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Marcos Aguinis: El Combate Perpetuo

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Marcos Aguinis El Combate Perpetuo

El Combate Perpetuo: краткое содержание, описание и аннотация

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El combate perpetuo: Una biografía admirable con ritmo de novela – Marcos Aguinis: Guillermo Brown es una de las figuras decisivas de la historia argentina. Sin embargo, el trato que la historia le ha dado a menudo ha oscurecido al hombre y acartonado al prócer. Este libro de Marcos Aguinis – `esta biografía con ritmo de novela`, como el mismo la define – es, además, una lúcida y exitosa operación de rescate. Rescate del héroe y del personaje, puesto que el almirante Guillermo Brown aparece en toda su dimensión épica, pero también porque tal dimensión no borra ni excluye los rasgos que lo convierten en el protagonista de un libro de aventuras. Alguien, como consigna el autor, cuyas vicisitudes hubieran apasionado por igual a los novelistas del siglo diecinueve y del siglo veinte. Y que apasionarán asimismo a los lectores. Redactada en tiempos difíciles, cuando la incertidumbre y el desaliento parecían volver impensable una obra de esta laya, El combate perpetuo invita a ser leída y releída como cautivante relato y también como forma de tratar la historia de un modo distinto, nunca esquemático ni maniqueo, siempre riguroso e inteligente.

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Mientras prosiguen los trabajos de alistamiento, remite a White varios tripulantes para que les liquide sus sueldos y parte de las presas. La remuneración de la gente que regó con su esfuerzo la vida de la República es prioridad moral. Enterado de las necesidades de Agustín Sherman, escribe: "el portador no sólo prestó servicios como segundo contramaestre a bordo de la Hércules , sino que, siendo carpintero de oficio, trabajó de día como tal (…). Por consiguiente, tengo que recomendado a su consideración como hombre bueno y merecedor".

8

El gran reloj del Cabildo marca las diez de la mañana. Guillermo Brown cruza la plaza de la Victoria apoyándose en su bastón. Algunos durazneros florecen bajo el sol de septiembre. Los carros se desplazan con pereza, regocijados con la caricia de la luz. Brown mira hacia abajo, pensativo. Le preocupa la lenta reparación de las naves y la increíble morosidad en el pago a los hombres de su escuadra. Le consta cuán vacías están las arcas, pero más vacíos están los hogares de quienes murieron, quedaron inválidos o simplemente lucharon para salvar el país.

El sol calienta la nuca, reverbera sobre su cabellera dorada, se extiende sobre su espalda recta. Un saludo en inglés, susurrado, casi evasivo, lo arranca de la cavilación. Es Guillermo Pío White. El almirante lo detiene. White hesita, carraspea, ha recibido a varios marinos que Brown le manda para cobrar. Se estira los puños de, encaje, no puede sostener la mirada de su ex socio. Con leal desprendimiento invirtió sus bienes en la construcción de la escuadra y, a pesar de su astucia financiera, no consigue cumplir con las obligaciones contraídas; no tiene la culpa por la dilación en los pagos.

Brown le replica con dureza: no es justo hacer esperar a quienes más se han sacrificado.

White está de acuerdo, pero aún no dispone de fondos, la escuadra será su ruina.

– No me interesa su ruina, sino mis hombres.

White no tolera el tono seco y belicoso del almirante; el corazón le late en la garganta, ojalá que se vaya. Pero no se va, continúa reprobándole con los ojos, con los puños apretados, con los labios trémulos:

– Usted es indigno de la confianza que le brindó el Gobierno.

– ¡Cállese! -grita el norteamericano.

– ¡Pícaro! ¡Ladrón! -responde el almirante con la cara enrojecida.

White se descontrola y le asesta una bofetada en pleno rostro. La gente que se estaba aglomerando al oír la estentórea discusión, queda atónita. El armador huye al instante, perseguido a zancadas por Brown, cuya pierna fracturada le impide correr. Se refugia en un almacén y busca un arma para defenderse del bastón que agita el marino; sólo encuentra un largo palo con un plumero atado en la punta, que asoma por la reja. La afrenta es mayúscula. El almirante recapacita y se abstiene de ingresar donde su agresor. Se arregla la ancha corbata, alisa el cabello y, retornando su hidalga apostura, camina lentamente hacia la calle Reconquista, donde visitará a un amigo.

Guillermo Pío White es arrestado y confinado en la goleta Santa Cruz . El incidente mortifica a Brown. Pero como tiene noción de las proporciones, le dice al Director Supremo que, siendo su "empleo de autoridad y jurisdicción firme, estaba facultado para refrenar y escarmentar a un delincuente que los ultrajaba (…). Para que se vea que no es de mi interés, sino únicamente de mi honor y el de todas las autoridades castigar este atentado, me desprendo de la causa y reo, y todo lo pongo a disposición de V.E. Si es de su Supremo agrado que se lo ponga en libertad, como me dice el señor secretario de Guerra, creo que debo obedecer, pero también puedo suplicar que continúe en prisión hasta que V.E. determine la satisfacción que el delincuente deba darme". Termina la carta aclarando que no se vea su pedido como "intento de faltar a la subordinación y obediencia a que estoy obligado".

Pronto Guillermo Brown romperá esta obediencia en un acto pleno de temeridad que le ocasionará disgustos muchísimo más graves que el incidente con el atribulado armador.

9

Brown levanta la lámpara de alabastro y la instala en el centro de la mesa para que su mujer, concentrada en la costura, tenga mejor iluminación. Se sienta a su lado, en silencio. Los niños duermen. La brisa de hierba arrulla el follaje de los aguaribayes corpulentos que rodean la casa. Una chicharra se empeña en asegurar que le llega el estío. Brown afloja su cabeza contra el respaldo de la silla. La lámpara proyecta su sombra enorme contra la pared. Tamborilea los dedos.

– La Hércules será comandada por Miguel y el Trinidad por tu hermano Walter, Eliza. -Ella asiente, así estaba dispuesto hace meses, ¿no? Brown agrega:- Y yo comandaré la expedición…

Vuelven a callar. Elizabeth permanece quieta, la aguja inmóvil, tan turbada como su mano. Brown espera las preguntas inevitables. -¿Cómo, piensas abandonarnos otra vez, dejar los negocios recién tomados? ¿Piensas desobedecer al Gobierno? Te han ordenado que permanezcas en Buenos Aires; el Gobierno fue generoso, Guillermo: te obsequió la fragata Hércules , te respeta, te consulta; ¿o es que actúa de otra forma?

– No, el Gobierno insiste que permanezca en tierra.

Elizabeth no entiende; se resiste a entender. Cuando lo veía ir y venir aprestando la flotilla, interesándose por cada detalle, temía que lo entusiasmara el viaje. Pero las instrucciones reservadas eran precisas y Guillermo no cometería la torpeza de violar órdenes.

– No está bien… -balbucea Eliza.

– Se trata de una acción demasiado importante para que la confíe a gente inexperta -arguye Guillermo-. Es necesario encender el espíritu de la Revolución a lo largo del continente, quebrar el poderío de Lima, hostilizar la navegación del Pacífico, preparar el terreno para una eventual campaña libertadora en Chile, Perú, Nueva Granada…

Eliza le ruega que consulte.

– No; esta vez no haré consultas -se acaricia el amplio mentón-. El país está lleno de sinvergüenzas y de oportunistas. No pagan los sueldos; los oficiales ni tienen ropa. Me han regalado la Hércules , es cierto; parece hasta un regalo excesivo, demasiado grande para mis merecimientos. Pero yo he tenido que pagar las reparaciones; ¿te consta cuánto me ha significado aprovisionada? ¿Y todo esto para mandada al desastre? Se avecinan cambios políticos en Buenos Aires; y yo te digo que a mí no me interesan: son luchas de facciones que dispersarán las energías. Para eso me necesitan aquí, para arrastrarme a uno de los bandos. Eso no me gusta. Así que yo me voy, Eliza. Con tristeza, porque los dejo a ustedes, y con alegría porque haré algo bueno.

El día fijado embarca y asume el mando de la expedición. Los tripulantes celebran la presencia del aguerrido jefe, que destruye los inquietantes rumores sobre instrucciones secretas que lo conminaban a quedarse en Buenos Aires.

Da la vela hacia Colonia para completar su aprovisionamiento con carne de tasajo y otros artículos. El trayecto que le espera es demasiado largo y carente de recursos.

Las autoridades se enteran de su sorpresiva resolución y despachan un falucho para llamado al deber; no ocultan su cólera. Brown contesta sin rodeos que no está dispuesto a retractarse; ha meditado intensamente sobre este paso audaz; no tiene dudas. El Gobierno insiste, entre autoritario y suplicante, estableciendo un diálogo tenso y hasta hipócrita, porque llega a prometerle que si volviera a Buenos Aires con las naves, no habría dificultades en convenir que dirigiera la expedición más adelante, entregándole para ese fin los documentos necesarios. Pero Brown ya tiene en su poder los documentos y le escribe al Director Supremo que ninguna intriga le convencerá de regresar, aunque dejaba lo que más quería en el mundo; estaba contento por alejarse de "un lugar (Buenos Aires) donde veo a los hombres honestos despreciados y a los pícaros favorecidos".

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