Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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– Vámonos -le dije a Luis tirando de la chaqueta. Me siguió sorprendido y salimos por una de las puertas que daba a la calle, frente a un viejo palacio.

– ¿Qué te ocurre ahora? -quiso saber Luis-. A qué viene la prisa…

– Se hace tarde -murmuré. No quería darle explicaciones.

Cruzamos la plaza en dirección a la librería Del Grial, ubicada en una callejuela cercana; esperaba que esa salida brusca despistara al individuo de pelo blanco: estaba ya convencida de que me seguía.

La Del Grial era una librería verdaderamente antigua y se dedicaba a eso, a libros viejos. La encontramos en una casa de aspecto más vetusto aún, de la cual no me atrevería a adivinar edad o época. La puerta y los cortos escaparates tenían zócalo de madera y a través de los cristales todo parecía amontonado; las vidrieras atestadas de libros, colecciones antiguas de cromos, pilas de tarjetas, postales, carteles, calendarios con muchos, muchos años, y una capa de venerable polvo encima. Al entrar sonó una campanilla. No se veía a nadie y Luis y yo nos miramos interrogándonos sobre qué hacer. El desorden que presagiaba aquel lugar en su exterior se veía superado por la realidad de adentro. El local se alargaba a través de un pasillo a cuyos lados se alzaban sendas estanterías, alcanzando el techo con volúmenes de variada encuadernación y tamaño; en el centro, unas mesas con revistas antiguas formaban una isleta que dividía el corredor en dos más estrechos. En sus portadas lucían dibujos de sonrientes muchachas a la moda de los años veinte. Mis ojos se fueron de inmediato a una colección de muñecas recortables a todo color y bellos trajes de época.

– ¡Qué lugar! -exclamé, mientras miraba a mi alrededor. Me tentaba quedarme horas curioseando en aquel mundo de antiguallas fascinantes. Las peponas ilustradas, los ejércitos de soldados recortables, aquellas láminas de animales pintados. Recuerdos de infancias vividas y dejadas atrás quizá hacía cien años. Pero veníamos buscando algo muy concreto y después de mi encuentro con aquel hombre en la catedral me sentía inquieta, así que empujé a Luis hacia el interior del establecimiento.

– ¡Hola! -gritó, a la vista de que nadie acudía al aviso de la campanilla.

Y entonces percibimos un movimiento al fondo del pasillo. Un muchacho joven, de unos veinte años, nos contemplaba por encima de unas gafas de cristales gruesos, como molesto, mirándonos cual intrusos ruidosos que hubieran profanado su paz de lector solitario de biblioteca. Sin duda lo habíamos retornado, en un momento inoportuno, desde un mundo seguro de antiguas fantasías a esa realidad moderna, prosaica y peligrosa de la que él se refugiaba protegido por barreras de letras, murallas de palabras, trincheras de frases, capítulos y libros.

– ¿Qué desean? -nos increpó.

– Hola -repetí colocándome al lado de Luis; me preguntaba cómo contarle esa extraña historia a aquel chico.

– Venimos por algo que dejó aquí para nosotros el señor Enric Bonaplata -le dijo Luis adelantándose.

El chico puso cara de extrañeza antes de responder:

– No le conozco.

– Es que de eso hace muchos años -insistió Luis-. Trece.

– No sé de qué me habla.

Entonces le enseñé mi mano con los anillos.

– De esto -le dije.

Me miró sobresaltado, como si le estuviera amenazando.

– ¿Qué es esto? -tras los gruesos cristales sus ojos parecían los de un pez. Miraba mis uñas. Me dije que de tenerlas pintadas en rojo le hubiera dado al muchacho un ataque de pánico.

– ¡El anillo! -exclamé con impaciencia. Y sus ojos se fueron a los aros de mis dedos. Los miró unos momentos sin reaccionar.

– ¡Este anillo! -aclaró Luis cogiéndolo con mi dedo dentro y acercándoselo al chico. Éste se me quedó mirando con expresión de asombro antes de exclamar:

– ¡El anillo!

– Sí. El anillo -le reafirmó Luis.

El chico nos dio la espalda y avanzó unos pasos hacia el interior de la tienda gritando:

– ¡Señor Andreu! ¡Señor Andreu!

Para mi sorpresa, aquella librería se prolongaba más allá del pasillo y desde algún lugar recóndito alguien respondió alarmado por el tono de la voz del mozo:

– ¿Qué pasa?

– ¡El anillo!

Y apareció un hombre delgado con aspecto de haber superado en varios años la edad legal de jubilación.

La sosa conversación de anillo, ¿qué anillo? se repitió y al fin le puse al señor Andreu el sello templario delante de las narices.

Separó mi mano hasta una distancia adecuada para sus ojos y gafas, exclamando también:

– ¡El anillo! -no apartó la vista de la joya ni siquiera para preguntar-: ¿Puedo verlo?

Y lo examinó en todos sus ángulos y al trasluz y al fin se pronunció:

– ¡Es el anillo! ¡No hay duda!

«Sí, claro» pensé, «eso es lo que he venido diciendo todo el tiempo». Entonces fue cuando el viejo flaco se quitó las gafas y empezó a medirme con su mirada.

– ¡Una mujer! -dijo. «Obviamente» pensé. «Una mujer y el anillo. ¿Lo entiendes ya?» Todos aquellos ademanes y exclamaciones me empezaban a cargar, pero me quedé en prudente silencio. A ver qué hacía después.

– ¿Cómo puede tener una mujer el anillo? -su tono era de indignación-. ¡Esperar tantos años para que venga una mujer! ¿Será posible?

– El sábado se leyó el testamento del señor Enric Bonaplata -intervino Luis- y la señorita Wilson junto a Oriol, su hijo, y yo mismo somos sus herederos en cuanto…

– A mí eso no me importa -repuso el viejo cascarrabias, cortándolo-. Yo haré lo que tengo que hacer y basta.

Y refunfuñando algo semejante a «cómo se le ocurrió a ese Bonaplata… otra mujer…» se volvió hacia su madriguera, que yo imaginaba un laberinto de papel antiguo que él roía cuando estaba hambriento y que a juzgar por su aspecto y humor no era capaz de digerir adecuadamente.

El chico se encogió de hombros como queriéndose excusar por el mal genio del abuelo y yo me giré para ver a Luis, que levantó una ceja diciendo sin hablar: ¿qué va a pasar ahora?

De repente mi corazón dio un vuelco. Luis estaba de espaldas a la puerta y en el momento de mirarlo vi a alguien que desde el exterior observaba a través de los cristales. ¡Era el tipo del aeropuerto! El del hotel, el que acababa de ver en el claustro de la catedral. Me estremecí.

El hombre sostuvo mi mirada un instante y desapareció. «¡Esto ya no es casualidad!» Me dije. Al notar mi sobresalto Luis se volvió hacia la puerta, pero ya era tarde.

– ¿Qué pasa? -quiso saber.

– Acabo de ver a ese hombre, el de la catedral -susurré.

– ¿Qué hombre? -y recordé que no le había dicho nada.

– Aquí está -el viejo apareció con un legajo de papeles sin darme ocasión a responder a mi compañero. Estaba atado con cintas y éstas precintadas con laca roja. El amarillento cartapacio exterior mostraba unas letras escritas a pluma que no fui capaz de descifrar. El hombre puso el paquete en mis manos y bufó de nuevo mirando a Luis en busca de solidaridad.

– ¡Otra mujer! -repitió.

Estuve tentada de afearle al viejo su misoginia. Pero no lo hice; tenía lo que había ido a buscar y la aparición del hombre de la barba blanca me preocupaba. Así que le pasé el montón de papeles a Luis y le di las gracias al refunfuñón librero para ir de inmediato hacia la puerta. Saqué medio cuerpo afuera mirando cauta. No, ese hombre no estaba. Un par de señoras de edad se desplazaban por el callejón pero no había ni rastro de aquel personaje siniestro.

Pero yo sentía miedo, inquietud; presentía algo.

VEINTIUNO

Anduvimos por las callejuelas, casi desiertas, camino al aparcamiento y vi acercarse a un par de jóvenes bien vestidos. En nada se parecían a ese viejo extraño, y me sentí más tranquila. Pero al cruzarnos, uno de ellos me abordó, empujándome contra un portalón de madera cerrado.

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