Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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Me senté en la taza; estaba tan impresionada que las piernas no me sostenían. Quise pensar, encontrar lógica en aquello. Pero no la había. No era asunto de razón sino de sentimiento, y lo sentido hacía unos meses y lo que ahora sentía rebasaba cualquier lógica. Me asustaba. Me debatía entre callar y hablar. Temía que se burlaran de mí, en especial Oriol. Luis lo haría sin duda. Y nunca me ha gustado estar en una situación en la que no me pueda defender. Pero todo el asunto del tesoro y los templarios era raro, raro; vamos, algo que no le ocurre a una cada día. Pensé que era mejor asumir lo surrealista de la historia y decidí contarlo. En realidad estaba como loca por compartir aquella extraña impresión.

A Luis se le quedó esa sonrisita burlona e incrédula en la cara que me recordaba a aquel adolescente gordito y chinchilla, pero no dijo nada. Oriol se rascó la cabeza en gesto pensativo.

– ¡Qué extraña coincidencia! -dijo.

– ¿Coincidencia? -exclamé.

– ¿Crees que puede haber algo más que una coincidencia? -me miraba curioso.

– No sé qué pensar -le agradecía que no me tomara a risa-. Es muy raro.

Él hizo un gesto ambiguo y se quedó callado.

– Si nos cuentas tus sueños, no hará falta que lea -intervino Luis irónico-. ¿Continúo?

– No -repuse firme-. Estoy agotada. Quiero descansar -deseaba saber cómo seguía la historia de Arnau d'Estopinyá pero las emociones de aquel día me habían dejado exhausta.

– Habla con mi madre -me recomendó Oriol.

– ¿Qué? -repuse sorprendida.

– Que hables con Alicia Méndez sobre tu sueño de Arce.

– Vigila no te haga una brujería -me advirtió Luis bromeando. ¡Qué descaro! Me dije que se pasaba, una cosa era que la llamara bruja a escondidas y otra que lo dijera delante de su hijo.

– Quizá sea eso -Oriol no se inmutó-. Quizá sus brujerías, o mejor dicho, su visión de otras dimensiones de la realidad te pueda ayudar.

– Gracias, lo pensaré -dije.

VEINTITRÉS

Oriol se despidió en casa de Luis alegando que había quedado con un grupo que organizaba algún tipo de caridad para marginados y yo tuve que regresar en taxi, sola, a casa de Alicia. Debo reconocer que me sentí decepcionada. Luis me invitó a cenar, pero no quise. Después, de camino, en la noche desapacible, pensé que quizá me hubiera convenido cenar con él, aguantar sus insinuaciones y reír sus tonterías. Me sentía sola, desamparada en esa ciudad de vibraciones extrañas y que de repente se había vuelto oscura y hostil. Necesitaba el calor de unas risas llenando el alma y añoré las sandeces de Luis.

– Psicometría.

– ¿Qué?

– Psicometría -repitió Alicia.

La misma palabra; había oído bien. Pero era la primera vez que escuchaba ese vocablo y ni de lejos barruntaba qué podría significar. Me quedé a la espera de que continuara.

– Se llama psicometría al fenómeno por el que una persona es capaz de percibir los sentimientos, las emociones, los hechos pasados que impregnan un objeto -Alicia había cogido mis manos en las suyas y me miraba a los ojos-. A ti te ha ocurrido con el anillo.

Lo decía seria, firme, parecía convencida.

– Quieres decir que…

– Que tu ensueño del hundimiento de la torre, del asalto de Arce -me interrumpió enérgica-, del guerrero herido que tambaleando logra llegar a la fortaleza del Temple, es algo que ocurrió en realidad. La angustia, la emoción del portador del anillo impregnó éste. Tú has sido capaz de percibirlo.

– ¿Pero cómo? ¿Quieres decir que mi sueño fue lo que alguien vivió, realmente, en Arce hace setecientos años?

– Sí. Eso digo.

Me quedé mirando aquellos ojos azules mientras sus grandes manos cálidas me transmitían una calma extraña. Alicia estaba dando explicación a lo inexplicable. No tenía sentido, ni yo misma lo hubiera creído en circunstancias normales; pero si alguna vez os ha ocurrido algo extraño, algo que supera vuestra lógica, sabréis cuánto se agradece hallar un argumento que lo justifique.

– En mi vida había oído algo semejante.

– Es una forma de clarividencia.

– Pero ¿cómo puede ocurrir?

– Francamente, no lo sé -había una sonrisa dulce en su cara-. Los ocultistas dicen que existen unos registros llamados akásicos que contienen memoria de todo lo que pasó. En determinadas circunstancias podemos acceder a ellos. Ese anillo parece ser un vehículo de acceso. A Enric le pasaba lo mismo.

– ¿Que también le ocurría eso a Enric?

– Sí, me comentaba que a veces se le aparecían imágenes de sucesos antiguos, casi siempre trágicos. Sucesos que crearon emociones muy fuertes en las personas que los vivieron. Lo atribuía al anillo, creía que era almacén de vivencias.

Miré al rubí que brillaba extraño bajo la luz del gabinete de Alicia. Pensé en los sueños insólitos que me habían asaltado desde que lo poseía. Sólo recordaba alguno de forma difusa, pero ahora tenía explicación para esa inusual actividad onírica de los últimos meses. Pero por mucho que me esforzara, fuera de un par de casos concretos donde quedaron secuencias muy claras, era incapaz de recordar nada significativo ni discernir entre las pocas imágenes que guardaba en la memoria.

Por el amplio ventanal se veían las luminarias de la ciudad, cubierta de noche, allá abajo, difuminadas por la neblina lluviosa que las envolvía.

Una colección de espléndidas estatuas criselefantinas, cuerpos de marfil y vestidos de bronce, algunos cubiertos de pedrería, todas mujeres jóvenes, unas en pasos de baile y otras tañendo instrumentos, nos acompañaban desde la cima de varios muebles entre los que destacaba una gran cómoda.

Otra bailarina desnuda, un bronce modernista tamaño natural, inmóvil en un paso de danza eterno, sostenía en lo alto una lámpara de cristales emplomados en flores. Bajo su luz, el vino de las copas brillaba en rojo terciopelo de matices oscuros y profundos. Cenábamos solas, en el piso alto de la casa, en aquel aposento privado de Alicia, lugar cálido y recogido, atalaya sobre una ciudad mágica. Su compañía me reconfortaba. Ella estaba ansiosa por saber lo ocurrido en el día y yo no tenía motivo para ocultárselo. Al llegar al relato de San Juan de Arce debió percibir mi angustia y fue entonces, acercando su silla, cuando tomó sus manos en las mías.

– Pero jamás me había pasado eso antes -me di cuenta de que me lamentaba como una niña que se hubiera caído hiriéndose las rodillas.

– No eres tú -me consoló-. Es el anillo.

Ahora ella acariciaba el rubí que brillaba intenso con su estrella interior de seis puntas, misterioso, como si tuviera vida propia, y luego mimaba mis manos. Yo me sentía bien. Era una suave modorra; después de la tensión y estrés de aquella jornada notaba cómo mi cuerpo se relajaba, se dejaba ir. ¡Qué día! Empezó con la búsqueda en la librería Del Grial. Más tarde vino el asalto y la aparición de aquel hombre extraño y su violencia. Después la emoción de la lectura del manuscrito y el choque al reconocer en él un ensueño inverosímil.

– Hay algo en esa joya, no es fácil ser su dueño -dijo ella de pronto-. Tiene poder.

Ese comentario me sobresaltó. Me vino el testamento a la memoria. Los últimos sucesos casi me habían hecho olvidarlo.

«Ese anillo no puede ser de cualquiera y da a su dueño una autoridad singular», decía mi carta y también algo como que debía mantenerlo conmigo hasta encontrar el tesoro. Ahora esas palabras sonaban a amenaza. Me prometí releerla tan pronto volviera a mi habitación.

– Ese aro establece una relación muy particular con sus dueños, una relación de vampirismo -añadió ella al rato-. Toma tu energía para activar lo que lleva dentro y te lo devuelve en forma de esos sueños de gente muerta.

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