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Marcos Aguinis: El Combate Perpetuo

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Marcos Aguinis El Combate Perpetuo

El Combate Perpetuo: краткое содержание, описание и аннотация

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El combate perpetuo: Una biografía admirable con ritmo de novela – Marcos Aguinis: Guillermo Brown es una de las figuras decisivas de la historia argentina. Sin embargo, el trato que la historia le ha dado a menudo ha oscurecido al hombre y acartonado al prócer. Este libro de Marcos Aguinis – `esta biografía con ritmo de novela`, como el mismo la define – es, además, una lúcida y exitosa operación de rescate. Rescate del héroe y del personaje, puesto que el almirante Guillermo Brown aparece en toda su dimensión épica, pero también porque tal dimensión no borra ni excluye los rasgos que lo convierten en el protagonista de un libro de aventuras. Alguien, como consigna el autor, cuyas vicisitudes hubieran apasionado por igual a los novelistas del siglo diecinueve y del siglo veinte. Y que apasionarán asimismo a los lectores. Redactada en tiempos difíciles, cuando la incertidumbre y el desaliento parecían volver impensable una obra de esta laya, El combate perpetuo invita a ser leída y releída como cautivante relato y también como forma de tratar la historia de un modo distinto, nunca esquemático ni maniqueo, siempre riguroso e inteligente.

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A los diecinueve años fue apresado por un buque inglés. Aunque ya tenía la matrícula de capitán fue llevado como botín de leva. Sus ojos azules, llameantes, miraron con odio a los oficiales que procedían con tanta arbitrariedad. Era la misma gentuza que había arruinado a su padre y ahora lo quería arruinar a él. En contra de su voluntad debía servir a esa bandera de líneas cruzadas; de la que hacía poco se habían liberado sus camaradas norteamericanos. Guillermo nació bajo esa bandera pero no la recordaba como alero protector, sino como tenaza.

En la penumbra del barco inglés pergeñó tácticas de fuga. Había que esperar la llegada a un puerto o la proximidad de una nave enemiga. Ocurrió lo último. El Président , francés, provocó la alarma. Empezó un combate en el que Brown y sus amigos sabotearon las defensas.

Sabían que Lafayette había colaborado en la emancipación norteamericana y que los principios revolucionarios de París propugnaban la justicia universal. Los ingleses tuvieron que rendirse. El botín de leva, empero, sufrió la decepción. El Président no era comandado por Lafayette ni a sus oficiales les interesaba la filosofía de la Revolución Francesa. Guillermo Brown fue arrinconado como enemigo en un sucio calabozo. Injusticia enloquecedora: los ingleses lo habían discriminado por irlandés, luego apresado como norteamericano y ahora los franceses -a quienes ayudó en la batalla- lo despreciaban como inglés. Y no había forma de demostrarles su error. Lo enviaron al puerto militar de L'Orient y de allí a la prisión de Metz. Estaba en pleno continente europeo, lejos de América y también lejos de su Foxford natal. Protestó por los equívocos absurdos: él no era súbdito de la corona británica, sino que fue víctima de un ataque inglés a un barco americano. No merecía la cárcel. Pero los franceses, obsesionados con su enemigo de allende la Mancha, no creyeron esas historias retorcidas.

Guillermo tenía paciencia en el mar, aun cuando su superficie parecía tapada con un manto de aceite y del aire se esfumaba toda brisa: en algún momento, ineludiblemente, sobrevendría el cambio de la atmósfera. Pero nada de paciencia tenía en el monótono encierro de Metz, injusto y absurdo hasta la sublevación. Le advirtieron que era peligroso huir; no encontraría aliados hasta muchas millas de distancia. Él había desarrollado una cualidad que volvería a presentarse en cien oportunidades: la lucidez ante el peligro. En ese momento se iluminaba. Los riesgos dejaban de ser riesgos, los obstáculos se convertían en banalidades. Como resultado de esa lucidez, una mañana el guardián encontró la celda vacía y desparramó la alarma. Brown ya estaba lejos vistiendo un traje de oficial francés. Al llegar a un molino, un soldado que se paseaba bajo los árboles lo vio transpirado y desaliñado. Se acercó para brindarle ayuda. Brown no era capaz de pronunciar un monosílabo en buen francés. Estiró su chaqueta y reanudó la marcha. El soldado apuró el paso. Cuando ya le daba alcance, Brown entendió que sólo tenía una escapatoria: correr. El soldado se despabiló súbitamente y gritó pidiendo ayuda. Apareció el molinero armado de un garrote. Los tres se abrocharon con puños y patadas hasta que el garrote consiguió aplastar a Guillermo.

La cárcel de Metz resultaba insegura y lo trasladaron a Verdún; lo confinaron en el calabozo más alto y hermético. Pero desde el primer día empezó a estudiar otra fuga. Percutió las paredes, examinó cada baldosa, se trepó hasta el techo superponiendo cama, mesa y silla. En el calabozo contiguo estaba el coronel inglés Crutchley. Arrancó un fierro del asador donde calentaba su comida y empezó a horadar el muro bajo la cama con el propósito de establecer comunicación con su vecino. Barría el piso con su sucia chaqueta y escondía los escombros en un baúl. Cuando le fue posible pasar la cabeza, urdió un plan con su flamante cómplice. Decidió labrar otro boquete en el techo. Trabajó de noche, con paciencia, con tenacidad. Tapaba el agujero durante el día con la bandera de su barco, de la que no se desprendió en ningún momento. Esta lealtad al emblema fue gratificante: consiguió abrirse un camino hacia la libertad sin despertar sospechas. Cuando la abertura dejaba pasar el cuerpo, con Crutchley armaron un cable atando todas las sábanas y treparon a la azotea. Acecharon el desplazamiento de los centinelas; se agazaparon en un rincón oscuro y fijaron la cuerda. Al quedar desprotegida la muralla se precipitaron al exterior y echaron a correr hacia el este. Se ocultaron en el bosque durante el día y con las primeras sombras reanudaron la marcha. El coronel, agotado por la tensión y la fatiga, no pudo continuar; se desmoronó al borde del camino con la boca llena de espuma pegajosa. Brown lo cargó al hombro durante un trecho. En una aldea, simulando mudez, consiguieron chocolate crudo. Por fin divisaron el Rhin, límite de Francia con Alemania. En una barca, su dueño esperaba pasajeros fumando una larga pipa. Los fugitivos, con muecas y ademanes le pidieron que los cruzara a la otra orilla. El barquero se negó: esperaba a tres comerciantes que ya le habían pagado, que estaban por llegar. Y siguió disfrutando de la pipa. Guillermo le saltó al cogote. O los cruzaba o lo estrangulaba allí mismo. El rubicundo alemán se congestionó, asintió con los ojos desorbitados. Empuñó los remos y obedeció enérgicamente. Por el majestuoso río navegaban embarcaciones de carga y algunos veleros. Cuando llegaron a tierra alemana le expresaron en inglés y mal francés su agradecimiento. El coronel buscó en sus ropas destrozadas algún objeto, encontró una medalla y se la obsequió. El barquero se conmovió, sorprendido, y sonrió con la vista nublada. Entonces les confesó que no esperaba a tres comerciantes, sino a tres policías: había estado a punto de malograrles la libertad. Los fugitivos se miraron, lanzaron un alarido, se abrazaron y estallaron en una nerviosa, des controlada carcajada. Echaron a correr como galgos arrojándose las briznas de hierba que arrancaban de la colina.

Tuvieron la fortuna adicional de enterarse que una princesa inglesa estaba casada con el duque de Wurtenberg. El coronel Crutchley se enderezó como si ya estuviera saludando a Su Graciosa Majestad y la Corte en pleno; le hervía la patriótica sangre de Albión. Guillermo se divirtió con el regocijo de su compinche y la paradoja de que el viejo y odiado poder inglés por fin le brindase ayuda. Mayor fue el regocijo cuando la princesa aceptó recibirlos. La embelesaron con el relato de sus peripecias y ella, en retribución, dispuso con anglosajona eficiencia que les entregaran ropa, dinero y pasajes para volver a Inglaterra como héroes de la nación.

Otra vez el mar. El infinito, omnipotente mar. El maravilloso bramido de sus olas. El azul. Guillermo aspiró la salobridad que impregnaba el aire. Y que humedecía su cara, su alma.

En Inglaterra se separaron los amigos. Crutchley se reincorporó al ejército y Guillermo Brown ingresó en la marina mercante. Después de haber sido perjudicado dos veces por la Corona británica, se ponía a su servicio en busca de paz. Paradojas del Señor. No estaba su tío para explicarlas.

Cultivó la amistad de Walter Chitty, quien pronto lo introdujo en su familia llena de marinos. La frecuentó con creciente entusiasmo para hablar de rutas y bajeles. Y porque le había fascinado su hermana Elizabeth. Le perturbaba y arrobaba la melodiosa voz, sus espesos bucles, el porte distinguido, los ojos satinados. Habló dirigiéndose a ella más que a los otros; y Elizabeth apreció la frontalidad de Guillermo, su aplomo, su modestia. Franquearon formalidades como las gacelas franquean cercos. En pocas semanas caminaron meses. La delicada mano de Elizabeth se decidió a acariciar la frente de Guillermo. Lo quería, sí, pero ella era protestante, pertenecía a la religión mayoritaria que hizo imposible la vida de su familia en Foxford. ¿Cómo educarían a los hijos? Guillermo ya había pensado la solución, quizás irresponsable, quizá pueril, pero que allanaba el reino de su amor: las hijas mujeres cultivarían la religión de su madre y los hijos varones la del padre. Se casaron el 29 de julio de 1809.

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