Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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Poco antes de aterrizar, la Roca sacó de la mochila su manoseado ejemplar de la Divina Comedia.

– ¿No sienten curiosidad por lo que nos espera?

– Yo ya lo sé -dijo Farag-. Una cortina impenetrable de humo.

– ¡Humo! -dejé escapar, estupefacta, abriendo los ojos de par en par.

El capitán pasó varias hojas rápidamente. Por las ventanillas entraba una luz radiante.

– Canto XVI del Purgatorio -declaró-. Verso 1 y siguientes:

Negror de infierno y de noche

sin estrellas, bajo un mezquino cielo

tenebroso de nubes hasta lo sumo,

no echarían sobre mi rostro un velo tan denso

como aquel humo que nos envolvió,

siendo de tan punzante aspereza,

que no podía siquiera abrir los ojos;

por lo que, sabia y fiel, la escolta mía

vino hacia mí ofreciéndome su hombro .

– ¿Dónde nos encerrarán esta vez? -pregunté-. Tendrá que ser algún lugar que puedan llenar con una densa humareda.

– Con nosotros dentro, claro -apuntó Farag.

– Naturalmente -concluí-. Y ¿qué más pasa en la tercera cornisa, capitán? ¿Cómo salen de allí?

– Caminando -repuso este-. No pasa nada más.

– ¿Nada más? ¿No les clavan nada ni se caen por un saliente rocoso ni…?

– No, doctora, no pasa nada. Simplemente caminan por la cornisa, se encuentran con las almas de los iracundos que recorren a ciegas el círculo envueltos por el humo, hablan con ellos y, luego, ascienden al siguiente círculo, después de que el ángel limpie de la frente de Dante una nueva «P».

– Y ¿ya está?

– Ya está, ¿no es así, profesor?

Farag hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Pero hay algunas cosas curiosas -añadió éste con su ligero acento árabe-. Por ejemplo, este círculo es el más breve del Purgatorio, ya que sólo dura un Canto y medio: el XVI, como ha dicho el capitán, de apenas unas pocas páginas, y un fragmento, corto, del XVII -suspiró y cruzó las piernas-. Y esta es la segunda curiosidad, ya que, contra su costumbre, Dante no hace coincidir el final del círculo con el final del Canto. Es decir, la cornisa de los iracundos comienza en el Canto XVI, como ha dicho el capitán, pero se prolonga… ¿hasta dónde, Kaspar?

– Hasta el verso 79 del Canto XVII. Otra vez el siete y el nueve.

– Y en el verso 79, empieza, sorprendentemente, en mitad de la nada, el cuarto círculo purgatorial, el de los perezosos. Es decir, que tampoco la cuarta cornisa comienza con el principio del siguiente Canto. El florentino, por alguna razón desconocida, fusiona el final de un círculo con el principio del siguiente dentro de un mismo capítulo, cosa que no ha hecho antes en ningún momento.

– ¿Y eso significa algo?

– ¿Cómo vamos a saberlo, Ottavia? Pero tranquila porque, con toda seguridad, lo descubrirás por ti misma.

– Gracias.

– De nada, Basileia.

Aterrizamos en el aeropuerto internacional Ben Gurion, en Tel-Aviv, alrededor de las doce de la mañana. Un vehículo de la compañía El Al nos llevó hasta el cercano helipuerto, donde subimos a un helicóptero militar israelí que nos trasladó a Jerusalén en apenas veinticinco minutos. En cuanto tomamos tierra, un coche oficial, con los cristales negros, nos condujo velozmente a la Delega ción Apostólica.

Lo poco que pude ver durante el trayecto me decepcionó: Jerusalén era como cualquier otra ciudad del mundo, con sus avenidas, su tráfico y sus edificios modernos. Difícilmente se distinguían, en la distancia, algunos minaretes musulmanes apuntando al cielo. Entre la población, totalmente corriente, destacaban, eso sí, los judíos ortodoxos, con sus sombreros negros y sus enroscadas patillas, y decenas de árabes tocados con la kafia [30]y el akal [31]. Supongo que Farag vio la decepción pintada en mi cara, porque intentó consolarme:

– No te preocupes, Basileia. Esta es la Jerusalén moderna. La ciudad vieja te gustará más.

Yo no veía, como había esperado, ninguna señal evidente del paso de Dios por la tierra. Soñaba con visitar algún día Jerusalén y siempre había estado segura de que, en el preciso momento en que pusiera el pie en un lugar tan especial, percibiría la indudable presencia de Dios. Pero no era así, al menos por el momento. Lo único que de verdad llamaba mi atención era la abigarrada mezcla de arquitecturas orientales y occidentales, y que todas las señalizaciones urbanas estaban en hebreo, árabe e inglés. También despertó mi curiosidad la gran cantidad de militares israelíes que circulaban por las calles armados hasta los dientes. Entonces recordé que Jerusalén era una ciudad endémicamente en guerra, y que no convenía olvidarlo. Los staurofílakes habían vuelto a acertar con la adjudicación del pecado: Jerusalén seguía estando llena de ira, de sangre, de rencor y de muerte. Bien podía Jesús haber elegido otra ciudad para morir y Mahoma otra para ascender al cielo. Habrían salvado muchas vidas humanas y muchas almas que no hubieran conocido el odio.

La gran sorpresa, sin embargo, la recibí en la Delegación Apostólica, un inmenso edificio que, excepto por su tamaño, no se diferenciaba en nada de sus vecinos más cercanos. Nos recibieron en la puerta varios sacerdotes de edades y nacionalidades variadas, encabezados por el propio Nuncio Apostólico, Monseñor Pietro Sambi, quien nos condujo, a través de numerosas dependencias, hasta una elegante y moderna sala de reuniones en la que, entre otras altas personalidades, ¡se encontraba mi hermano Pierantonio!

– ¡Pequeña Ottavia! -exclamó nada más hube cruzado las puertas, tras el capitán y Monseñor.

Mi hermano se abalanzó hacia mí y nos estrechamos en un largo y emotivo abrazo. Del resto de los asistentes, que eran muchos, brotó un divertido clamor.

– ¿Cómo estás, eh? -me preguntó, separándome al fin y mirándome de arriba abajo-. Bueno, aparte de sucia y malherida, quiero decir.

– Cansada -repuse al borde de las lágrimas-, muy cansada, Pierantonio. Pero también muy contenta de verte.

Como siempre, mi hermano tenía un aspecto magnífico, imponente, a pesar de su sencillo hábito franciscano. Pocas veces le había visto ataviado de esa manera porque, cuando venía a casa, vestía ropa seglar.

– ¡Te has convertido en todo un personaje, hermanita! Mira cuanta gente importante se ha reunido hoy aquí para conocerte.

Glauser-Róist y Farag estaban siendo presentados a los concurrentes por Monseñor Sambi, así que mi hermano hizo los honores conmigo: el arzobispo de Bagdad y vicepresidente de la Conferencia de Obispos Latinos, Paul Dahdah; el Patriarca de Jerusalén y presidente de la Asamblea de Ordinarios Católicos de Tierra Santa, Su Beatitud Michel Sabbah; el arzobispo de Haifa, el greco-melkita Boutros Mouallem, vicepresidente de la Asamblea de Ordinarios Católicos; el Patriarca ortodoxo de Jerusalén, Diodoros I; el Patriarca ortodoxo armenio, Torkom; el exarca grecomelkita Georges El-Murr… Una verdadera pléyade de los más importantes patriarcas y obispos de Tierra Santa. Tras cada nueva presentación, mi desconcierto aumentaba. ¿Acaso nuestra misión ya no era tan secreta como al principio? ¿Es que no había dicho Su Eminencia el cardenal Sodano que debíamos guardar completo silencio sobre lo que estábamos haciendo y lo que estaba pasando?

Farag se dirigió hacia Pierantonio y lo saludó con afecto mientras que Glauser-Róist se mantuvo a una discreta distancia que no me pasó desapercibida. Ya no me cabía la menor duda de que entre mi hermano y la Roca existía una profunda animadversión por algún motivo desconocido. No obstante, a lo largo de la charla que tuvo lugar a continuación, también pude comprobar que muchos de los presentes se dirigían a la Roca con un cierto temor, y algunos, incluso, con un marcado desprecio. Me prometí a mí misma que ese misterio no iba a quedar sin resolver antes de abandonar Jerusalén.

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