Jorge Molist - Los muros de Jericó

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El mayor grupo de comunicaciones de nuestro tiempo posee para el gobierno de los Estados Unidos un valor estratégico mayor que el de ejércitos o flotas. Jaime, ejecutivo del grupo, un hombre que se debate entre los que fueron ideales de juventud y su actual estatus social aburrido y estable, conoce a Karen, una seductora y atractiva compañera de trabajo que le introduce en un movimiento filosófico-religioso continuador de los cátaros medievales. A partir de entonces, se verá arrastrado a una aventura en la que poder, seducción, amor y muerte se aglutinan en una trama en la que el control del grupo parece ser el fin último.

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– No se trata de eso. -Karen también rió-. Yo creo que el problema viene de la tradición ultrapuritana de su familia. Recuerda que Laura fue una Guardián del Templo totalmente convencida. Y cuando se encuentra con Ricardo, éste le hace un par de gracias, la invita a bailar, le dice lo hermosa que es y le propone que se acuesten. Por la soltura de Ricardo, Laura comprende que éste es su estilo habitual y llega a la conclusión de que tu amigo es un crápula.

– Lo que demuestra que tengo una secretaria muy lista. Pero las cosas irán bien. Ricardo está loco por ella y dispuesto a enmendarse. Ayer noche salieron juntos. Y Ricardo me ha contado, muy feliz, que ella se dejó besar en la boca. Ya verás como éstos se casan.

– Sí, pero será una relación difícil.

– Todo lo que vale cuesta -sentenció filosófico, pensando en su propio caso.

– ¡Ya llega la ensalada! ¡Todos a la mesa! -gritó Jenny, la hija de Jaime, trayendo un gran cuenco de ensalada y seguida por su abuela Carmen.

Todos se pusieron a comer con apetito, y las invitadas elogiaron calurosamente la paella de Joan.

– Muchas gracias -respondía feliz y orgulloso.

– ¡Hombre de Dios! -le censuró Carmen-. ¡Háblales en inglés, que no te entienden!

– Entienden lo de «gracias» -se defendió Joan-. Y por eso les hablo en español, para que lo aprendan. Saber algo de español les puede servir de mucho en el futuro.

Ricardo y Jaime cruzaron una mirada sonriente, sabiendo que se avecinaba una de las graciosas discusiones en las que el matrimonio Berenguer se enzarzaba cuando tenía un público de confianza enfrente.

– ¡No! ¡Fíjate, Jaime! -Carmen gesticulaba-. Toda la vida tu padre peleando y chivando con el catalán. Y ahora a su nieta y a las yankies les quiere hablar en español. ¿Tú me entiendes? ¡Vaya castigo de viejo peleón que tengo que aguantar! -Luego Carmen se dirigió de nuevo a Joan-: ¡A ver si asustas a las chiquitas y estos dos se nos quedan para vestir santos!

– Vieja gruñona -le reprochó cariñosamente Joan-. Lo que te ocurre es que tienes envidia porque tu arroz cubano no te sale tan bien como mi paella.

– ¡Pero padre! -Jaime decidió echar leña al fuego-. Cuéntame eso. Siempre nos hiciste hablar en catalán contigo. ¿Por qué la misma batalla, para que primero Jenny y ahora Karen y Laura hablen español? ¿Es que de viejo has cambiado tus principios?

– ¡Ay hijo! -contestó Joan con una sonrisa y aparentando resignación-. Me temo que con ellas llego una generación tarde. ¡No tienen ni idea de dónde está ubicado el lugar donde nací!

– ¡Vaya! -Jaime continuó presionándolo-. ¡Así que de viejo has renunciado a tus ideales!

– No, Jaume -repuso cortante-. Sólo los he adaptado al clima.

Jaime se lo quedó mirando pensativo, intentando adivinar qué quería decir con aquello y luego miró a Karen, que seguía la conversación con atención, sin entender nada, pero intuyendo su contenido.

Desde el otro extremo de la mesa, Ricardo hizo una broma en inglés a Carmen, y ésta contestó con una contagiosa risa a la que se unieron los demás.

La conversación, ahora en inglés, se fue a otros asuntos.

La comida había terminado, y también la sobremesa. Carmen estaba con Jenny; había echado a todos los demás de «su» cocina y sólo aceptaba la ayuda de su nieta.

Ricardo pretendía enseñarle las flores más escondidas del amplio jardín a Laura, quizá esperando la recompensa de otro beso.

Y en la mesa, Joan Berenguer disfrutaba de su segundo café, su copa de brandy español y su gran cigarro habano ilegal. Al otro lado, Jaime y Karen le acompañaban incluso con un puro, mientras el sol de invierno bañaba la mesa del jardín y una suave brisa movía las hojas de los árboles. Nadie hablaba, y la sensación de paz era extrema. Jaime pensó que aquél era uno de esos momentos a los que uno se debe aferrar, coleccionar su recuerdo. Era feliz. Pero las preguntas volvían para enturbiar el instante. ¿Cuánto tiempo duraría lo suyo con Karen? Deseaba que para siempre, pero él no tenía la respuesta. ¿Cuánto era real en aquello y cuánto manipulación? ¿Qué pretendían en realidad los cátaros? ¿Quién era el jefe oculto? Le costaba creer que fuera Andersen. El elegante marinero sería un gran abogado, pero luego de verle actuar en los últimos días estaba seguro de que él no era el líder. ¿Quién sería?

¿Qué importa? se dijo: En esta vida jamás se tienen todas las repuestas; hay que saber vivirla y disfrutarla con todas sus incertidumbres. Y él quería vivir aquellos instantes al máximo. Miró a Karen. ¡Cómo la quería! Ella lo miró a él y le dedicó una sonrisa deliciosa. Luego le hizo un gesto de complicidad señalando a Joan. Jaime entendió.

– Joan -le dijo en inglés-, Karen tiene una pregunta para ti.

– Dime, bonita. -Sonreía bajo su blanco bigote.

– ¡Vamos Jaime! -protestó ella-. Si es lo que pienso, es demasiado íntimo para que se lo pregunte yo. Tú eres su hijo, y a ti te corresponde formular ese tipo de preguntas.

– Bien, de acuerdo -aceptó, e hizo una pausa antes de preguntar-: Padre, te fuiste de tu tierra en busca de la libertad, cruzaste el Mediterráneo y luego el Atlántico para rastrearla en Cuba. Luego nos llevaste a Nueva York y finalmente a California continuando en tu empeño. ¿La has encontrado al fin? ¿Eres un hombre libre?

Joan había estado escuchando, afirmando con la cabeza conforme su hijo hablaba, pero al terminar éste se quedó inmóvil y pensativo. Soltó un par de volutas de humo. Luego miró hacia los árboles más lejanos del jardín y su vista se perdió en sus horizontes interiores.

– Mira, Jaume. -Joan hizo una larga pausa-. En algún lugar de mi largo camino sentí cansancio, me senté y decidí hacer un pacto entre mis ideales y mis limitaciones.

Los jóvenes se miraron con sorpresa mientras Joan les contemplaba sujetando su puro cerca de la boca.

– ¿Quieres decir que renunciaste a tu búsqueda?

– Yo sólo he dicho que hice un pacto.

– Pero pactar es ceder, no alcanzar lo que se desea -intervino Karen-. ¿No es una renuncia?

– Sí y no.

Se quedaron callados mirándolo en espera de una aclaración. Joan tomó un lento sorbo de brandy, dio una profunda calada a su puro, bebió un poco de café expreso y les sonrió.

– Hace muchos años un amigo mío me dijo que había aprendido a pactar entre sus sueños y sus limitaciones. El hombre había corrido el mundo persiguiendo sus sueños. Y sus sueños siempre corrían más que él.

»Entonces yo me escandalicé tanto como quizá vosotros lo hayáis hecho hace un momento. Pero la vida me enseñó que, para ganar, muchas veces hay que pactar. Desde que mi amigo pactó consigo mismo, logró soñar lo que podía alcanzar y así alcanzó, al fin, sus sueños. Joan hizo otra pausa repitiendo la ceremonia del brandy, el puro y el café-. ¿Sabéis, queridos Karen y Jaume, lo que es la libertad?

– Bueno… -Jaime inició una respuesta.

– Una utopía -cortó Joan-. La libertad es un concepto, algo que sólo existe en la mente, y que es distinto para cada individuo y tiene una parte física y otra mental. Una vez que la parte física está cubierta en un mínimo razonable, lo demás pertenece a la mente. Libertad es poder hacer lo que uno desea. Yo he aprendido a saber desear. Yo hago lo que deseo. Soy libre.

Se lo quedaron mirando pensativos mientras Joan volvía al café, el puro y el brandy.

¡Granpa! -Jenny llegó corriendo de la cocina seguida de Carmen, que portaba una nueva cafetera humeante. La niña se sentó junto a Joan y cogiéndolo de un brazo posesivamente, le pidió-: Abuelo, cuéntanos una historia de Cuba o de España.

– Sí, mi amor. -Y sonriendo a los adultos les dijo-: Pero no cerréis vuestro pacto antes de los sesenta años.

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