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Marcos Aguinis: El Combate Perpetuo

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Marcos Aguinis El Combate Perpetuo

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El combate perpetuo: Una biografía admirable con ritmo de novela – Marcos Aguinis: Guillermo Brown es una de las figuras decisivas de la historia argentina. Sin embargo, el trato que la historia le ha dado a menudo ha oscurecido al hombre y acartonado al prócer. Este libro de Marcos Aguinis – `esta biografía con ritmo de novela`, como el mismo la define – es, además, una lúcida y exitosa operación de rescate. Rescate del héroe y del personaje, puesto que el almirante Guillermo Brown aparece en toda su dimensión épica, pero también porque tal dimensión no borra ni excluye los rasgos que lo convierten en el protagonista de un libro de aventuras. Alguien, como consigna el autor, cuyas vicisitudes hubieran apasionado por igual a los novelistas del siglo diecinueve y del siglo veinte. Y que apasionarán asimismo a los lectores. Redactada en tiempos difíciles, cuando la incertidumbre y el desaliento parecían volver impensable una obra de esta laya, El combate perpetuo invita a ser leída y releída como cautivante relato y también como forma de tratar la historia de un modo distinto, nunca esquemático ni maniqueo, siempre riguroso e inteligente.

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Brown, sobre la veteada mesa del comedor, desplegó varios mapas. Le había comenzado a dominar el deseo de abandonar Europa. Ahora que estaba casado, que esperaba tener hijos, anhelaba alejarse de ese continente convulsionado y ensangrentado por las interminables guerras napoleónicas. Lejos, muy lejos, casi donde el dedo cae de la mesa -¿observas, Eliza?-, corre el río más ancho del mundo. Los primeros navegantes lo llamaron Mar Dulce. En una de sus riberas existe una ciudad dominada por un cerro cónico y en la otra se levanta la capital del Virreinato. Los ingleses pudieron ejercer su dominio en esa zona durante un año y trajeron noticias excitantes sobre su gente y costumbres. Allí podríamos construir un hermoso y apacible hogar.

Los familiares de Elizabeth no estuvieron conformes con tamaño alejamiento. Para practicar el comercio marítimo no tenía que irse al fin del mundo, argumentaron. Guillermo escuchó, filtró, reflexionó, pero actuó según su criterio. Le gustaba consultar, que era diferente a obedecer. En el último eslabón sólo se fiaba de sí mismo. Esta conducta le reportaría éxitos, pero también amargos inconvenientes. La familia de su mujer desparramó razones y lágrimas. Brown consoló con una mano y empacó con la otra. Su decisión ya era irreversible. ¿Acaso barruntaba el destino que le aguardaba en esas tierras desconocidas, casi salvajes? ¿Intuía el estallido de movimientos revolucionarios como los que exaltaron a Irlanda, como los que relataban con unción sus viejos camaradas norteamericanos, como los que alumbraron París? ¿O era sincero su propósito de descansar de tanta guerra y para eso, precisamente, elegía "el fin del mundo"?

Zarparon en el Belmond . La costa europea, envuelta en humaredas de cañones e incertidumbre, se hundió en la lejanía. A fines de 1809, tras una travesía turbulenta, desembarcaron en el puerto de Montevideo. Elizabeth traía en su vientre a una hija, la que llegaría él ser novia desdichada del héroe más joven de la escuadra nacional.

3

Naves de poco calado -sumacas, faluchos, balandras, lugres, pinazas- se desplazan por el río anchísimo en un laborioso comercio que el monopolio español se esfuerza por mantener dentro de madre. En la Banda Oriental el negocio de cueros y el contrabando nuclean la actividad de los pudientes. Brown se entera de la abundancia increíble de vacunos que se reproducen en territorios que ni siquiera fueron colonizados, y que la apropiación de estos bienes se hacía más de hecho que de derecho. Establece contacto con ciudadanos británicos y estadounidenses -por la comunidad de lengua- y se esmera en aprender castellano, al que jamás lograría domar. Adquiere una embarcación de cabotaje para comerciar con los puertos brasileños.

Pero antes sale de Montevideo, cruza el dilatado río y el 18 de abril de 1810 ingresa por primera vez en la capital del Virreinato. En sus hondas faltriqueras se arrugan varias direcciones. No le resulta complicado orientarse. Buenos Aires es parecida a Montevideo, con pocas casas altas, aunque algunas muy bien construidas. El Fuerte protege a la ciudad, rodeado de un foso profundo que se traspone por puentes levadizos. En el otro extremo de la plaza domina el Cabildo, en cuyos altos vive el alguacil mayor. La atmósfera de otoño es transparente y al atardecer un airecillo de hierba perfuma las calles. Le advierten que el nombre de la ciudad no garantiza el clima: llueve demasiado, y entonces la luz argéntea desaparece por semanas. Los carruajes y los animales se hunden en el barro pegajoso, las casas bajas son invadidas por las corrientes sucias, los negros y mulatos forman legión -empapados los pobres hasta los huesos- para socorrer a los vehículos entrampados en el légamo universal.

Brown atraviesa las esquinas haciendo equilibrio sobre tablones provisorios y tiene que mudar varias veces la ropa para continuar sus actividades. En mayo el sol puja efímeramente por restablecerse. Fulgen por horas los charcos en la plaza mayor. Tras las retorcidas rejas se abren las ventanas que ventilan interiores donde lucen espléndidos muebles de caoba y jacarandá. Mientras Brown conversa con un comerciante originario de Bastan llamado Guillermo Pío White, una carreta sobrecargada de carne avanza pesadamente; se bambolea sobre la calle accidentada; y un enorme cuarto de vaca empieza a resbalársele desde lo alto. Unos chicos hacen señas al carretero, pero el hombre encoge los hombros: ¡qué importa un poco más o un poco menos de carne! La jugosa pieza cae al suelo y se aplasta en el barro. Brown no oculta su perplejidad: ese enorme y suculento trozo haría las delicias de una aldea entera en Europa. -Aquí hará la delicia de los perros -contesta su interlocutor-: los perros de Buenos Aires engullen tanta carne que ni pueden moverse, no sirven ni para ahuyentar ratones. Tenemos tantos ratones que valen por un ejército.

En contraste abundan los comercios donde se vende ropa de buena calidad. Los habitantes con recursos visten a la moda europea, aunque sin extremar el lujo. White lo invita a una reunión donde las damas y caballeros revelan destreza en la danza y pulimientos en la conversación. Pero sobre todo detecta un aire de vísperas que no soplaba en Montevideo. Averigua, se interesa, le proporcionan datos sugerentes, inquietantes. Cuando recorre las calles observa que mientras las negras vocean empanadas, los hombres discuten con ardor. Le cuentan que no sólo se discute en las calles, sino en salones, patios, zaguanes, atrios y hasta jabonerías.

Fernando VII fue arrestado por el águila napoleónica. Estas tierras quedan sin dueño nominal y sus presuntos herederos o representantes se disputarán la posesión. Brown desatiende su programa comercial, atraído por los sucesos que se precipitan. Estas tierras del "fin del mundo" sacuden sus costras de quietud. Y él ha llegado para presenciar el momento exacto en que se producirá la detonación. Como si su tío, desde las vecindades de Dios, hubiera dispuesto que experimentase por él la pascua que se frustró en Irlanda, el fulgurante salto de un pueblo hacia la libertad. Vive con arrebato la tensa y lluviosa semana en que trepida el Cabildo, se expulsa al Virrey y se establece una Junta. Se abre paso a codazos para oír una arenga del doctor Mariano Moreno, a quien llaman el jacobino y cuya impetuosidad vale por una legión; entiende poco lo que dice, pero su voz y el entusiasmo que desencadena lo transportan a los montes donde el sermón y el viento y la sangre galopaban al Unísono. También conoce al hábil Juan José Paso: sus argumentos tienen el filo de los aceros damasquinados que en cuatro fintas desbaratan un alud de puntas españolas; un hombre así les hacía falta a los irlandeses para tapar las sucias bocas de los parlamentarios que en Londres sancionaban leyes de hambre y dolor. Brown lo contempla con extrema simpatía, la misma que Juan José Paso le tendrá a él cuando, tan sólo una década después, intercederá ante el Ejecutivo para sacarlo de la cárcel.

Sonríe ante el travieso desafío de los emblemas blanquicelestes -un color tan pálido- contra las franjas ignívomas de la Corona. Le fascina la temeridad del proceso: esta gente no dispone de tropas adecuadas para defenderse de las aguerridas formaciones realistas que vendrán a aplastarlas, ni asomo de escuadra para detener un solo buque adversario. Pero le gusta, lo marea, lo embriaga, lo deleita la palabra que se repite con obsesión y que aprende a pronunciar y gritar: libertad, libertad. En su defectuoso castellano se desgañita en la plaza, frente al adusto Cabildo.

Elizabeth -cuando él le narra exaltado lo que ha visto- comprende su transformación. No es un hombre diferente: ha vuelto a ser el Guillermo de Foxford, el que conoció a través de gestos, impulsos, relatos llenos de pasión. Le acaricia la diestra huesuda y contempla su nariz larga, su mentón abultado, sus labios gruesos y entreabiertos, sus ojos rejuvenecidos. Intuye que ha calzado en una ruta plagada de incertidumbre y de tormentas. Que la ha elegido y no la abandonará.

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