Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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»Justo al cumplir los quince años obtuve el permiso de mi padre para ingresar en la orden. Quería capitanear un barco de guerra y luchar contra turcos y sarracenos, ver Constantinopla, Jerusalén, Tierra Santa. Los muchachos nobles podían tomar sus votos a los trece, pero yo no aportaba donación, sólo mi fe, mi entusiasmo y mis manos.

»Mis amigos templarios de los muelles intercedieron por mí frente al comendador de Barcelona y éste accedió a verme, pero a pesar de mi entusiasmo, el viejo fraile me dijo que rezara mucho y perseverara. Me hizo esperar un año para poner a prueba mi fe.

»Aquel fue un año muy intenso. Yo continuaba ayudando a mi tío, y sus negocios, con los preparativos de guerra, iban en aumento. Fue cuando la escuadra aragonesa, con nuestro rey Pedro el Grande al frente, salió a la conquista de Túnez. ¡Aquél sí fue un gran rey! Dios lo tendrá en su gloria.

»A los muchachos de mi edad nos encantaba ver embarcar las tropas, a los caballeros y a sus corceles. Vimos al rey, a Roger de Lauria, el almirante de la flota, a condes y nobles. Era un espectáculo y no nos cansábamos de gritar vivas por las calles y de seguir las comitivas hasta el puerto.

»También el Temple envió algunos buques y tropa a apoyar el esfuerzo del monarca, pero por compromiso y sin entusiasmo. Me dijeron que aquello disgustaba a fray Pere de Montcada, nuestro maestre provincial entonces. El Santo Padre, que era francés, había reservado aquellos reinos del norte de África para Carlos de Anjou, rey de Sicilia, hermano del rey de Francia.

»Así que cuando el rey don Pedro, ya fortificado en Túnez para iniciar la conquista, le pidió apoyo al papa Martín IV, éste se lo negó. Y estando allí en el norte de África dudando si continuaba la guerra en contra de los deseos del pontífice, le fue a buscar una embajada de sicilianos que se habían levantado contra Carlos de Anjou a causa de los atropellos que sufrían por parte de los franceses. Nuestro monarca, molesto por la actitud del papa, que demostraba ser aliado galo, desembarcó en Sicilia, echó a los franceses y allí le coronaron rey. Esto enfadó tanto a Martín IV que terminó excomulgándolo.

»Con eso pasó el año y al fin fui admitido, sólo como grumete seglar, en la nave de fray Berenguer d'Alió, sargento capitán. Aquel año el almirante Roger de Lauria vencía a la escuadra francesa de Carlos de Anjou en Malta y al año siguiente los derrotó de nuevo en Nápoles.

»El papa, indignado con nuestro rey porque continuaba vapuleando a sus protegidos, llamó a una cruzada en su contra, ofreciendo los reinos de don Pedro a cualquier príncipe cristiano que pudiera reclamarlos. Naturalmente el candidato elegido fue Carlos de Valois, hijo del rey de Francia y de Isabel de Aragón. Los ejércitos galos cruzaron los Pirineos y pusieron sitio a Girona. Los templarios catalanes y aragoneses, a pesar de deber obediencia directa al papa, a través de nuestro gran maestre, buscamos excusas para no intervenir y así de forma encubierta apoyamos a nuestro rey.

»La llegada de la escuadra del Almirante fue el inicio del fin de esa ignominiosa cruzada. Roger de Lauria no sólo destrozó a la flota francesa en el golfo de León, sino que las tropas almogávares que transportaba se lanzaron sobre el enemigo en tierra con tal ferocidad que éste tuvo que huir, sufriendo grandes pérdidas. Dios no quería al francés en Cataluña ni tampoco a aquel papa equivocado.

»Yo tenía dieciocho años, era ya era un buen marino y el almirante catalano-aragonés, mi héroe. Mi sueño era capitanear una galera y participar en grandes batallas como las de Roger de Lauria.

»¿Y qué os puedo decir? Después de las buenas noticias llegaron las malas. Dos años más tarde caía Trípoli en manos de los sarracenos, muriendo en su defensa ilustres caballeros templarios catalanes, entre los que se encontraban dos de los Montcada y los hijos del conde de Ampurias. Era el presagio de la desgracia que venía. Fue en aquel año trágico, al fin, cuando profesé mis votos y me convertí en fraile templario.

»El siguiente gran desastre fue San Juan de Arce. Yo tenía ya veinticuatro años y era el segundo de a bordo de Na Santa Coloma , una hermosa galera de las llamadas bastardas , de veintinueve bancos de remeros y dos mástiles; la más rápida de la flota templaria catalana. Continuaba a las órdenes de fraile Berenguer d'Alió. Nuestra misión era proteger las naves del Temple de las coronas de Aragón, Valencia y Mallorca, pero a pesar de haber participado en un buen número de escaramuzas y abordajes a berberiscos jamás había visto algo como lo de Arce.

»Nunca antes Na Santa Coloma había ido más lejos de Sicilia, y yo estaba entusiasmado. ¡Al fin vería Tierra Santa! Los templarios de los reinos ibéricos teníamos nuestra cruzada en casa y por eso pocas veces luchábamos en Oriente. Pero la situación era desesperada; el sultán de Egipto, Al-Ashraf Khalil, estaba arrojando a los cristianos al mar, después de más de ciento cincuenta años de presencia en Oriente. Arce estaba sitiada, pero por suerte nuestra flota dominaba las aguas, única entrada y salida posible de la ciudad. A nuestro arribo la situación era crítica y enviamos a un grupo de ballesteros para proteger los muros en zonas de control templario.

»La ciudad estaba cubierta por el humo de los fuegos que en techos y paredes provocaba la lluvia de vasijas de nafta encendida que cien catapultas lanzaban continuamente. Olía a carne quemada. Las llamas parecían prender hasta en la piedra y no había suficientes brazos para acarrear agua y apagar incendios.

»De cuando en cuando retumbaba el impacto de rocas de varias toneladas lanzadas por dos artilugios gigantes que el sultán había mandado construir. Cualquier muro, casa o torre se hundía, entre nubes de polvo, ante tales golpes.

»Todo predecía un final trágico y aceptamos embarcar a algunas mujeres, niños y varones cristianos impedidos de luchar en las murallas para llevarlos a Chipre. Pero había que reservar espacio. Yo tenía orden de salvar primero a nuestros hermanos templarios, después a los frailes del Santo Sepulcro, del Hospital y teutones y luego a caballeros y damas significados. Y finalmente a cualquier cristiano. Un día, escuchamos un ruido profundo, como un terremoto, mientras una de las más altas torres y parte de la muralla, minadas por los musulmanes, y batidas continuamente por proyectiles, se hundían. Una neblina de polvo y humo cubría el sol. Después oímos los aullidos de los mamelucos que asaltaban la ciudad y los gritos de la gente huyendo por las calles. Unos buscaron una última nave en el puerto, otros intentaban refugiarse en nuestra fortaleza que, situada dentro de la ciudad pero rodeada de murallas, daba al mar con embarcadero propio. Pero los recursos y el espacio eran limitados y tuvimos que dejar muchos fuera. Rompía el corazón ahuyentar a cristianos, mujeres, niños y viejos a tajo de espada, dejándolos en manos de aquellos infieles sedientos de sangre, sabiendo que no encontrarían refugio en ningún otro lugar de la ciudad en caos…»

– Un momento -supliqué-. Detente por favor -Luis dejó de leer y él y Oriol se quedaron mirándome curiosos. Sentía un escalofrío, se me erizaba el vello y, confusa, refugié mi cara en las manos. ¡Dios! ¡Acababa de escuchar el relato de aquel sueño que tuve en mi apartamento de Nueva York hacía sólo semanas! ¡Alguien describió mi visión cientos de años antes de que yo la tuviera! La torre que caía, la nube de polvo, la gente huyendo, las cuchilladas -ahora lo sabía- de los templarios evitando que el pueblo llano se refugiara en su fortaleza demasiado poblada… era imposible, absurdo.

– ¿Qué pasa? -inquiría Oriol tocándome el brazo.

– ¡Nada! -me incorporé-. Tengo que ir al aseo.

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