Jorge Molist - Los muros de Jericó

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El mayor grupo de comunicaciones de nuestro tiempo posee para el gobierno de los Estados Unidos un valor estratégico mayor que el de ejércitos o flotas. Jaime, ejecutivo del grupo, un hombre que se debate entre los que fueron ideales de juventud y su actual estatus social aburrido y estable, conoce a Karen, una seductora y atractiva compañera de trabajo que le introduce en un movimiento filosófico-religioso continuador de los cátaros medievales. A partir de entonces, se verá arrastrado a una aventura en la que poder, seducción, amor y muerte se aglutinan en una trama en la que el control del grupo parece ser el fin último.

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»Desde el barco vimos la estatua de la Libertad al entrar en el puerto de Nueva York. Yo era demasiado joven para recordarlo, pero mi madre lo cuenta. Mi padre me cogió en brazos y, sujetándome con su brazo derecho, puso el izquierdo en los hombros de mi madre. Luego desde la cubierta del barco, contemplando aquel maravilloso símbolo, nos dijo solemnemente: "Ésta es la patria de los libres. Llegamos a la libertad."

»El inicio de la nueva vida fue durísimo. Los amigos que por negocios tenía mi padre en Nueva York sólo le consiguieron un trabajo como vendedor comisionista. Su zona era la que nadie quería. Comprendía Harlem y otros barrios pobres. Con su deficiente inglés y una familia a la que alimentar, Joan no podía escoger.

»Cuando cubría los barrios marginales, empezaba a trabajar muy pronto por la mañana. Muchos de sus clientes hablaban español y eran emigrantes recién llegados a la gran urbe de la libertad. No confiaban en los bancos, y mi padre tenía que cobrar las ventas en la trastienda, dólar sobre dólar en efectivo, sabiendo que en aquellos lugares su vida valía mucho menos que el puñado de dólares arrugados cobrados en la última "bodega" que llevaba en el bolsillo.

»Cerca del mediodía Joan intentaba abandonar los barrios peligrosos. Era el momento en que las gangs de muchachos despertaban después de una noche de acción y empezarían a plantearse cómo lograr el dinero para sus necesidades del día.

»Y Joan supo lo que era el miedo. No por su vida, sino por la de mi madre y la mía si él era asesinado. Y supo que mi madre también tenía miedo. Y también supo que no era libre. Que no le alistaba aquel trabajo, pero que era el único que tenía, y él era responsable de una familia. Pero lo peor era el miedo en la mañana, cuando se despedía con un beso, pensando qué sería de nosotros si él no regresaba por la noche. Y aun en las ocasiones en que se enfrentó a una navaja, sabiendo que el sustento de la familia e incluso su trabajo dependían de los dólares que había escondido en su viejo traje de vendedor, su temor era menor que cuando se despedía por la mañana.

»No era libre. No podía ser libre con tal inquietud, nadie podía ser libre de aquella forma.

»Mi padre siempre dice que en Nueva York hay dos estatuas de la Libertad. Una es gigantesca, de expresión seria y distante. Se la puede ver desde muy lejos, pero es inalcanzable, dura y fría como la piedra con que está hecha.

»La otra es pequeña y está escondida. Es amable, fácil, sonriente y cálida. Está cubierta de oro y se ofrece generosa a quien es capaz de encontrarla. Pero sólo la ven los emigrantes escogidos. Los que llegan con mucho dinero.

»Pasaron unos años, y nuestro inglés y la situación económica de la familia mejoraron algo. Pero mi padre no era feliz.

»Un buen día nos fuimos hacia el oeste, de nuevo en busca de la libertad. Y así llegamos al sur de California, donde mi padre montó un pequeño negocio que funcionó bien, pero no tanto como el de La Habana. Aquí es donde nos convertimos en ciudadanos americanos y donde yo crecí.

– Pero si tu padre sintió tal desengaño con este país, ¿por qué se hizo ciudadano?

– No lo sé seguro, pero quizá lo hizo porque este país es lo mas próximo a su sueño que ha podido encontrar. Te invitaré un día comer a casa de mis padres y le haremos la pregunta al propio Joan.

– Estaré encantada. -Sonreía formal-. Pero con respecto a ti, Jaime, ¿qué hay de tu libertad y de tus ideales?

– Los tuve, Karen. Fui por un tiempo un hippy tardío en busca de una libertad idílica. Los ideales se fueron y dejaron un vacío que me hace sentir mal en muchas ocasiones.

– ¿Ves Jaime? Yo sabía que no me equivocaba contigo. -Ella puso ahora su mano en la rodilla de él-. Te dije que éramos iguales, ¿lo recuerdas? Y tú bromeaste sobre ello.

– Sí, lo recuerdo, pero ¿cómo sabías que yo era sensible a esos temas? ¿Cómo sabías que mi primera preocupación no era el béisbol o los coches de carreras?

– Qué importa cómo; quizá fuera el instinto; lo importante es que tú eres uno de los nuestros. Únete a nosotros para luchar por tu libertad y la de los demás.

– Karen, ¿qué papel desempeñas tú en el grupo? -Jaime se sentía inquieto, había algo que no terminaba de encajar.

– Soy una más, como todos. Creo en su lucha y lucho con ellos. El único distinto es Dubois; es un buen cristiano o perfecto que hace las funciones de obispo y tiene a sus asistentes primero y segundo ubicados en San Francisco y San Diego. Su función es puramente espiritual y rechaza cualquier tipo de violencia, aun aceptando que otros luchemos en defensa de nuestros ideales. Pero ¿qué importa ahora? Lo importante eres tú. Encajarás perfectamente. ¿Qué me dices?

– Quisiera saber más sobre el grupo, Karen. En especial sobre su lucha y lo de la obediencia. -Algo en su interior le avisaba que no se comprometiera, pero temía perder a su amiga-. Quizá esa gente tenga algo de lo que voy buscando, y me intrigan. Pero sobre todo me importas tú. Ésa es la razón por la que estoy contigo ahora y por la que estaré con tus amigos para conocerlos mejor.

– ¡Esto es estupendo, Jaime! -dijo ella con un saltito y dándole un beso en la mejilla-. ¡Verás cómo te gustará!

El sol se había ocultado dejando un espectacular resplandor rojizo, en violento contraste con el azul oscuro de las nubes del horizonte.

El tráfico era más intenso, y los coches llevaban las luces encendidas. Continuaron un tiempo en silencio mientras escuchaban la música de la radio y sus propios pensamientos.

– ¡Esto hay que celebrarlo! -Karen rompió el silencio al cabo de un tiempo-. Tengo algo de comida en la nevera y una buena botella de vino. Creo que voy a poder convencer a mi cocinera de que nos prepare una buena cena.

– ¿Te refieres a tu emigrante ilegal rubia y de ojos azules?

– La misma -Karen mantenía su mano en la rodilla de él.

– Acepto encantado.

– Pero antes deberíamos recoger tu pijama.

– ¿Te molesta si duermo sin él? Karen soltó una de sus risas cantarinas.

MARTES

25

– ¿Te has enterado de que Daniel Douglas ha dejado la Corporación? -preguntó Jaime.

Cenaban hamburguesa y ensalada en Roco's, y era su primera cita desde el beso de despedida, la mañana del lunes, en el apartamento de Karen; Jaime había esperado con ansiedad este encuentro los casi dos largos días pasados sin verla.

– Algo he oído. Pero tú sabrás más.

– El lunes, White me llamó para darme la noticia. Circularon una ambigua comunicación oficial terminada con aquello de «le deseamos lo mejor en sus nuevos proyectos profesionales», pero en realidad lo han echado.

– ¿Sabes por qué? -Karen parecía cuidadosa.

– No oficialmente. Pero todo se sabe y Laura, mi secretaria, me dijo que era un lío de faldas. Le pedí aclaración a White y me contó, de forma muy confidencial, que Douglas había tenido un asunto con una de las mujeres que trabajaban para él. Se llama Linda Americo, es joven, atractiva y una ejecutiva ambiciosa, que ascendió muy rápido gracias a él.

– ¿Y lo han echado sólo por eso?

– Yo no tenía buenas relaciones con Douglas, pero sí un trato frecuente. Era de esos tipos que siempre tienen las fotos de su mujer e hijos en lugar visible y destacado del despacho. Incluso unas Navidades envió como tarjeta de felicitación una foto de toda su familia engalanada frente al hogar y el árbol decorado. Era muy conservador, política y socialmente; me asombra lo ocurrido.

– Esos que quieren aparentar ser tan morales son los que esconden los esqueletos más feos en los armarios. -Comentó Karen sonriendo con ironía.

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