– Sí, tú. Y no me vengas con el cuento de que sabes todo eso acerca de Glauser-Róist porque la Iglesia es una gran familia donde todo se comenta.
– ¡Hombre, eso también es cierto! Los que estamos dentro de la Iglesia, ocupando determinados puestos, lo sabemos todo de casi todo.
– Puede ser -murmuré mecánicamente, mirando las lejanas nucas de Murphy Clark, la Roca y Farag-; pero a mí no me engañas. Tú has tenido algún problema con el capitán Glauser-Róist y me lo vas a contar ahora mismo.
Mi hermano soltó una carcajada. Un rayo de sol, que se afiló al pasar entre dos nubes, le iluminó directamente la cara.
– ¿Y por qué tendría que contarte nada, pequeña Ottavia? ¿Qué podría impulsarme a confesarte pecados que no se pueden revelar y, mucho menos, a una hermana pequeña?
Le miré friamente, con una sonrisa artificial en los labios.
– Porque, si no lo haces, me voy ahora mismo con Glauser-Róist, le cuento todo lo que me has dicho y le pido que me lo explique él.
– No lo haría -replicó muy ufano. En serio que no le pegaba nada el humilde hábito franciscano-. Un hombre como él jamás hablaría de este tipo de asuntos.
– ¿Ah, no…? -Si él estaba jugando fuerte, yo podía ser mucho más fanfarrona-. ¡Capitán! ¡Eh, capitán!
La Roca y Farag se volvieron a mirarme. El padre Murphy giró su inmensa barriga un poco más tarde.
– ¡Capitán! ¿Puede venir un momento?
Pierantonio se había puesto lívido.
– Te lo contaré -masculló viendo que Glauser-Róist retrocedía para acercarse hasta nosotros-. ¡Te lo contaré, pero dile que no venga!
– ¡Capitán, perdóneme, me he equivocado! ¡Siga adelante, siga! -Y le hice un gesto con la mano indicándole que volviera con los otros.
La Roca se detuvo, me observó detenidamente y luego giró y continuó adelante. Un extraño grupo de seis o siete mujeres vestidas íntegramente de negro nos empujó hacia un lado y nos adelantó. Iban cubiertas con un largo manto que las envolvía desde el cuello hasta los pies y, en la cabeza, llevaban un curioso tocado, una especie de minúsculo sombrerito redondo, caído sobre la frente, que sujetaban con un pañuelo atado alrededor de la cabeza. Por su aspecto, deduje que debían de ser monjas ortodoxas, aunque no pude adivinar a qué Iglesia pertenecían. Lo curioso fue que, casi inmediatamente, nos sobrepasó otro grupo semejante, aunque sin sombrerito y con largos cirios de cera amarilla entre las manos.
– ¡Pequeña Ottavia, te estás volviendo muy terca!
– Habla.
Pierantonio se mantuvo silencioso y meditabundo durante bastante tiempo, pero, al final, inspiró profundamente y comenzó:
– ¿Recuerdas que te hablé, allá, en casa, de los problemas que tenía con la Santa Sede?
– Lo recuerdo, sí.
– Te hablé de las escuelas, los hospitales, las casas de ancianos, las excavaciones arqueológicas, las casas de acogida de peregrinos, los estudios bíblicos, el restablecimiento del culto católico en Tierra Santa…
– Sí, sí, y me hablaste también de la orden que te había dado el Papa de recuperar el Santo Cenáculo sin facilitarte, a cambio, el dinero necesario.
– Exacto. El tema va por ahí.
– ¿Qué has hecho, Pierantonio? -le pregunté, apenada. De pronto, la Vía Dolorosa se había vuelto dolorosa de verdad.
– Bueno… -titubeó-. Tuve que vender algunas cosas.
– ¿Qué cosas?
– Algunas de las cosas encontradas en nuestras excavaciones.
– ¡Oh, Dios mío, Pierantonio!
– Lo sé, lo sé -afirmó, contrito-. Si te sirve de consuelo, se las vendía al propio Vaticano, a través de un testaferro.
– ¿Qué estás diciendo?
– Hay grandes coleccionistas de arte entre los príncipes de la Iglesia. Poco antes de que se inmiscuyera Glauser-Róist, el abogado que trabajaba a mis órdenes en Roma vendió a un prelado, al que tú conoces personalmente porque estuvo mucho tiempo en el Archivo Secreto, un antiguo mosaico del siglo VIII, encontrado en las excavaciones de Banu Ghassan. Pagó casi tres millones de dólares. Creo que ahora lo exhibe en el salón de su casa.
– ¡Oh, Dios mío! -gemí. Estaba hundida.
– ¿Sabes cuántas cosas buenas hicimos con todo ese dinero, pequeña Ottavia? -Mi hermano no parecía sentirse culpable en absoluto-. Fundamos más hospitales, dimos de comer a mucha más gente, creamos más casas de ancianos y más escuelas para niños. ¿Qué fue lo que hice mal?
– ¡Traficaste con obras de arte, Pierantonio!
– ¡Pero si se las vendía a ellos! Nada de lo que comercié fue a parar a manos que no estuvieran bendecidas por el sacerdocio, y todo el dinero que gané lo invertí en las necesidades más urgentes de los pobres de Tierra Santa. Algunos de esos príncipes de la Iglesia tienen muchísimo dinero y aquí nos falta de todo… -respiró entrecortadamente y vi reaparecer el odio en su mirada- Hasta que, un buen día, se presentó en mi despacho tu amigo Glauser-Róist, del que yo ya había oído hablar. Resulta que había estado haciendo averiguaciones y que estaba al tanto de mis actividades. Me prohibió continuar con las ventas, so pena de hacer estallar el escándalo, manchando mi nombre y el nombre de mi Orden. «Tengo recursos para que mañana su cara salga en la foto de portada en los diarios más importantes del mundo», me dijo sin alterarse. Le hablé de los hospitales, los asilos, los comedores públicos, los colegios… Le dio exactamente lo mismo. Ahora, las deudas nos ahogan y no sé cómo voy a resolver esta situación.
¿Qué me había dicho Farag en las catacumbas de Santa Lucía? «Aunque la verdad haga daño, siempre es preferible a la mentira.» Ahora yo me preguntaba si la bondad de mi hermano, aunque hiciera daño no era preferible a la injusticia. ¿O quizá dudaba porque se trataba de mi hermano y estaba buscando desesperadamente la manera de justificarle? ¿O quizá era que la existencia no estaba formada por bloques blancos o negros, y se trataba, en realidad, de un mosaico multicolor de combinaciones infinitas? ¿No era la vida, acaso, un cúmulo de ambigüedades, de matices intercambiables que intentábamos constreñir en una estructura absurda de normas y dogmas?
Para cuando yo me hacía estas disquisiciones, nuestro pequeño grupo entró, de golpe, nada más doblar una esquina, en la plazuela de la basílica del Santo Sepulcro. Me quedé en suspenso, conmocionada. Allí, frente a mí, se hallaba el lugar donde Jesús fue crucificado. Sentí que las lágrimas subían a mis ojos y que la emoción me desbordaba.
La basílica mandada construir por Santa Helena en el lugar donde creyó descubrir la Verdadera Cruz de Cristo era impresionante -ángulos rectos, piedra sólida y milenaria, grandes ventanas enrejadas, torres cuadradas con cubiertas de ladrillo rojo…- y la plaza estaba abarrotada de gente de toda raza y condición. Grupos de turistas se arremolinaban en torno a estrechas cruces de madera y entonaban cantos religiosos en varias lenguas que, al mezclarse en la caja de resonancia que era la plaza, semejaban un zumbido discordante. Allí se encontraban también, en el pórtico, las monjas ortodoxas con las que nos habíamos cruzado en el camino, dando la espalda a otras monjas -estas católicas- vestidas con hábitos claros de falda corta. Muchas mujeres llevaban colgando del cuello, a modo de collares, hermosos rosarios y, algunas otras, los rezaban puestas de rodillas sobre el duro suelo empedrado. Había también muchos sacerdotes católicos y religiosos de las órdenes más diversas, y abundaban las largas barbas pobladas, típicas de los monjes ortodoxos que iban, además, cubiertos con negros gorros tubulares de variados modelos: lisos, adornados con ribetes y puntillas, con un tejadillo en forma de chimenea o, incluso, con una larga toca que colgaba a lo largo de la espalda hasta la cintura. Por encima de todo este caos humano, volaban multitud de palomas blancas que parecían ignorar al gentío, planeando de una cornisa a otra, de una ventana a otra, buscando la mejor vista del espectáculo. La fachada de la basílica era muy curiosa, con unas puertas gemelas situadas bajo dos ventanas también gemelas de arco apuntado, aunque, extrañamente, la puerta de la derecha aparecía tapiada con grandes sillares. Y el interior… Bueno, el interior era deslumbrante. Como la entrada se efectuaba por un lateral de la nave, no se podía tener una perspectiva completa hasta que no se había avanzado lo suficiente, pero, mientras tanto, la luz de cientos de candiles orientales iluminaba el trayecto. Fue un momento tan emocionante que apenas puedo recordar todo lo que vi. El padre Murphy nos iba explicando detalladamente los pormenores de cada lugar por el que pasábamos. En el atrio, a la entrada, rodeada de candelabros y lámparas, se encontraba la Piedra de la Unción, una gran losa rectangular de caliza roja en la que se suponía que habían puesto el cuerpo de Jesús tras bajarlo de la cruz. La gente, enfervorecida, echaba agua bendita sobre la piedra y luego decenas de manos se lanzaban a humedecer en ella pañuelos y rosarios. No había manera de poder acercarse hasta allí. En el centro de la basílica se hallaba el Catholicón, el lugar donde supuestamente estuvo el Santo Sepulcro, con una fachada cubierta de lamparillas dentro de preciosos globos de plata. Encima de la puerta había tres cuadros que hablaban de la Resurrección de Jesús, cada uno de ellos de un estilo diferente: latino, griego y armenio. Pasando la puerta del Catholicón, se llegaba a un pequeño vestíbulo llamado Capilla del Ángel, porque se suponía que era allí donde éste había anunciado la Resurrección a las Santas Mujeres. Tras otra portezuela, se encontraba el Santo Sepulcro propiamente dicho, un recinto pequeño y estrecho en el que se divisaba un banco de mármol que recubría la piedra original en la que fue colocado el cuerpo de Jesús. Me arrodillé un segundo -la afluencia de gente no permitía mucho más-, y salí con menos unción de la que tenía al entrar. El entorno quizá fuera hipnótico y proclive a un cierto tipo de síndrome religioso de Estocolmo, pero el agobio de la multitud me restaba fervor.
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