Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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Nos convertimos, a la fuerza, en invitados de Artur hasta que sus hombres regresaron del interior de la cueva después de registrarla piedra a piedra. Eso llevó hasta media mañana del día siguiente.

No fue un tiempo desaprovechado. Oriol ahora sí estaba dispuesto a negociar, y se mostró muy persuasivo frente a un desanimado Artur. Dijo reconocer que había una deuda impagable entre las familias Boix y Bonaplata, pero que esa deuda se debía dejar a los muertos. A ellos les tocaba responder ante Dios. Quienes sí podían saldar cuentas materiales eran los vivos, y él, Oriol Bonaplata, reconocía que su padre había robado las dos tablas laterales del tríptico. Estaba dispuesto a comprarlas, como recuerdo, por un valor que incluyera la deuda que su primo tenía con el anticuario. La tabla central había sido propiedad siempre de Enric, ahora era mía y sobre ese punto no iba a aceptar polémica alguna. A mí no se me escapaba que en la cifra que discutían había un sobreprecio importante para que Artur renunciara a cualquier venganza. Fue una negociación dura que no se concluyó hasta la mañana siguiente. Me impresionó, una vez plasmaron el acuerdo en un documento privado, la poca importancia que Oriol parecía dar al dinero y la generosidad que demostró con su primo.

Durante el viaje de regreso, no sabía qué hacer y cómo actuar con Oriol; ambos nos comportamos como si nada hubiera ocurrido dentro de esa gruta. Hasta llegué a dudar por un momento si aquello fue sueño o realidad, y sólo el dolor en mi espalda y los moratones que las piedras le infligieron eran testigos de que lo que allí pasó.

Comenté de forma casual que al llegar a Barcelona tendría que empezar a empacar maletas para mi regreso a Nueva York. Y observé la reacción de Oriol. Él no dijo nada, parecía distraído, como si tuviera cosas más importantes en que pensar. Yo esperaba de él al menos una sugerencia amable, una invitación a que me quedara algunos días más. No lo hizo y eso hirió mi vanidad. O algo más. Llegué a la conclusión de que lo sucedido entre nosotros le tenía sin cuidado, más aún, que él deseaba olvidar el incidente.

En cuanto a Luis, Oriol no quiso escuchar excusas. Dijo que estaban en paz. Ahora la tabla de Sant Jordi también era suya y no importaba si el precio había sido alto o altísimo; para eso estaba la otra herencia que le dejó su padre. Y le dio un abrazo.

CUARENTA Y OCHO

Al día siguiente me di cuenta de que todo había terminado. Oriol desapareció la noche anterior sin dar las buenas noches, quizá temía que yo le siguiera hasta su dormitorio. Bajé a desayunar temprano con la esperanza de verle, pero Alicia me dijo que había madrugado aún más y se había ido. Me sentí decepcionada. Tuve que darle conversación y responder a las múltiples preguntas que le quedaban pendientes de lo relatado durante la cena de la noche anterior; la mujer estaba ávida de información. Le oculté lo ocurrido entre nosotros en la cueva, claro. Pero ella tenía fama de bruja y parecía adivinar. Quizá fuera el desánimo con que yo me explicaba. Llegó un momento en que casi me vinieron las lágrimas y me excusé diciendo que tenía dolor de cabeza. No la engañé. ¿Tan poco valía yo para Oriol que ni siquiera estaba allí para despedirme?

Sabía que era el momento de hacer maletas. Abrí el armario, casi deseando que hubieran desaparecido, pero allí estaban. Verlas hizo que me desmoronara. Me tumbé en la cama sollozando. Era el fin. La aventura del tesoro había terminado. Aquel amor posible murió encerrado en una cueva marina y sólo mis magulladuras evitaban que pensara que lo había soñado. Entonces me fijé que encima de la mesilla alguien, quizá durante la noche, había dejado dos discos viejos de vinilo. Uno era Viatge a Itaca y el otro de Jacques Brel. Me estremecí. ¡Dios! ¡Eran los discos que escuchaba Enric cuando murió! ¿Quién los dejó allí? ¿Oriol o Alicia?

Sería Oriol. Era un mensaje para mí. La enseñanza del viaje, la experiencia de la búsqueda. De eso se trataba. No había aprendido la lección. El camino era en sí la meta. La vida era el objetivo final. Me costaba terminar de asimilarlo.

Al ocupar aquella habitación me sorprendió que a pesar de tener un equipo de música moderno conservara otro de vinilo. Era un automático, puse ambos discos, el equipo funcionaba a la perfección, y me tendí en la cama para oír. Deseaba encontrar sentido a aquella aventura, un significado que no estaba siendo capaz de hallar.

Me abracé a las fundas de las grabaciones y tendiéndome en la cama cerré los ojos. Oí el viento y el mar de fondo mientras la música se iba imponiendo. Me vino la imagen de las verdes praderas de posidonia sobre la arena blanca en Tabarca y, entre ellas, los cardúmenes de percas nadando a poca profundidad con la luz solar haciendo brillar sus costados a franjas doradas y plata. El mar llano, dulce, del principio, el mar bravo de los últimos días. Y me fui a la cueva y otra vez me encontré a Oriol tendido en el suelo y todo volvió a comenzar. De eso se trataba, ¿no? De vivir el momento. Y recordarlo luego. A veces siempre, constantemente, toda la vida. Como el amor primero, la tormenta, la sal, y el primer beso.

¿Pero tendría Constantin Kavafis, el sabio poeta, consejo para cuando la práctica del carpe diem , de vivir el momento intensamente, hacía que le doliera a una después el corazón? Creo que dejé de sollozar al quedarme dormida.

Y otra vez soñé:

– Policía. Dígame -la voz sonaba enérgica por teléfono.

– Buenas tardes -respondí. Me sentía rígido, un nudo de emoción me aferraba la garganta pero estaba decidido a vivir aquellos instantes con toda intensidad.

– Buenas tardes. Dígame -insistió, perentorio, el agente.

– Me voy a pegar un tiro.

Se produjo un silencio de sorpresa y traté de imaginar la cara de pasmo de esa voz joven.

– ¿Qué? -balbuceó el policía.

– Le he dicho que me voy a suicidar.

– No hablará en serio.

– Claro que sí -sonreí. Me divertía su desconcierto, a ese muchacho se le debía de haber olvidado la parte del manual sobre cómo tratar a presuntos suicidas.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué quiere matarse? -la angustia sonaba en su voz.

Solté una bocanada de humo del Davidoff que fumaba. Desde el sillón, a través del balcón abierto, de par en par, podía ver las hojas verde oscuro de los plátanos del paseo en aquella tarde soleada y dulce de primavera. Era un día diáfano, transparente y la vida brotaba con ese vigor impetuoso que año tras año me volvía a asombrar.

Jacques Brel cantaba su canción de despedida… « Adieu l'Émile je vais mourir. C'est dur de mourir au printemps tu sais… » [3]

Sí, era difícil morir en un día como aquél, en que en la vieja ciudad de Barcelona todo gritaba vida: las palomas, la brisa, los árboles del paseo, incluso esa gente, la de siempre, que moviéndose por la calle rezumaba una energía exuberante.

Pero aquél era el día de mi muerte.

– Despaché a cuatro individuos.

– ¿Qué?

– Eso, que los maté, a tiros.

– ¡Hostias! -exclamó el policía y luego hubo un silencio hasta que dijo-: Ya vale, usted me está tomando el pelo. No me lo creo.

– Palabra.

– Pues dígame dónde fue y cuándo para que lo podamos comprobar.

– Ya hace días de eso y ahora no hay tiempo para comprobaciones, me voy a volar los sesos en unos minutos. Y, además, si se lo cuento todo, luego su trabajo será demasiado aburrido.

– No, usted no quiere morir -el joven parecía haber recobrado la calma-. Está llamando para pedir ayuda, si se hubiera querido matar ya lo hubiera hecho.

– Llamo para que no culpen a nadie de mi muerte -pensé que quizá llamaba porque deseaba compañía, no quería morir solo. Tomé un sorbo de coñac y mi mirada se fue a mi cuadro favorito de Ramón Casas. Un hombre y una mujer de la burguesía catalana de finales del siglo XIX, con traje y vestido blancos de verano, tomaban un refresco bajo una parra. Eran mis abuelos, fueron hermosos. Juego de luces reverberantes, sombras, tonos pasteles difuminados, amodorramiento y placentera decadencia. Añadí-: Es más práctico que escribir notitas.

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