Gervasio Antonio Posadas, Director Supremo de las Provincias Unidas, repasa una vez más, con la frente transpirada, los antecedentes de la terna. La elección es más difícil de lo esperado.
Estanislao Courrande cuenta en su haber valientes acciones corsarias contra los ingleses, cuyo comercio venía hostilizando desde 1803.
Benjamín Sea ver nació en Estados Unidos pero juró lealtad a Su Majestad británica. Llegó a las Provincias Unidas con el propósito de comerciar mulas. Un accidente lo obligó a recalar para reparar las averías de su goleta. Ocho marineros quedaron a bordo y se hicieron a la vela, abandonándolo. Para resarcirse de la pérdida no vaciló en robar dos buques españoles. Simpatizó con los patriotas y éstos, admirando su ingenio y arrojo, le encargaron recuperar el queche Hiena , capturado por los realistas. Aunque el objetivo fracasó -la alarma previno a la tripulación del queche, que zarpó poniéndose a salvo-, Seaver apresó dos faluchos de guerra en esta reñida acción nocturna, produciendo cuantiosas pérdidas al enemigo.
Guillermo Brown se ha granjeado el respeto de los pocos marinos que ya trabajaban para las Provincias Unidas. Su inteligencia en la táctica y su audacia en la acción, su sensibilidad con los subordinados y su caballeresca arrogancia con los superiores, le conferían rasgos de caudillo. Además, tenía una sólida formación náutica y un acabado conocimiento de las aguas donde se desarrollarían los combates.
Posadas designa a Brown Jefe de la Escuadra. Brown tiene treinta y siete años, de los cuales se pasó más de cinco lustros en el mar.
Seaver se ofende y no acepta la autoridad del irlandés. Pero los acontecimientos se precipitan; la escuadra española emerge del río como una interminable muralla erizada de fusiles y cañones, lista para un ataque devastador. Brown se adelanta a una posible indisciplina del norteamericano avisándole que izará su insignia en la Hércules y "barco ninguno de la Patria, bajo pretexto cualquiera, podrá abandonar este puerto antes que la Hércules ". Le ordena que apronte su goleta y le anuncia que recibirá un libro de señales, al que "dará usted exacto cumplimiento en nombre de la Patria y en el de todos los que desean el triunfo de su causa". "Encarezco a usted la mayor decisión y pericia en el manejo de su buque contra el enemigo común". Por último, le desea "el mejor éxito y gloria como compañero de armas".
Benjamín Franklin Seaver, capitán de la goleta de guerra Julieta , lee con disgusto el mensaje de quien se considera su jefe y le responde con una estocada irónica. Ignora -dice- que él (Seaver) o su goleta "estén agregados al resto de la escuadra como para que el capitán Brown le haya dirigido la nota precedente".
Brown sabe que esta indisciplina puede generar una derrota. Comprende la dignidad de sus subordinados, pero no admite conductas que dañen la estrategia del, combate. O se acata su autoridad o queda sellado el fracaso. Se dirige a Larrea, denunciando que está muy disgustado" como consecuencia de un bosquejo, o plan, que yo le entregué" (a Seaver) y que no fue tenido en cuenta. Brown recuerda que no había querido asumir el mando de la escuadra, pero acabó aceptando la honrosa designación efectuada por el Director Supremo: a pesar de tener motivos importantes, "mis deseos por el bienestar de la nación me indujeron a servir como comandante de la flota pero, para gran sorpresa mía, existe otro comandante". Atribuye a su ex socio White -con quien rompió poco tiempo atrás- los errores en las designaciones. White "demuestra mucha actividad en todo sentido menos el correcto". Además, agrega, "su morosidad ha determinado que la flota permaneciera en el puerto una quincena más de lo necesario". Se excusa por no entrar en detalles, concluyendo" que el Gobierno ha de decidir entre confiar el mando a Seaver, o exonerarle del servicio, por cuanto un cooperador conjunto como el que el sutil señor White desearía introducir, no puede ser el bienestar de la escuadra nacional".
Larrea muestra la carta al Director Supremo. Se convoca a una reunión general de ministros. El tiempo juega en favor de España; algunos creen que ya no vale la pena sacrificar hombres en combates fluviales. Larrea insiste para que se defina la autoridad de la escuadra. Nadie acepta exonerar al intrépido Seaver. ¿Y Brown, entonces? Por un minuto cruza por la sala el espectro de la derrota, por un minuto surge la posibilidad de eliminar al altivo irlandés. Quizá ya es demasiado tarde para atacar Montevideo, se continúa insistiendo. Los pañuelos con puntillas salen de las mangas para secar los rostros transpirados.
– Está bien -acuerda el Director Supremo-: no toco a Seaver. Pero Guillermo Brown seguirá como jefe de la escuadra nacional.
Era una fórmula de transacción. Para algunos era una fórmula confusa y riesgosa. Pero con ella se acababa de elegir el camino que salvaría a la Revolución de Mayo.
Guillermo Brown considera que no hay tiempo para ejercicios. Despliega su insignia en la fragata Hércules y parte hacia un encuentro audaz con la indominable escuadra realista comandada nada menos que por el bravo capitán de navío Jacinto de Romarate. Romarate había luchado a las órdenes de Liniers contra las invasiones inglesas y realizó una heroica y tenaz defensa de Buenos Aires. No entendió la Revolución de Mayo, a la que consideraba una enojosa sublevación. El fue quien destruyó la primera flotilla patriota y envió a prisión al enloquecido Azopardo. Su acendrada lealtad a Fernando VII no le permitiría ceder el control de las aguas.
El combate empieza el 10 de marzo y se prolonga hasta la mañana siguiente. Brown pretende apoderarse de la isla Martín García, pórtico de los ríos interiores. Las baterías escupen sus descargas y una densa humareda va cubriendo el campo de acción. La Hércules , empujada por los disparos enemigos, encalla en un banco de arena. Enseguida se convierte en el blanco principal de los españoles. Durante horas soporta una metralla inacabable. Sobre cubierta cae ensangrentada una cuarta parte de sus hombres. Los marinos españoles, formados en la Real Armada, corroboran su franca superioridad sobre las sucias y torpes fuerzas de las Provincias Unidas.
Mientras la Hércules se afana por liberarse del banco, el resto de la escuadra patriota se empeña en hostilizar a Romarate para sacarlo del lugar. Benjamín Seaver y otros oficiales son barridos por las balas. Comienza la lista de nuestros mártires navales. El cirujano Bernardo Campbell no alcanza a socorrer a tantos heridos, ni posee los elementos necesarios para desinfectar heridas o entablillar fracturas. Con los ojos fuera de órbitas, hinchado de rabia, denuncia que "varios de nuestros hombres más valientes estarían aun vivos quizá, si hubiesen existido a bordo los medios con qué socorrerlos. No los había, y nuestro botiquín era más apropiado para alguna vieja o para enfermos de consunción, que para marineros (…) que sólo necesitan aquellos remedios indispensables para curar heridas, accidentes, de los cuales no se nos ha provisto; pudiendo afirmar con seguridad que una onza de tela emplástica con un poco de seda para ligaduras, habría sido de mayor utilidad a este buque, que el botiquín entero".
Al caer la noche cesan los disparos. Sobre la cubierta del Hércules yacen decenas de hombres muertos o heridos. Brown camina entre los moribundos, distribuye agua y ron, pronuncia palabras de aliento. Teme haber empezado mal su carrera. Pero no está dispuesto a retirarse: logrará la victoria: Le aconsejan volver a puerto para reparar las averías.
– No. Que prosigan los esfuerzos para reflotar la nave; que se pidan tropas frescas a Colonia.
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