Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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CUARENTA Y SEIS

Nadé y nadé. Sin aletas, nadar con el equipo es extenuante y tuve que soltar aire del chaleco para poder usar mejor los brazos. Por un momento me pareció ver a Oriol aupado por las olas unos metros por delante; debía de encontrarse justo frente al rompiente. No le volví a ver. Mientras me acercaba, iba estudiando la cadencia del oleaje, más violento que el de la noche anterior. Debía aprovechar el empuje de una ola y sumergirme antes de que la resaca me arrastrara hacia atrás. Había poca profundidad, abajo la fuerza de la marejada se reducía mucho y quizá pudiera encarar el túnel con éxito. Quité todo el aire del chaleco, solté el tubo, me puse el regulador en la boca y respiré una tranquilizante bocanada de aire enlatado. ¡Funcionaba! Me sumergí justo cuando pasó el cénit de una ola, dando un golpe de riñón para descender. Abajo era todo confusión. A pesar del fondo rocoso, trizas de hojas muertas de posidonia y mil otras partículas en suspensión se mezclaban con la espuma, y las burbujas que yo soltaba. Me encontré atrapada en la corriente de regreso del agua al mar y me movía adelante y atrás sin poder ver casi nada. Pensé en Oriol. Él no disponía de aire ni de visión alguna. ¡No habrá podido pasar! Me dije.

Nadé hacia abajo y adelante con desesperación con una mano al frente para protegerme de golpes y ésta palpó las rocas del suelo. Continué nadando a braza y vi los contornos de la entrada de la cueva. Curiosamente fue entonces, por primera vez en aquel día, cuando sentí miedo de verdad. ¿Y si Oriol no fue capaz de entrar en la gruta? O peor, ¿y si me topo con su cadáver dentro? Por un momento imaginé su cuerpo bloqueando el paso, en flotación contra el techo del túnel. Me estremecí. Pero no había vuelta atrás y encaré la oscuridad. ¡Maldita sea!, me dije, ¡olvidé coger una linterna! Pero eso no me detuvo. Enseguida noté la corriente del interior del túnel, que me empujaba alternativamente al frente y atrás, pero aún con esfuerzo iba avanzando y el reflujo indicaba que al menos había una bolsa de aire en algún lugar.

Llevaba poco más de un metro cuando me quedé enganchada. Mi corazón se aceleró. No podía ir adelante. Me empujé con las manos en el suelo hacia atrás y tampoco pude moverme. Sentí terror y entré en pánico. Desesperada forcejeé sin lograr nada. ¿Habéis sentido alguna vez claustrofobia? Es horrible. Hubiera dado cualquier cosa por salir de aquella tumba oscura, fría y húmeda. Estaba atrapada, no me podía mover y con los brazos tocaba las paredes laterales a sólo unos treinta centímetros. ¡Qué angustia! Hice un esfuerzo desesperado hacia delante. Nada. Lo mismo hacia atrás. Notaba ahogo a pesar de tener aire, y empecé a rezar después de otra sacudida histérica e infructuosa. Recordé el consejo a los submarinistas: jamás debes entrar en un lugar cerrado, bajo el agua, sin entrenamiento especial. Y yo no lo tenía.

Sólo tenía el juramento, que acababa de hacer minutos antes, de morir antes de abandonar a un hombre. Y lo iba a cumplir. Ya lo estaba cumpliendo. Moriría de una de las muertes más horribles; atrapada en la oscuridad con los minutos contados. Ese pensamiento hizo que, desesperada, me esforzara de nuevo. Terminé jadeando, sin avanzar un centímetro, en el mismo lugar de aquel tétrico sepulcro, soltando múltiples burbujas que se escapaban robándome segundos de vida.

¿Cuánto me quedaba? ¿Quizá media hora de aire? Ya había empezado a morir. Al irse acabando notaría que me costaba succionar. Y luego no habría más.

Me prometí que cuando eso ocurriera no me debatiría, sino que iba a lanzar la boquilla a un lado y respiraría profundamente… agua.

Es extraño. Esa idea, la de afrontar la muerte con dignidad, la de aceptar mi destino, me ayudó a serenarme. La respiración. Si me calmaba usaría menos aire. Poco a poco fui controlando. Estaba atrapada. Mejor dicho, enganchada por el equipo. Sin él seguramente hubiera podido pasar. Podía soltar las correas, dar una bocanada profunda y nadar hacia delante, seguro que la salida del otro lado del sifón tenía que estar cercana. Si no, nadie hubiera podido entrar, y menos sin equipo. Y en el siglo XIII se entraba a pulmón. Entonces recordé que estuvimos trabajando hasta quedar sin luz la noche anterior. Usábamos linternas. ¿Dónde puse la mía antes de regresar al barco? Quizá sí, después de todo, la tuviera… ¡En el bolsillo del chaleco! Lo palpé y allí a la derecha noté un contacto duro. ¡Luz! Lo primero que miré fue el indicador de presión. ¡Setenta atmósferas! ¡Me quedaba aún un rato de vida! El siguiente paso fue comprobar mi situación. Allí rodeada de rocas la visibilidad era mejor que afuera y descubrí que justo unos centímetros más allá de mi cabeza el techo del túnel se elevaba y hasta creí apreciar, por un momento, algo de luz al otro lado. El problema era que quizá no hubiéramos quitado todas las piedras del pasadizo y que mi botella de aire se había encasquetado en una oquedad del techo. Mi propia flotabilidad me impedía bajar los centímetros necesarios para salir. Tracé un plan, lo repetí en mi mente una, dos, tres veces revisando posibles contratiempos hasta que me decidí a actuar. Solté todas las hebillas del chaleco, me puse la linterna, encendida, dentro de las bragas, aspiré profundamente, y soltando la boquilla salí nadando hacia delante y abajo. El chaleco se desprendió con relativa facilidad. Apenas dos metros y vi la superficie del otro lado, justo encima. No quise abandonar el equipo, aún podía salvarme la vida, así que cuando tuve espacio de maniobra, di media vuelta, me introduje en el pasadizo y tirando hacia abajo saqué el chaleco. Me costó un tiempo que creí larguísimo, pero al fin encontré el latiguillo para hincharlo y con una mano arriba para evitar golpearme la cabeza salí a la superficie, que estaba sorprendentemente cerca. ¡Salvada! De momento.

Era un lugar singular. Estaba en una cueva de un techo relativamente alto que parecía subir y bajar conforme lo hacía el nivel del agua empujada por la corriente del túnel. Esa corriente era producto del efecto sifón que transmitía las subidas del mar exterior, a causa de las olas, a través del conducto por el que yo había entrado. Desde algún lugar del techo se proyectaba un rayo de sol de luz escasa, pero que me causó una alegría difícil de explicar. A un lado de aquel laguito secreto de sube y baja vi una zona en que la roca se elevaba gradualmente y por allí me encaramé tirando del chaleco.

Enseguida le vi. Estaba tendido, boca arriba, en un lugar fuera del alcance de las subidas del agua. El corazón me saltaba en el pecho de alegría. ¡Estaba vivo! Inerte, pero si había alcanzado aquel lugar es que estaba vivo. Le enfoqué con mi linterna y no reaccionó. Daba pena. A su labio inferior sangrante, se unían múltiples magulladuras en todo el cuerpo. Me sorprendía que hubiera podido llegar hasta allí. Vestía escasamente los calzoncillos que usaba para dormir, rotos por una de las perneras. Me arrodillé a su lado y le acaricié la frente.

– Oriol -le dije bajito. No hubo reacción. Temí que no respirara.

– ¡Oriol! -subí el volumen de mi voz.

No sé si fue el frío que me había ido penetrando poco a poco o el miedo, pero me puse a temblar como una hoja. Él no reaccionaba. ¿Habría muerto de sobre esfuerzo? Le busqué el pulso en la carótida y no se lo pude encontrar.

– ¡Oriol! -grité.

Entonces fue cuando por segunda vez entré en pánico. Intenté hacerle la respiración artificial y noté otra vez el sabor de mar en su boca. Como el del día de la tormenta. Sólo que ahora también sabía a sangre.

Pero respiraba. ¡Estaba respirando! ¡Qué alivio! Daba gracias a Dios cuando le abracé y poniéndome encima y, cuidando no impedir su respiración, quise darle mi calor y tomar el suyo.

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