– ¿Y si alguno de ustedes dos me lo explicara a mí? -refunfuñó Glauser-Róist.
Farag se volvió, igual que alguien que despierta de un trance, y miró a la Roca con cierta culpabilidad.
– Los pitagóricos -comenzó a explicarle- fueron los primeros en definir el cosmos como una serie de esferas perfectas que describían órbitas circulares. ¡La teoría de las nueve esferas y los siete planetas en la que se basa el laberinto por el que vinimos, capitán! Fue Pitágoras quien la expuso por primera vez… -se quedó pensativo un instante-. ¿Cómo no me di cuenta antes? Verá, Pitágoras sostenía que los siete planetas, al describir sus órbitas, emitían unos sonidos, las notas musicales, que creaban lo que él llamó la Armonía de las Esferas. Ese sonido, esa música armoniosa no podía ser escuchada por los humanos porque estábamos acostumbrados a ella desde nuestro nacimiento. Es decir, que cada uno de los siete planetas emitía una de las siete notas musicales, del Do al Si.
– ¿Y qué tiene eso que ver con los martillazos que usted ha dado?
– ¿Se lo cuentas tú, Ottavia?
Por alguna razón desconocida, yo sentía un nudo en la garganta. Miraba a Farag y sólo quería que siguiera hablando, así que rechacé su oferta con un gesto. La antigua Ottavia había muerto, me dije apesadumbrada. ¿Dónde había quedado mi afán de exhibición intelectual?
– Cierto día -siguió explicando Farag-, mientras Pitágoras paseaba por la calle, escuchó unos golpeteos rítmicos que le llamaron poderosamente la atención. El ruido procedía de una herrería cercana hasta la cual el sabio de Samos se aproximó, atraído por la musicalidad de los golpes de los martillos sobre el yunque. Estuvo allí bastante rato, observando cómo trabajaban los herreros y cómo utilizaban sus herramientas, y se dio cuenta de que el sonido variaba según el tamaño de los martillos.
– Es una leyenda muy conocida -dije yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por aparentar normalidad-, que, incluso, tiene visos de ser cierta, porque, después de aquello, efectivamente, Pitágoras descubrió la relación numérica entre las notas musicales, las mismas notas musicales que emitían los siete planetas al girar alrededor de la Tierra.
El sol apareció, brillante, por detrás de la muralla, iluminando con planos rectos aquel circulo terrestre del que estábamos intentando escapar. Glauser-Róist parecía impresionado.
– Y en esa Tierra -concluyó Farag, contento-, centro de la cosmología pitagórica, es donde ahora nos hallamos. De ahí los símbolos planetarios que encontramos en los círculos anteriores.
– Supongo que ya habrá asimilado que su querida numerología dantesca viene directamente de Pitágoras, ¿no es cierto? -le dije al capitán con ironía.
La Roca me miró y yo diría que había reverencia en sus ojos de acero.
– ¿No comprende, doctora, que todo esto no hace sino aumentar mi convicción de que hemos perdido sabidurías muy hermosas y profundas a lo largo de la historia?
– Pitágoras estaba equivocado, capitán -le recordé-. Para empezar, la Luna no es un planeta, sino un satélite de la Tierra, y, desde luego, ningún astro emite notas musicales mientras sigue su órbita, que, por cierto, no es redonda, sino elíptica.
– ¿Está usted segura, doctora?
Farag nos escuchaba con gran atención.
– ¿Que si estoy segura, capitán? ¡Por Dios! ¿Es que no recuerda lo que le enseñaron en el colegio?
– De los múltiples caminos posibles -reflexionó-, la humanidad eligió, probablemente, el más triste de todos. ¿No le gustaría creer que existe música en el universo?
– Pues, si quiere que le diga la verdad, me da lo mismo.
– A mi no -declaró y, dándome la espalda, se dirigió silenciosamente hacia los martillos. ¿Cómo un tipo tan duro podía albergar una sensibilidad tan indulgente?
– Recuerda -me dijo en voz baja Farag- que el Romanticismo nació en Alemania.
– Y eso ¿a qué viene? -me incomodé.
– A que, a veces, la fama o la imagen exterior no se corresponde con la verdad. Ya te dije que Glauser-Róist era una buena persona.
– ¡Yo nunca he dicho que no lo fuera! -protesté.
Un espantoso martillazo retumbó en ese momento. El capitán había golpeado el yunque con todas sus fuerzas.
– ¡Tenemos que encontrar la Armonía de las Esferas! -gritó a pleno pulmón cuando el estruendo disminuyó-. ¿Qué hacen ahí perdiendo el tiempo?
– Creo que ninguno de nosotros tendrá la cabeza en su sitio cuando acabemos con esta historia -me lamenté, observando a la Roca.
– Espero que, al menos, tú sí, Basileia. La tuya es demasiado valiosa.
Al volverme, tropecé con el fondo sonriente de sus ojos azules. ¡Oh, Dios mío…! ¡Qué equivocado estaba Farag! Mi cabeza ya estaba perdida.
– ¡Por favor! -insistió el capitán-. ¿Podrían explicarme qué hizo Pitágoras con los malditos martillos?
Boswell se giró hacia él y sonrió.
– Se hizo traer un montón como el que tenemos allí -le relató- y estuvo probándolos sobre un yunque hasta que encontró los que hacían sonar algunas notas de la escala musical. Bueno, en realidad los griegos dividían las notas en tetracordios ya que las nuestras, Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, tienen su origen en la primera sílaba de cada verso de un himno medieval dedicado a San Juan, pero es exactamente lo mismo.
– Yo conocía ese himno -dije-. Pero ahora mismo no me acuerdo.
– ¿Y qué más hizo Pitágoras después de encontrar esos martillos? -resopló el capitán.
– Encontró la relación numérica entre el peso de los que tenía y así pudo deducir el peso de los que le faltaban. Se los hizo confeccionar y los siete sonaron como recién afinados.
– Bien, y ¿cuál es esa relación numérica?
Farag y yo nos miramos y, luego, miramos al capitán.
– Ni idea -dije.
– Supongo que lo sabrán los matemáticos y los músicos -se justificó Farag-. Y nosotros no somos ni una cosa ni la otra.
– O sea, que hay que encontrarlos.
– Pues parece que sí. Sólo recuerdo una cosa, pero no estoy seguro de que sea cierta, y es que el martillo que hacía sonar el Do, pesaba exactamente el doble del que hacía sonar el Do de la octava siguiente.
– Es decir -continué yo-, que el Do más agudo lo producía el martillo que pesaba la mitad del que producía el Do más grave. Sí, eso también me suena a mí.
– Es una de esas curiosidades históricas que, por lo que tiene de anécdota, siempre se recuerda.
– Siempre se recuerda más o menos -objeté rápidamente-, porque, de no ser por la situación en la que estamos, yo no hubiera vuelto a desenterrarla de mi memoria jamás.
– Bueno, pero el caso es que llevamos tres días aquí dentro y que, si queremos ver de nuevo el mundo, tenemos que hacer uso de la Armonía de las Esferas.
Sólo de pensar que teníamos que hacer retumbar aquellos martillos una y otra vez hasta encontrar los siete que buscábamos, ya me ponía enferma. ¡Con lo que a mí me gustaba el silencio!
Propuse hacer montones distintos de martillos en función de su peso aproximado para empezar con una rápida clasificación, y esta tarea nos llevó más tiempo del que pensábamos porque, en la mayoría de los casos, entre un martillo de, por ejemplo, un kilo y otro de un kilo y doscientos cincuenta gramos o un kilo y medio, las diferencias eran inapreciables. Al menos disfrutábamos de una buena luz, porque el sol seguía ascendiendo hacia lo más alto, pero lo que no teníamos era ni comida ni agua, así que yo me estaba temiendo una hipoglucemia en cualquier momento.
Después de un par de horas, resultó que era más fácil hacer una larga fila de martillos (en realidad, una espiral, porque aquel recinto no daba para muchas alegrías), empezando por el más grande y terminando por el más pequeño, de modo que pudiéramos ir intercalando los que quedaban en función de su volumen. Finalmente lo conseguimos, pero, para entonces, ya estábamos sudando por el esfuerzo y tan sedientos como las arenas del desierto. A partir de aquí la tarea fue mucho más sencilla. Cogimos el martillo más grande y golpeamos suavemente el yunque; luego, elegimos el octavo martillo a partir del primero y también lo hicimos sonar. Como no estábamos muy seguros de que la nota fuera la misma, probamos también con el séptimo y con el noveno, pero con ello sólo conseguimos confundirnos más, así que, tras un largo debate y tras sopesar los martillos, decidimos que, en efecto, nos habíamos equivocado, y que había que intercambiar el octavo por el noveno. De este modo, tras realizar el ajuste en el catálogo, las notas sonaron mejor.
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