Patrick Süskind - La Historia Del Señor Sommer

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Tras conseguir un gran éxito con "El perfume" Süskind escribió otras novelas, entre ellas ésta, "La historia del señor Sommer". Es una novela corta narrada desde la perspectiva de un niño que ve como a través de los años el misterioso señor Sommer camina sin parar de pueblo en pueblo; descubrir porqué lo hace será un paso decisivo en su aprendizaje de la vida. Dotada de una extraordinaria ternura, la historia se completa con las bellísimas ilustraciones de Sempé.
Lo primero que llama la atención de La historia del señor Sommer es la hermosa ilustración de la portada de Sempé, lo que te hace evocar las primeras lecturas de El pequeño Nicolás, las travesuras de una pandilla memorable que está dentro del recuerdo colectivo de más de una generación de lectores. La portada te hace sentir que vas a pisar terreno conocido.
Y lo segundo que llama la atención es la historia en sí, como el mismo autor de El perfume es capaz de cambiar de tono y escribe una historia entrañable, cálida y cercana sobre un niño que sube a los árboles y que se encuentra con el misterioso señor Sommer, un hombre que pasa cada día caminando diez, doce o catorce horas, alguien tan ajeno y enigmático como sus caminatas.
Me ha gustado mucha esta historia contada con esa inocencia y lógica aplastante de los niños, al menos de los niños de libros capaces de hablar de las leyes de Galileo. Hay un mundo recurrente, subir a los árboles, el deseo de volar, el primer amor, la primera decepción… En una narración tan cálida hay recovecos para lo gris, lo temible.
Aunque tenga el tono de libro para niños, es un libro que se disfruta de mayor, que te ayuda a recordar de dónde vienes y cómo hubo una vez donde el mundo era puro misterio, y que ese misterio no tenía por que ser siempre tierno.
Maravilloso el personaje del niño, de su familia, el señor Sommer, un hombre sin frases, una parte del paisaje, y que poco a poco descubrimos la razón de sus caminatas, un buen libro para volver a plantearse qué es este mundo que nos rodea. Y un libro precioso, entrañable, de los que se leen con una media sonrisa.

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Un año después aprendí a montar en bicicleta. Ya no era tan pequeño: medía un metro treinta y cinco, pesaba treinta y dos kilos y calzaba zapatos del treinta y dos y medio. Pero la bicicleta nunca me había interesado especialmente. En el fondo, esta forma de ir de un sitio a otro, en equilibrio sobre dos finas ruedas, me parecía insegura y hasta misteriosa, porque nadie había podido explicarme por qué una bicicleta, al parar, se caía en seguida si no la sostenías o la apoyabas en algún sitio y no había de caerse cuando una persona de treinta y dos kilos se sentaba encima de ella y, sin ningún soporte ni apoyo, la ponía en movimiento. En aquel entonces, yo ignoraba las leyes naturales que rigen este fantástico fenómeno, concretamente, las leyes de los giroscopios y el principio mecánico del mantenimiento del impulso inicial que aún hoy no acabo de comprender, y cuyo solo enunciado hace que, de pura confusión, empiece a sentir el hormigueo y los latigazos en el occipital.

Probablemente yo no hubiera aprendido a montar en bicicleta de no haber sido absolutamente necesario. Y fue absolutamente necesario porque yo tenía que estudiar piano. Y, para estudiar piano, tenía que ir a casa de una profesora que vivía en el extremo opuesto de Obernsee, a una hora de camino a pie, pero, en bicicleta -según cálculo de mi hermano-, podía llegar en trece minutos y medio.

Esta profesora de piano, con la que habían estudiado mi madre y mis hermanos y todo el que era capaz de pulsar una tecla en toda la región -desde el órgano de la iglesia hasta el acordeón de Rita Stanglmeier-, esta profesora, decía, se llamaba Marie-Louise Funkel, para ser exactos, señorita Marie-Louise Funkel. Ella daba mucha importancia a lo de «señorita», a pesar de que, en toda mi vida, yo no he visto mujer que tuviera menos aspecto de soltera que Marie-Louise Funkel. Era viejísima, encorvada y arrugada, con todo el pelo blanco, bigotito negro y pecho liso. Sé lo del pecho porque un día en que, por equivocación, llegué una hora antes, mientras ella aún dormía la siesta, la vi en camiseta. Apareció en la puerta de su caserón en falda y camiseta, pero no una camiseta de señora, sedosa y con puntillas, sino de punto de algodón, como la que llevábamos los chicos para hacer gimnasia, y de aquella camiseta de gimnasia asomaban unos brazos arrugados y un cuello flaco y con pellejos. Y lo que había debajo de la camiseta era tan liso como una tabla. A pesar de todo -como ya he dicho- ella insistía en lo de «señorita» antes del Funkel porque -como solía explicar sin que nadie se lo preguntara-, de lo contrario, los hombres podían pensar que estaba casada, cuando en realidad era una muchacha soltera, en edad de merecer. Naturalmente, esta explicación era puro disparate, porque no podía haber en todo el mundo un hombre que pudiera casarse con la vieja, bigotuda y escuálida Marie-Louise Funkel.

En realidad, la señorita Funkel se llamaba «señorita Funkel» porque, aunque hubiera querido, no habría podido llamarse «señora Funkel», pues ya había una señora Funkel… o tal vez debería decir que todavía había una señora Funkel. Porque la señorita Funkel tenía madre. Y, si la señorita Funkel era vieja, no sabría decir lo que era la señora Funkel: decrépita, arcaica, fósil… Debía de tener, por lo menos, cien años. La señora Funkel era tan vieja que puede decirse que estaba en el mundo de un modo muy limitado, más bien como un mueble, como una mariposa disecada o como un jarrón de un cristal muy fino y frágil, más que como una persona de carne y hueso. No se movía, no hablaba y no sé lo que oiría o vería, porque nunca la vi más que sentada. Sentada en un sillón de orejas, al fondo de la sala del piano, junto a un reloj de pie -asomando su cabecita de tortuga, en verano, de un vestido de tul blanco y, en invierno, de una bata de terciopelo negro-, muda, quieta, olvidada. Sólo en los casos excepcionales en que un alumno había estudiado con especial aplicación y tocado los estudios de Czerny de modo impecable, al término de la clase la señorita Funkel iba hasta el centro de la habitación y gritaba en dirección al sillón de orejas: «¡Ma! -llamaba «Ma» a su madre-. ¡Da una galleta al chico, que ha tocado muy bien!» Y tenías que cruzar toda la sala hasta el rincón del sillón de orejas y extender la mano hacia la vieja momia. Y la señorita Funkel volvía a gritar «¡Dale una galleta, Ma!». Entonces, con una lentitud indescriptible, de entre los pliegues de tul o del interior de la bata de terciopelo negro, salía una mano azulada, temblorosa y delicada como el cristal, sin que ni los ojos ni la cabeza de tortuga siguieran el movimiento, que iba hacia la derecha, por encima del brazo del sillón, en dirección a la mesita en la que había una fuente de galletas, cogía una galleta, casi siempre dos obleas rellenas de una crema blanca, transportaba la galleta lentamente por encima de la mesa, del brazo del sillón de orejas y del regazo, hacia la abierta mano infantil y la depositaba en ella como si fuera una moneda de oro. A veces, los dedos de la anciana te rozaban la mano un momento y se te ponía la carne de gallina, porque tú esperabas sentir un contacto frío, como el de un pez, y notabas un roce cálido e increíblemente delicado, fugaz y no obstante estremecedor, como de un pájaro que se te escapara, murmurabas tu «Muchas gracias, señora Funkel» y salías de prisa de aquella habitación y de aquella casa oscura, al aire y al sol.

No sé cuánto tiempo necesité para aprender el misterioso arte de la bicicleta. Lo único que sé es que aprendí solo, con una mezcla de aversión y obstinado empeño, en un pequeño desfiladero del bosque que hacía un poco de pendiente, donde nadie podía verme. Las paredes de cada lado eran escarpadas y estaban pobladas de vegetación, de manera que, en los momentos difíciles, encontraba asidero y, en las caídas, un mullido suelo de hojas y tierra blanda. Hasta que, por fin, después de muchos intentos fallidos, asombrosa y repentinamente, me sostuve. A pesar de mis reparos y escepticismo, empezaba a moverme sobre dos ruedas, ¡qué sensación de incredulidad y orgullo! En la terraza de nuestra casa y en el césped adyacente hice una demostración ante la familia reunida, entre los aplausos de mis padres y las risas de mis hermanos. Finalmente, mi hermano me instruyó en las reglas más importantes de la circulación urbana, especialmente la de ir siempre por la derecha, siendo la derecha el lado del manillar en el que se encontraba el freno de mano **, y desde entonces, una vez por semana, el miércoles por la tarde, de tres a cuatro, iba a casa de la señorita Funkel para la lección de piano. Desde luego, para mí no contaban los trece minutos y medio que mi hermano fijara para el trayecto. Mi hermano tenía cinco años más que yo y una bicicleta con manillar de carreras y tres velocidades, mientras que yo tenía que pedalear de pie en la bicicleta de mi madre, que era demasiado grande para mí. Yo no llegaba con los pies a los pedales ni aun bajando el sillín hasta el tope y tenía que elegir entre pedalear o sentarme, lo cual hacía la locomoción ineficaz, fatigosa y ridícula. Bien lo sabía yo: tenía que arrancar pedaleando de pie, y cuando la bicicleta había tomado velocidad me sentaba en el inseguro sillín con las piernas abiertas o encogidas, hasta que se agotaba el impulso y entonces buscaba los pedales que todavía giraban y pedaleaba otra vez. Con esta técnica de pedaleo intermitente, salía de casa, bordeaba el lago, cruzaba Obernsee y llegaba a casa de la señorita Funkel en veinte minutos, ¡eso, si no ocurría ningún incidente! Y los incidentes abundaban. Porque yo podía avanzar, maniobrar, frenar, subir y bajar de la bicicleta, etcétera, pero no podía adelantar, ceder el paso ni cruzarme con alguien. En cuanto se oía el más leve zumbido del motor de un coche, en cualquier sentido, yo frenaba, me apeaba y esperaba hasta que el coche hubiera pasado. Si ante mí aparecía otro ciclista, yo paraba y esperaba hasta que hubiera pasado. Para adelantar a un peatón, antes de llegar a su lado, bajaba de la bicicleta, echaba a correr y, cuando lo había dejado atrás, volvía a montar. Tenía que tener el campo despejado delante y detrás de mí para poder circular, y si no me observaba nadie, mejor. Luego, a mitad del camino entre Unternsee y Obernsee, estaba el perro de la señora Hartlaub, un foxterrier antipático que se pasaba el día en la calle y que se lanzaba ladrando contra todo lo que tuviera ruedas. Sólo podías escapar de sus ataques acercando la bicicleta al bordillo, parando hábilmente junto a la cerca y, agarrado a ella con las piernas levantadas, esperando hasta que la señora Hartlaub llamaba a la bestia. No es, pues, de extrañar que en estas circunstancias, muchas veces no me bastaran veinte minutos para hacer el viaje hasta el otro extremo de Obernsee; y, para tener la seguridad de llegar puntualmente a casa de la señorita Funkel, me acostumbré a salir a las dos y media.

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