Jaime lo miró con atención. Su cara de vieja esfinge arrugada mantenía aquella sonrisa difícil de interpretar; no podía creer lo que el viejo le estaba diciendo. ¿Lo estaría probando? ¿Sondeaba su reacción? O quizá le tanteaba seriamente.
– Este tipo de conversación es anticonstitucional, señor Davis.
– No. En absoluto. Tengo un testigo que jurará que no hemos hablado de eso -dijo señalando a Gutierres, que les acompañaba en la comida.
– Habla usted de abrazar una fe como de inscribirse en un club. «Hágase socio de mi club. Tendrá ventajas sociales y quizá laborales.»
– ¿De qué se asombra? La gente cambia. De trabajo, de religión y de amantes. Usted se divorció hace unos años y hace unas semanas cambió de religión. ¿Por qué no iba a cambiar de nuevo?
– Es imprudente negarle alternativas a la vida -contestó Jaime con cuidado-, pero no hay ganancia profesional que me compensara de la pérdida afectiva que sufriría con un cambio.
– ¡Ah! -Davis amplió su sonrisa, lanzando una mirada a Gutierres, que mantenía su expresión impasible-. Esa rubita, ¿verdad?
Sin contestar, Jaime se concentró en la comida.
Después de una pausa, el tono de Davis cambió al tiempo que su sonrisa se esfumaba.
– Lo ocurrido hace una semana es muy grave. Me refiero a los Guardianes. Murieron algunos de los nuestros y muchos de ellos, pero no necesariamente los más importantes. No puedo esperar a que usted reúna pruebas para llevarlos a la justicia. De algunos jamás probaremos nada; confiaba en que White hablara, pero no lo hizo. Sé que los cátaros han tenido agentes dobles infiltrados y quiero que me dé la lista de los cabecillas máximos de esa secta. Quiero saber quiénes en la Corporación pertenecen a ella, y su grado de responsabilidad. La muerte de Kurth continúa impune, y yo conozco otra forma de justicia más rápida y segura.
– Los cátaros jamás lo aceptarán. El «ojo por ojo» va contra sus principios; es propio del Dios malo, el Dios del odio. Los nombres que le daré serán los de quienes tengamos pruebas para llevarles a los tribunales.
– Yo sí creo en el «ojo por ojo». Y no le pido nada a los cátaros. Se lo pido a usted. Esa gente es aún peligrosa y hay que cortar la cabeza de la víbora antes de que vuelva a morder.
– Lo que insinúa es ilegal. Si yo le doy los nombres sabiendo las intenciones que tiene, me convierto en su cómplice y puedo ir a la cárcel por ello. No pienso hacerlo.
– ¡Maldita sea, Jaime! -Davis golpeó la mesa-. ¡No sea estúpido! Usted y su amiguita peligran tanto o más que yo. Los Guardianes sí creen en la venganza, y ustedes les deben varios «ojos». Me he informado sobre los antiguos cátaros; un tal Brice Largaud escribió: «En la historia, el catarismo fue esa Iglesia que sólo tuvo tiempo de perdonar y desaparecer.»
»¿Qué pretenden? ¿Perdonarles y desaparecer de nuevo cuando ellos recuperen fuerzas y se puedan vengar? ¡Claro que los cátaros no son una secta! ¡Son una pandilla de estúpidos!
Jaime se encogió de hombros.
– Los cátaros nunca le ayudarán a que haga su propia justicia. ¡Nunca! Va contra lo más fundamental de sus creencias. Y yo estoy con ellos.
– ¡No sea bobo! ¿Se quiere usted suicidar? Olvídese de esa gente. Es su propia vida la que se juega. Y quizá la mía. Y eso no se lo consiento. -El viejo hizo una pausa y luego continuó con toda su energía-. Y ya no se lo pido, ¡se lo ordeno! ¡Quiero esos nombres!
Davis hablaba ahora con la fuerza intimidante que le hacía legendario en Hollywood. Pero Jaime no se sentía intimidado, al contrario, sentía la indignación crecer dentro de sí y se encontró odiando a aquel viejo arrugado y pequeño. Lo odiaba desde mucho antes.
– ¿Qué pretende hacer, Davis? ¿Crear otra vez la Inquisición? ¿Le gusta mandar a la gente a la hoguera, verdad? Le gusta oler la carne quemada y el sufrimiento ajeno. -Jaime se puso de pie. Sentía, surgiendo de su interior, un resentimiento antiguo y profundo hacia el viejo-. Después de ocho siglos quiere repetir la historia, sólo que con otras víctimas. Quiere volver a exterminar, ¿verdad? ¡No cuente conmigo!
– No sé de lo que está hablando. -Davis le miraba sorprendido.
– Pues yo sí. -Jaime arrojó la servilleta con rabia encima de la mesa-. Gracias por su comida -dijo antes de darle la espalda y dirigirse a los ascensores-. Pero la invitación tenía un precio demasiado alto -añadió a media voz y sin girarse.
Las miradas de Davis y Gutierres se cruzaron interrogándose.
– ¿Cómo crees que les va? -preguntó Karen.
– Con dificultades, pero existe una fascinación entre ellos -respondió Jaime-. Nunca he visto a Ricardo tan enamorado, persigue a Laura como si se tratara de su primer amor.
Jaime y Karen reposaban en un sillón columpio en el cuidado jardín de los Berenguer, en Laguna Beach. Buganvillas, rosales y colibríes. Tomaban una Coronita y la mesa estaba ya dispuesta en el jardín. Joan Berenguer había terminado de cocinar una paella que colocó orgulloso en una mesita lateral. El viejo permanecía de pie junto a su obra de arte y anunció en español:
– ¡La paella está lista y hay que empezar a comerla en cinco minutos!
– Ahorita termino, don Joan, y nos sentamos. Prometido, cinco minutos -informó Ricardo, que preparaba las hamburguesas ayudado por Laura.
– ¿Qué dicen? -preguntó Karen.
– Que hay que sentarse a comer en cinco minutos.
– ¿Cuándo te diste cuenta de lo de Laura?
– Cuando estábamos atrincherados en la escalera me explicó que nos habíamos conocido en tiempo de los cátaros. Estamos vivos gracias a su puntería y sangre fría; se comportó en el tiroteo como si tuviera costumbre de mil batallas. Ya antes había notado en ella algo a la vez extraño y familiar; primero deseché la idea, pero al final de la refriega estaba seguro: ¡ella es Miguel de Luisián! Alférez real y, junto con Hug de Mataplana, mi mejor amigo entonces.
– Ya te dije que según las enseñanzas cátaras, las almas creadas por el Dios bueno no tienen sexo. -Karen sonreía divertida-. El sexo y los cuerpos son invención del Dios malo y de su demonio tentador.
– Pues vaya jugada del demonio si nos llega a tocar a ti y a mí el mismo sexo -balbució Jaime con tono jocosamente alarmado-. ¿Qué haríamos?
– No sé tú, pero ya sabes que yo tengo al menos otra alternativa. -Karen se puso a reír al ver la expresión en la cara de Jaime-. ¡Es broma tonto!
Pero a Jaime el comentario no le era gracioso y se quedó en silencio. El recuerdo de Kevin flotaba ahora entre los dos, y el temor a perder a Karen dentro de pocos meses llegó como un rayo. ¡Dios! ¿Sería verdad que lo utilizaba? Quiso apartar el maldito pensamiento; el presente era lo que contaba, y en este momento ella era suya.
Karen se divertía, pero al ver las nubes de tormenta en los ojos de Jaime intentó suavizarlo:
– Eres un hombre afortunado; tu amor de entonces es tu amor de hoy.
– Esposa -cortó Jaime.
– De acuerdo, esposa -aceptó ella besándole en la mejilla-. Y no sólo has encontrado a tus dos mejores amigos de ayer, sino que quizá terminen casándose.
– ¿Tú crees? ¿Has hablado con ella? -Jaime recuperó el placer de la conversación-. ¿Qué te dijo de Ricardo?
– Que es muy atractivo y que se siente muy bien con él, pero intuyo que tiene algún problema en lo sexual. Creo que ella opina que Ricardo es demasiado licencioso; un depravado sexual o algo así.
– Eso ya lo creía hace ocho siglos. -Jaime reía-. Cierto que Ricardo es o ha sido muy mujeriego, pero el problema de Laura es que sabe demasiado. Ella se acuerda de aquella vida anterior y Ricardo no. Y claro, lo de acostarte con un amigo no debe de ser tan fácil, ya sabes, demasiado morbo.
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