Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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Farag intentó ponerse en pie y no pudo. Su cara expresó sorpresa.

– ¿Nos golpearon muy fuerte?

– No, Farag, no nos golpearon. Nos durmieron. Recuerdo un humo blanco.

– ¿Humo blanco…?

– Nos drogaron con algo que olía a resma.

– ¿Resma? Te aseguro, Ottavia, que no recuerdo nada en absoluto a partir del momento en que Kaspar golpeó el yunque con los siete martillos.

Se quedó en suspenso un instante y, luego, volvió a sonreír, llevándose la mano al antebrazo izquierdo.

– Nos han marcado, ¿eh? -parecía encantando.

– Sí. Pero, ahora, por favor, despierta a la Roca.

– ¿ La Roca? -se extrañó.

– ¡Al capitán! ¡Despierta al capitán!

– ¿Le llamas Roca? -se apresuró a preguntar, muy divertido.

– Ni se te ocurra decírselo!

– No te preocupes, Basileia -prometió, muerto de risa-. Por mí no lo sabrá.

El pobre Glauser-Róist era, de nuevo, el que estaba en peores condiciones. Hubo que sacudirle bruscamente y darle un par de bofetadas para que se empezara a reanimar. Nos costó mucho devolverle a la vida y dimos gracias de que no pasara por allí en aquel momento ninguna patrulla de la policía porque hubiéramos acabado en la cárcel con toda seguridad.

Para cuando la Roca volvió en sí, el tráfico había empezado a menudear en la calle aunque sólo eran las cinco de la mañana. Tuvimos la gran suerte de que, en la acera, muy cerca de nosotros, había una señal que indicaba la proximidad del Mausoleo de Gala Placidia. Eso nos confirmó que estábamos en Rávena, en el mismo centro de la ciudad. Glauser-Róist, utilizando su teléfono móvil, hizo una llamada y estuvo mucho rato hablando. Cuando colgó, se volvió hacia nosotros, que esperábamos pacientemente, y nos miró con ojos extraños:

– ¿Quieren saber algo gracioso? -dijo-. Parece que estamos en los jardines del Museo Nacional, muy cerca del Mausoleo de Gala Placidia y de la Basílica de San Vitale, entre la Iglesia de Santa María Maggiore y aquella que tenemos ahí enfrente.

– ¿Y qué tiene eso de gracioso? -pregunté.

– Que aquella que tenemos ahí enfrente es la Iglesia de la Santa Cruz.

En fin, ya estábamos curtidos en este tipo de detalles. Y más que lo estaríamos, me dije.

El tiempo pasaba muy despacio mientras cada uno de nosotros intentaba despejarse a su manera. Yo paseaba de un lado a otro, cabizbaja, observando la hierba.

– Por cierto, Kaspar -exclamó de repente Farag-, debería mirar en sus bolsillos, a ver si nos han dejado alguna pista para la siguiente cornisa del purgatorio.

El capitán buscó y, en el bolsillo derecho de su pantalón, como en la prueba anterior, halló una hoja plegada de papel grueso e irregular, de fabricación casera.

erwtessov ton econta tas kleidas

o anoigwn kai kleisei, kai kleiwn kai oudeis avoigei

– «Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre» -traduje-. ¿Qué es lo que quieren que hagamos en Jerusalén? -estaba desconcertada.

– Yo no me preocuparía, Basileia. Esa gente conoce perfectamente nuestros movimientos. Ya nos lo harán saber.

Un coche con los faros encendidos se aproximaba rápidamente por la calle.

– De momento, tenemos que salir de aquí -murmuró la Roca, pasándose la mano por el pelo. El pobre aún estaba un poco adormilado.

El vehículo, un Fiat pequeño de color gris claro, se detuvo delante de nosotros y la ventanilla del conductor se deslizó hacia abajo.

– ¿Capitán Glauser-Róist? -inquirió un joven clérigo con alzacuellos.

– Soy yo.

El sacerdote tenía cara de haber sido despertado sin demasiados miramientos.

– Vengo del Arzobispado. Soy el padre Iannucci. Tengo que llevarles al aeropuerto de La Spreta. Suban, por favor.

Salió del vehículo para abrirnos amablemente las puertas.

Llegamos al aeródromo en pocos minutos. Era un recinto minúsculo, en absoluto parecido a los grandes aeropuertos de Roma. Incluso el de Palermo parecía enorme al lado de este. El padre Iannucci nos dejó en la entrada y se esfumó con la misma afabilidad con la que había aparecido.

Glauser-Róist interrogó a una solitaria azafata de tierra y la joven, con los ojos aún hinchados por el sueño, nos indicó una zona apartada, junto al Aeroclub Francesco Baracca, en la que se apostaban los aviones privados. De nuevo con el móvil en la mano, Glauser-Róist hizo una llamada al piloto y este le informó de que el Westwind estaba listo para despegar en cuanto embarcásemos. El propio piloto, a través del teléfono, nos fue guiando hasta que encontramos la nave, a poca distancia de las avionetas del Aeroclub, con los motores en marcha y las luces encendidas. Comparada con los mosquitos de alrededor parecía un gigantesco Concorde, pero, en realidad, se trataba de un avión de pequeño tamaño, con cinco ventanillas y, naturalmente, de color blanco. Una joven azafata y un par de pilotos de Alitalia nos esperaban al pie de la escalerilla y, tras saludarnos con cierta frialdad profesional, nos invitaron a subir.

– ¿Seguro que este avión puede llegar hasta Jerusalén? -me cuestioné en voz baja, recelosa.

– No vamos a Jerusalén, doctora -pregonó la Roca a pleno pulmón mientras ascendíamos por los escalones-. Aterrizaremos en el aeropuerto de Tel-Aviv y, desde allí, volaremos en helicóptero hasta Jerusalén.

– Pero -insistí-, ¿cree usted que este avioncito podrá cruzar el Mediterráneo?

– Tenemos prioridad en el despegue -dijo, en ese momento, uno de los pilotos al capitán-. Podemos irnos cuando usted quiera.

– Ya -ordenó lacónicamente Glauser-Róist.

La azafata nos enseñó nuestros asientos, indicándonos la ubicación de los chalecos salvavidas y de las puertas de emergencia. La cabina era muy estrecha y de techo muy bajo, pero el espacio estaba perfectamente aprovechado con un par de largos sofás laterales y cuatro sillones al fondo, encarados, tapizados con una piel tan blanca como la nieve.

El avión despegó suavemente a los pocos minutos y el sol, que todavía no iluminaba Italia, inundó con sus primeros rayos el interior de la cabina. ¡Jerusalén!, me dije emocionada, ¡voy a Jerusalén!, ¡a los lugares donde Jesús vivió, predicó y murió para resucitar al tercer día! Era este un viaje que había querido hacer durante toda mi vida, un maravilloso sueño que, por culpa del trabajo, nunca había podido realizar. Y, ahora, inesperadamente, era el propio trabajo el que me llevaba hasta allí. Sentía crecer la emoción en mi interior y, cerrando los ojos, me dejé mecer por el suave renacimiento de mi firme e irrenunciable vocación religiosa. ¿Cómo había permitido que unos sentimientos irracionales traicionaran lo más sagrado de mi vida? En Jerusalén pediría perdón por esa pasajera y absurda locura y allí, en los Lugares más Santos del mundo, sería definitivamente liberada de pasiones ridículas. Pero, además, en Jerusalén había otro asunto muy importante para mí: mi hermano Pierantonio, quien, a esas horas, no podía ni imaginar que me encontraba dentro de un endeble avión volando hacia sus dominios. En cuanto pisara tierra -si es que volvía a pisarla- le llamaría para decirle que estaba en Jerusalén y que clausurara todas sus obligaciones de ese día porque tenía que dedicarme todo su tiempo. ¡Se iba a llevar una buena sorpresa el respetable Custodio! Tardamos poco menos de seis horas en llegar a Tel-Aviv, durante las cuales la amabilísima azafata se esmeró tanto en hacernos agradable el viaje que, en cuanto la veíamos aparecer de nuevo por el pasillo, nos echábamos a reír. Cada cinco minutos, más o menos, nos ofrecía comida y bebida, música, películas de video o periódicos y revistas. Al final, Glauser-Róist la despachó con un exabrupto y pudimos adormilamos en paz. ¡Jerusalén, la hermosa y santa Jerusalén! Antes de que acabara ese día, estaría pisando sus calles.

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