Patrick Süskind
La Historia Del Señor Sommer
Traducción del alemán por Ana Ma. de la Fuente
Título de la edición original: Die Geschichte von Herrn Sommer
En la época en que aún me subía a los árboles -hace mucho, mucho tiempo, muchos años y décadas: yo medía entonces poco más de un metro, calzaba zapatos del veintiocho y era tan ligero que podía volar -no, no es mentira, yo entonces podía volar- o, por lo menos, casi, mejor dicho: hubiera podido volar, de haberlo deseado de verdad e intentado hacerlo como es debido, porque… porque me acuerdo bien, una vez por un pelo no levanté el vuelo, y fue precisamente en otoño, en mi primer año de colegio, un día en que, al volver a casa, soplaba un viento tan fuerte que, sin abrir los brazos, podía inclinar el cuerpo hacia delante como un saltador de esquí y todavía más, sin caerme… y aquel día, mientras caminaba con el viento de cara por los prados al bajar la cuesta de la escuela -porque la escuela estaba en lo alto de una montañita, en las afueras del pueblo-, sólo con que saltara un poco con los brazos abiertos el viento me levantaba, y sin el menor esfuerzo daba yo saltos de dos o tres metros de alto y diez o doce metros de largo -quizá no tan altos ni tan largos, pero ¡qué importa!-; lo cierto es que yo casi volaba, y si llego a desabrocharme el abrigo, sujetando una punta con cada mano, como alas, el viento me habría levantado y yo hubiera volado desde la montaña de la escuela, por encima del valle, hacia el bosque, y por encima del bosque, bajado al lago donde estaba nuestra casa y allí, con gran asombro de mi padre, de mi madre, de mi hermana y de mi hermano, que ya eran muy viejos y muy pesados para volar, hubiera dado una vuelta por encima del jardín, con elegancia, planeando sobre el lago, casi hasta la otra orilla y, por fin, habría dejado que el viento me llevara otra vez a casa, para llegar a tiempo de almorzar.
Pero no me desabroché el abrigo ni levanté el vuelo, no por miedo a volar sino porque no sabía cómo, ni dónde ni si podría aterrizar. La terraza de nuestra casa era muy dura; el jardín, pequeño; y el agua del lago estaba muy fría para darse una zambullida. Lo difícil no era subir; pero, ¿cómo bajabas?
Era como trepar a los árboles: la subida era muy fácil. Veías las ramas, podías palparlas con la mano y probar su resistencia antes de izarte y ponerles el pie encima. Pero al bajar no veías nada y tenías que tantear la rama de abajo con el pie, y a veces no podías apoyarlo bien, la rama estaba resbaladiza y te escurrías y perdías pie, y si no te habías agarrado con las dos manos, caías al suelo como una piedra, de acuerdo con las llamadas leyes de la caída libre de los cuerpos, descubiertas hace casi cuatrocientos años por el sabio Galileo Galilei y que todavía están vigentes.
Sufrí mi peor caída en aquel mi primer año de escuela. Fue desde una altura de cuatro metros y medio, de un abeto blanco, y se ajustó fielmente a la primera ley de Galileo que dice que la distancia de la caída es igual a la mitad del producto de la aceleración de la gravedad por el tiempo al cuadrado (d = 1/2 g.t 2), y por lo tanto duró exactamente 0,9578262 segundos. Es muy poco tiempo, menos del que se necesita para contar de veintiuno a veintidós, menos, incluso, que el tiempo que se tarda en pronunciar correctamente la cifra «veintiuno». Tan rápido fue, que no tuve tiempo de desabrocharme el abrigo y utilizarlo a modo de paracaídas, ni se me ocurrió siquiera la idea salvadora de que, en realidad, no tenía por qué caerme, ya que podía volar; en aquellas 0,9578262 de segundo no pude pensar en nada, incluso antes de comprender que me caía, según la segunda ley de Galileo (v = g.t), ya me había dado el batacazo en el suelo del bosque, a una velocidad de más de 33 kilómetros por hora y con una fuerza tal que partí con el occipital una rama tan gruesa como un brazo. La fuerza que provocó la caída se llama fuerza de gravedad. Esta fuerza no sólo mantiene perfectamente ensamblado al mundo, sino que tiene también la rara propiedad de atraerlo todo, tanto lo grande como lo pequeño, con un ímpetu arrollador; y, por lo visto, sólo mientras estamos en el seno materno o buceando bajo el agua nos libramos de su influencia. De la caída saqué, además de este descubrimiento elemental, un chichón. El chichón desapareció a las pocas semanas, pero al cabo de los años, cada vez que iba a cambiar el tiempo, sobre todo si iba a nevar, yo sentía en la zona del chichón como un hormigueo y unos latigazos; y hoy, casi cuarenta años después, mi occipital es un barómetro infalible que me permite predecir con más exactitud que el servicio meteorológico si al día siguiente vamos a tener lluvia, sol o tormenta. Otra secuela de mi caída del abeto blanco puede ser cierta confusión mental e incapacidad para concentrarme que me aqueja últimamente. Por ejemplo, cada vez me es más difícil expresar una idea de forma clara y concisa, por lo que, cuando cuento una historia como ésta, tengo que poner mucho cuidado en no perder el hilo, o empiezo a divagar y acabo no sabiendo por dónde he empezado.
Decía que en la época en que aún trepaba a los árboles -y trepaba mucho y bien, ¡porque no siempre me caía! Incluso podía subirme a árboles que no tenían ramas bajas y me veía obligado a trepar por el tronco desnudo, y hasta podía pasar de un árbol a otro, y me construía asientos en lo alto de los árboles, una infinidad, y hasta una casa me hice, con su tejado, sus ventanas y su moqueta, en pleno bosque, a diez metros de altura; ¡ah!, me parece que pasé la mayor parte de mi niñez en los árboles, porque comía, leía, escribía y dormía en los árboles, aprendía vocabularios ingleses, y los verbos irregulares latinos, y las fórmulas matemáticas, y las leyes físicas como, por ejemplo, las mencionadas leyes de la caída libre de los cuerpos de Galileo Galilei, todo en los árboles, y hacía los deberes y estudiaba las lecciones en los árboles, y me encantaba orinar desde los árboles, dibujando un arco muy alto y haciendo susurrar las hojas.
En los árboles se estaba tranquilo, le dejaban a uno en paz. Hasta allí no llegaban ni las llamadas de la madre ni las órdenes del hermano mayor, sólo el viento, el murmullo de las hojas y el ligero crujido de las ramas… y qué panorama, tan amplio y maravilloso: yo podía ver no sólo nuestra casa y el jardín, sino las otras casas y los otros jardines, el lago y los campos del otro lado, y las montañas; y, al atardecer, yo, desde lo alto de mi árbol, todavía podía ver el sol al otro lado de las montañas cuando para los que vivían a ras del suelo ya hacía rato que se había puesto. Era casi como volar. Quizá no tan emocionante, ni tan elegante, pero era un buen sustitutivo de volar, especialmente porque yo, poco a poco, iba creciendo, ya medía un metro dieciocho y pesaba veintitrés kilos, lo cual, para volar, ya es mucho, incluso con la ayuda de un gran vendaval y desabrochándome todo el abrigo. Pero subir a los árboles, podría hacerlo durante toda mi vida; así lo creía entonces. A los ciento veinte años, cuando fuera un ancianito tembloroso, aún me sentaría en lo alto de un olmo, de un abedul o de un abeto, como un mono viejo, para dejarme mecer por el viento y contemplar los campos, el lago y las montañas del otro lado…
¡Pero qué estoy diciendo de volar y de trepar a los árboles! ¡Y qué historias son éstas de las leyes de la caída libre de los cuerpos de Galileo Galilei y del barómetro de mi occipital que me embarulla! Lo que yo quiero es contar algo muy distinto, quiero contar la historia del señor Sommer -en la medida de lo posible, porque, en realidad, no hay tal historia, sino sólo este hombre extraño cuya trayectoria vital -¿o debería decir caminata vital?- se cruzó un par de veces con la mía. Pero mejor será volver a empezar desde el principio.
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