Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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Lamentablemente, el martillo que se suponía que tenía que dar la nota Re, el segundo de la espiral, no sonaba a Re para nada (todo el mundo sabe cantar la escala musical y a ninguno de los tres nos pareció que el Do y el Re sonaran como en la musiquilla). Sin embargo, en la segunda octava, la del Do conseguido tras el intercambio, el segundo martillo sí sonaba como el Re de su correspondiente Do, así que algo íbamos avanzando, igual que el día, que pasaba de largo sin que nos diéramos cuenta. Pero tampoco la segunda escala diponia de un Mi, o eso nos pareció después de probarlos todos, así que tuvimos que localizar el tercer Do y encontrar su Re y su Mi, que, para variar, no estaba en su sitio, sino un par de lugares más abajo.

Aquello era una locura, no había forma de localizar una octava completa, bien porque la disposición de los martillos era incorrecta, bien porque, sencillamente, los martillos no estaban, así que entre la desesperación, los baquetazos sobre el yunque, el hambre y la sed, a mí me empezó uno de mis habituales dolores de cabeza que no hizo sino aumentar conforme pasaba el tiempo. Pero, por fin, a media tarde, creímos haber completado la escala. Desde luego, casi todas las notas sonaban bien, pero yo no estaba muy segura de que fueran correctas, es decir, que no parecían absolutamente exactas, como si faltaran o sobraran algunos gramos de hierro por alguna parte. No obstante, Farag y el capitán estaban persuadidos de que habíamos cumplido el objetivo.

– Bueno, y ¿por qué no pasa nada? -pregunté.

– ¿Qué es lo que tiene pasar? -me replicó Glauser-Róist.

– Pues que tenemos que salir de aquí, capitán, ¿recuerda?

– Pues nos sentaremos a esperar. Ya nos sacarán.

– ¿Por qué no puedo convencerles de que esa escala musical no es del todo correcta?

– Es correcta, Basileia. Eres tú la que te empeñas en lo contrario.

Enfurruñada por el dolor de cabeza y por su tozudez, me dejé caer en el suelo, apoyando la espalda contra el yunque, y me encerré en un silencio tormentoso que prefirieron ignorar. Pero los minutos iban pasando, y luego pasó media hora, y ellos empezaron a poner cara de circunstancias, planteándose si no tendría yo razón. Con los ojos cerrados y respirando acompasadamente, reflexionaba y me daba cuenta de que aquel rato de descanso nos estaba viniendo bien. Cuando llevas todo el día oyendo ruidos (ruidos que, encima, quieren ser notas musicales), llega un momento en que ya no oyes nada. De manera que, después de que el silencio nos hubiera limpiado a fondo los oídos, a lo mejor Farag y la Roca estarían más dispuestos a cambiar de opinión si volvían a escuchar su maravillosa escala musical.

– Prueben otra vez -les animé, sin levantarme.

Farag no hizo el menor intento de moverse, pero el capitán, irreducible hasta para contradecirse a sí mismo, lo intentó de nuevo. Hizo sonar las siete notas y, con mayor claridad, se percibió un ligero error en el Fa de la octava.

– La doctora tenía razón, profesor -admitió la Roca a regañadientes.

– Ya lo he notado -repuso Farag, encogiéndose de hombros y sonriendo.

El capitán dio un rodeo por la espiral hasta localizar los martillos inmediatamente anterior y posterior al Fa defectuoso. De nuevo había un error, y de nuevo probó y probó hasta que dio con la herramienta adecuada, la que daba la nota correcta.

– Hágalas sonar todas otra vez, Kaspar -le pidió Farag.

Glauser-Róist golpeó el yunque con los siete martillos definitivos. Estaba anocheciendo. El cielo se deslucía con una luz cálida y dorada, y todo fue armonía y sosiego en el bosque cuando retornó el silencio. Pero tanta armonía y sosiego había, que me di cuenta de que me estaba quedando dormida. A decir verdad, percibí enseguida que no era un sueño natural, que no era mi manera normal de dormirme, y lo supe por esa inmensa lasitud que se apoderó de mi cuerpo y que me introdujo, lentamente, en un oscuro pozo de letargo. Abrí los ojos y vi a Farag con una mirada vidriosa y al capitán apoyado en el yunque, con los dos brazos tensos como sogas, intentando mantenerse en pie. En el aire había un suave aroma a resma. Mis párpados se cerraron de nuevo con un ligero temblor, como si se vieran obligados a caer contra su voluntad. Empecé a soñar inmediatamente. Soñé con mi bisabuelo Giuseppe, que estaba dirigiendo los trabajos de construcción de Villa Salina y eso me sobresaltó. Mi parte consciente, quizá todavía no demasiado vencida, me avisó de que aquello no era real. Entreabrí de nuevo los ojos, con un gran esfuerzo, y, a través de una tenue nube de humo blanquinoso que entraba en el círculo por la parte baja del muro y subía desde el suelo, contemplé cómo Glauser-Róist caía de rodillas, murmurando un soliloquio que no pude comprender. Se agarraba al yunque para no perder el equilibrio y sacudía la cabeza intentando mantenerse despierto.

– Ottavia… -la voz de Farag, que me llamaba, me reanimó lo suficiente para extender mi mano hacia él, aunque no le pude contestar. Las yemas de mis dedos rozaron su brazo e, inmediatamente, su mano buscó la mía. De nuevo unidas, como en el laberinto, nuestras manos fueron mi último recuerdo lúcido.

Y mi primer recuerdo lúcido fue un frío intenso y una potente luz blanca que me enfocaba directamente a los ojos. Como si de mí sólo existiera la esencia de la persona que yo era, sin entidad real, sin pasado, sin recuerdos, incluso sin nombre, volví lentamente a la vida flotando en una burbuja que ascendía dentro de un mar de aceite. Fruncí la frente y noté la rigidez de mis músculos faciales. Tenía la boca tan seca que no podía despegar la lengua del paladar ni separar las mandíbulas.

El ruido del motor de un coche que pasaba muy cerca y la incómoda sensación de frío terminaron de despertarme. Abrí los ojos y, aún sin identidad ni conciencia, observé frente a mí la fachada de una iglesia, una calle iluminada por farolas y un trozo escaso de zona verde que terminaba bajo mis pies. La luz blanca que me enfocaba no era sino una de aquellas altas luces callejeras situada en la acera. Lo mismo hubiera podido tratarse de Nueva York como de Melbourne, y yo, tanto podía ser Ottavia Salina como María Antonieta, reina de Francia. Y entonces recordé. Tomé aire profundamente hasta llenar mis pulmones y, al mismo ritmo que el aire, volvieron el laberinto, las esferas, los martillos y ¡Farag!

Di un salto en el asiento y le busqué con la mirada. Estaba allí mismo, a mi izquierda, profundamente dormido entre el capitán, que también dormía, y yo. Otro coche pasó por la calle con las luces encendidas. El conductor no se fijó en nosotros y, si lo hizo, debió pensar que éramos tres vagabundos que pasaban la noche en un banco del parque. La hierba estaba húmeda de rocío. Me dije que tenía que despertar a los bellos durmientes y averiguar rápidamente dónde estábamos y qué había pasado. Puse la mano en el hombro de Farag y le sacudí suavemente. Al hacerlo, un dolor similar al que sentí al despertar en la Cloaca Máxima de Roma, me acometió en el interior del antebrazo izquierdo. No me hizo falta subir la manga para saber que allí había otro apósito que cubría una nueva escarificación con forma de cruz. Los staurofílakes certificaban, a su peculiar modo, que habíamos superado con éxito la segunda prueba, la del pecado de la envidia.

Farag abrió los ojos. Me miró y sonrió.

– ¡Ottavia…! -murmuró, y se pasó la lengua reseca por los labios.

– Despierta, Farag. Estamos fuera.

– ¿Hemos salido de…? No me acuerdo. ¡Ah, sí! El yunque y los martillos.

Echó una ojeada a nuestro alrededor, todavía adormilado, y se pasó las palmas de las manos por las hirsutas mejillas.

– ¿Dónde estamos?

– No lo sé -le dije, sin quitar la mano de su hombro-. En un parque, creo. Hay que despertar al capitán.

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