– No, no le conozco. Mariano, mi consejo es que debe usted tener amigo al General.
– ¿Cree usted que no lo sea?
– Creo que debe usted verle.
– Eso, sí, no dejaré de hacerlo.
– Mariano, hágalo usted, se lo ruego, en nombre de la Madre Patria. Por ella, por la Colonia. Ya usted conoce sus componentes, gente inculta, sin complicaciones, sin cultura. Si el cable comunica alguna novedad política…
– Le tendré a usted al corriente, y le repito mi enhorabuena. Es usted un gran hombre plutarquiano. Adiós, querido Celes.
– Vea usted al Presidente.
– Le veré esta tarde.
– Con esa promesa me retiro satisfecho.
Currito Mi-Alma salió rompiendo cortinas y, por decirlo en su verba, más postinero que un ocho:
– ¡Has estado pero que muy buena, Isabelita!
El Barón de Benicarlés le detuvo con áulico aspaviento, la estampa fondona y gallota, toda conmovida:
– ¡Me parece una inconveniencia ese espionaje!
– ¡Mírame este ojo!
– Muy seriamente.
– ¡No seas panoli!
Los cedros y los mirtos del jardín trascendían remansadas penumbras de verdes acuarios a los estores del salón, apenas ondulados por la brisa perfumada de nardos. El jardín de la virreina era una galante geometría de fuentes y mirtos, estanques y ordenados senderos: Inmóviles cláusulas de negros espejos pautaban los estanques, entre columnatas de cipreses. El Ministro de Su Majestad Católica, con un destello de orgullo en el azul porcelana de las pupilas, volvió la espalda al rufo, y recluyéndose en el calmo mirador colonial, se incrustaba el monóculo bajo la ceja. Trepaban del jardín verdes de una enredadera, y era detrás de los cristales toda la sombra verde del jardín. El Barón de Benicarlés apoyó la frente en la vidriera: Elegantona, atildada, britanizante, la figura dibujaba un gran gesto preocupado. El Curro y Merlín, cada cual desde su esquina, le contemplaban sumido en la luz acuaria del mirador; en la curva rotunda, labrada de olorosas maderas, con una evocación de lacas orientales y borbónicas, de minué bailado por Visorreyes y Princesas Flor de Almendro. El Curro rompió el encanto escupiendo, marchoso, por el colmillo:
– ¡Isabelita, prenda, así te despeines, o te subas el moño, para menda lo mismo que la Biblia del Padre Garulla! Isabelita, hay que mover los pinreles y darse la lengua con Tirano Banderas.
– ¡Canalla!
– ¡Isabelita, evitémonos un solfeo!
El Excelentísimo Señor Ministro de España había pedido el coche para las seis y media. El Barón de Benicarlés, perfumado, maquillado, decorado, vestido con afeminada elegancia, dejó sobre una consola el jipi, el junco y los guantes: Haciéndose lugar en el corsé con un movimiento de cintura, volvió sobre sus pasos, y entró en la recámara: Alzóse una pernera, con mimo de no arrugarla, y se aplicó una inyección de morfina. Estirando la zanca con leve cojera, volvió a la consola y se puso, frente al espejo, el sombrero y los guantes. Los ojos huevones, la boca fatigada, diseñaban en fluctuantes signos los toboganes del pensamiento. Al calzarse los guantes, veía los guantes amarillos de Don Celes. Y, de repente, otras imágenes salta-ron en su memoria, con abigarrada palpitación de sueltos toretes en un redondel. Entre ángulos y roturas gramaticales, algunas palabras se encadenaban con vigor epigráfico: -Desecho de tienta. Cría de Guisando. ¡Graníticos!- Sobre este trampolín, un salto mortal, y el pensamiento quedaba en una suspensión ingrávida, gaseado: -¡Don Celes! ¡Asno divertido! ¡Magnífico!- El pensamiento, diluyéndose en una vaga emoción jocosa, se trasmudaba en sucesivas intuiciones plásticas de un vigoroso grafismo mental, y una lógica absurda de sueño. Don Celes, con albarda muy gaitera, hacía monadas en la pista de un circo. Era realmente el orondo gachupín. ¡Qué toninada! Castelar le había hecho creer que cuando gobernase lo llamaría para Ministro de Hacienda.
El Barón se apartó de la consola, cruzó el estrado y la galería, dio una orden a su ayuda de cámara, bajó la escalera. Le inundó el tu-multo luminoso del arroyo. El coche llegaba rozando el azoguejo. El cochero inflaba la cara teniendo los caballos. El lacayo estaba a la portezuela, inmovilizado en el saludo: Las imágenes tenían un valor aislado y extático, un relieve lívido y cruel, bajo el celaje de cirrus, dominado por media luna verde. El Ministro de España, apoyando el pie en el estribo, diseñaba su pensamiento con claras palabras mentales: -Si surge una fórmula, no puedo singularizarme, cubrir-me de ridículo por cuatro abarroteros. ¡Absurdo arrostrar el entredicho del Cuerpo Diplomático! ¡Absurdo!- Rodaba el coche. El Barón, maquinalmente, se llevó la mano al sombrero. Luego pensó: -Me han saludado. ¿Quién era?-. Con un esguince anguloso y oblicuo vio la calle tumultuosa de luces y músicas. Banderas españolas decoraban sobre pulperías y casas de empeño. Con otro esguince le acudió el recuerdo de una fiesta avinatada y cerril, en el Casino Español. Luego, por rápidos toboganes de sombra, descendía a un remanso de la conciencia, donde gustaba la sensación refinada y te-diosa de su aislamiento. En aquella sima, números de una gramática rota y llena de ángulos, volvían a inscribir los poliedros del pensamiento, volvían las cláusulas acrobáticas encadenadas por ocultos nexos: -Que me destinen al Centro de África. Donde no haya Colonia Española… ¡Vaya, Don Celes! ¡Grotesco personaje!… ¡Qué idea la de Castelar!… Estuve poco humano. Casi me pesa. Una broma pesada… Pero ése no venía sin los pagarés. Estuvo bien haberle parado en seco. ¡Un quiebro oportuno! Y la deuda debe de subir un pico… Es molesto. Es denigrante. Son irrisorios los sueldos de la Carrera. Irrisorios los viáticos.
El coche, bamboleando, entraba por la Rinconada de Madres. Corrían gallos. El espectáculo se proyectaba sobre un silencio tenso, cortado por ráfagas de popular algazara. El Barón alzó el monóculo para mirar a la plebe, y lo dejó caer. Con una proyección literaria, por un nexo de contrarios, recordó su vida en las Cortes Europeas. Le acarició un cefirillo de azahares. Rozaba el coche las tapias de un huerto de monjas. El cielo tenía una luz verde, como algunos ciclos del Veronés. La Luna, como en todas partes, un halo de versos italianos, ingleses y franceses. Y el carcamal diplomático, sobre la reminiscencia pesimista y sutil de su nostalgia, triangulaba difusos, confusos, plurales pensamientos. -¡Explicaciones! ¿Para qué? Cabezas de berroqueña-. Por sucesivas derivaciones, en una teoría de imágenes y palabras cargadas de significación, como palabras cabalísticas, intuyó el ensueño de un viaje por países exóticos. Recaló en su colección de marfiles. El ídolo panzudo y risueño, que ríe con la panza desnuda, se parece a Don Celes. Otra vez los poliedros del pensamiento se inscriben en palabras: -Va a dolerme dejar el país. Me llevo muchos recuerdos. Amistades muy gentiles. Me ha dado miel y acíbar. La vida, igual en todas partes… Los hombres valen más que las mujeres. Sucede como en Lisboa. Entre los jóvenes hay verdaderos Apolos… Es posible que me acompañe ya siempre la nostalgia de estos climas tropicales. ¡Hay una palpitación del desnudo!- El coche rodaba. Portalitos de Jesús, Plaza de Armas, Monotombo, Rinconada de Madres, tenían una luminosa palpitación de talabartería, filigranas de plata, ruedas de facones, tableros de suertes, vidrios en sartales.
Frente a la Legación Inglesa había un guiñol de mitote y puñales. El coche llegaba rozando la acera. El cochero inflaba la cara reteniendo los caballos. El lacayo estaba en la portezuela, inmovilizado en un saludo. El Barón, al apearse, distinguió vagamente a una mujer con rebocillo: Abría la negra tenaza de los brazos, acaso le requería. Se borró la imagen. Acaso la vieja luchaba por llegar al coche. El Barón, deteniéndose un momento en el estribo, esparcía los ojos sobre la fiesta de la Rinconada. Entró en la Legación. Un momento creyó que le llamaban, indudablemente le llamaban. Pero no pudo volver la cabeza: Dos Ministros, dos oráculos del protocolo, le retenían con un saludo, levantándose al mismo tiempo los sombreros: Estaban en el primer peldaño de la escalera, bajo la araña destellante de luces, ante el espejo que proyectaba las figuras con una geometría oblicua y disparatada. El Barón de Benicarlés respondía quitándose a su vez el sombrero, distraído, alejado el pensamiento. La vieja, los brazos como tenazas bajo el rebocillo, iniciaba su imagen. Pasó también perdido bajo el recuerdo el eco de su propio nombre, la voz que acaso le llamaba. Maquinalmente sonrió a las dos figuras, en su espera bajo la araña fulgurante. Cambiando cortesías y frases amables, subió la escalera entre los Ministros de Chile y del Brasil. Murmuró engordando las erres con una fuga de nasales amables y protocolarias:
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