores circunstancias no habría hecho más que soñar. Es que la trivialidad es una inteligencia y la realidad, sobre todo si es estúpida y áspera, un complemento natural del alma.

Debo al ser contable gran parte de lo que puedo sentir y pensar como la negación y la fuga del cargo.

Si tuviese que inscribir, en el sitio sin letras de la respuesta de un cuestionario, a qué influencias literarias estaba agradecida la formación de mi espíritu, abriría el espacio punteado con el nombre de Cesário Verde [166], pero no lo cerraría sin inscribir los nombres del patrón Vasques, del dependiente Vieira y de Antonio, el mozo de la oficina. Y a todos les pondría, con letras magnas, la dirección clave LISBOA.

Bien mirado, tanto Cesário Verde como éstos han sido para mí visión del mundo coeficientes de corrección. Creo que ésta es la frase, cuyo sentido exacto evidentemente ignoro, con que los ingenieros designan el tratamiento que se da a las matemáticas para que puedan andar hasta la vida. Si es así, ha sido eso mismo. Si no lo es, pase por lo que podría ser, y valga la intención por la metáfora fracasada.

Considerando, además, y con toda la claridad que puedo, lo que ha sido aparentemente mi vida, la veo como una cosa colorida -envoltorio de chocolatina o vitola de puro- barrida, por el cepillo leve de la criada que escucha desde arriba, del mantel por levantar hacia el cogedor de las migajas, entre las cortezas de la realidad propiamente dicha. Se destaca de las cosas cuyo destino es igual debido a un privilegio que también va a tener el cogedor. Y la conversación de los dioses continúa por cima del cepillar, indiferente a estos incidentes del servicio del mundo.

Sí, si yo hubiese sido rico, protegido, cepillado, ornamental, no habría sido ni ese breve episodio de papel bonito entre las migas; me habría quedado en un plato de la suerte -«no, muy agradecida»- y me recogería el aparador para envejecer. Así, rechazado después de haberme comido el meollo práctico, voy con el polvo de lo que queda del cuerpo de Cristo al cubo de la basura, y no me imagino lo que viene después, y entre qué astros; pero siempre es seguir.

127

El mozo ataba los paquetes de todos los días en el final crepuscular de la vasta oficina. «¡Qué trueno tan grande!», dijo, a nadie, con un tono alto de «buenos días», el crudelísimo bandido. Mi corazón empieza a latir nuevo. El apocalipsis había pasado. /Se hizo una pausa./

Y con qué alivio -luz fuerte y clara, espacio, trueno duro- este tronar próximo ya alejado nos aliviaba de lo que había habido. Dios había cesado. Me sentí respirar con los pulmones enteros. Me doy cuenta de que había poco aire en la oficina. Noté que había allí otra gente, que no era el mozo. Todos habían estado callados. Sonó una cosa trémula y encrespada: era la hoja espesa del Libro Mayor que Moreira había vuelto para delante, bruscamente, para comprobar.

¿1930?

128

la lluvia caía todavía triste, pero más suave, como en un cansancio universal; no relampagueaba, y apenas, de vez en cuando, con el ruido de ya lejos, un trueno corto gruñía duro, y a veces como se interrumpía, cansado también. Como de repente, la lluvia disminuyó todavía más. Uno de los empleados abrió las ventanas de la Calle de los Doradores. Un aire fresco, con restos muertos de caliente, se insinuó en la habitación grande. La voz del patrón Vasques sonó alta al teléfono del despacho, «¿Entonces todavía está hablando?» Y hubo un ruido de habla seca y aparte -comentario, obsceno (se adivina), sobre la señorita lejana.

129

Hay sosiegos del campo en la ciudad. Hay momentos, sobre todo en los mediodías de estío, en que, en esta Lisboa luminosa, el campo, como un viento, nos invade. Y aquí mismo, en la Calle de los Doradores, tenemos el sueño bueno.

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