Jorge Molist - Los muros de Jericó

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El mayor grupo de comunicaciones de nuestro tiempo posee para el gobierno de los Estados Unidos un valor estratégico mayor que el de ejércitos o flotas. Jaime, ejecutivo del grupo, un hombre que se debate entre los que fueron ideales de juventud y su actual estatus social aburrido y estable, conoce a Karen, una seductora y atractiva compañera de trabajo que le introduce en un movimiento filosófico-religioso continuador de los cátaros medievales. A partir de entonces, se verá arrastrado a una aventura en la que poder, seducción, amor y muerte se aglutinan en una trama en la que el control del grupo parece ser el fin último.

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Luego, justo en Navidades, el enemigo logró tomar la barbacana este y los edificios exteriores al recinto central amurallado que contenían casi toda la reserva de leña; vital para sobrevivir al crudo invierno en las montañas.

De su joyero, un tiempo envidiado por todas las damas de Occitania y Provenza, sólo conservó su anillo de marquesa, regalo de su esposo, y el collar de oro con rubíes rojos como la sangre, regalo del rey.

Quitándose un guante tanteó en busca de esas dulces joyas cargadas de recuerdos. Notó el frío del espejo y pensó en su belleza, que antaño los trovadores se complacían en cantar.

El espejo era su amigo íntimo, que le devolvía una seductora sonrisa, por la que los caballeros occitanos competían. Su íntima amistad con el espejo había terminado hacía poco, al perder varios de aquellos dientes perfectos.

Las canciones sobrevivían a la belleza, y en ellas siempre sería bella. Pero la belleza del cuerpo se iba con el tiempo, como todas las ilusiones físicas que el Dios malo y el diablo habían creado. Pero, más que con el tiempo, la belleza se iba con las penas. No usaría nunca más el espejo.

Encontró las dos joyas y se las puso.

Luego bajó la capucha y, quitándose su abrigo de piel de oso, lo dejó caer. Se desnudó rápidamente, sintiendo cómo su cuerpo tiritaba de frío. Vestida sólo con las heladas joyas, tan cálidas en otro tiempo, encontró a tientas el vestido del rey y se lo puso.

A pesar de los treinta años pasados y de haber parido a cinco hijos, el vestido le sentaba bien.

Se arropó con el abrigo y, calzándose los guantes, empezó a andar a tientas hacia la ligera iluminación de la puerta. El suelo de madera crujía con sus pasos.

Llegando al dintel lanzó un beso con su mano a los que dormían en la oscuridad y sintió que las ráfagas de aire eran más fuertes y frías.

Con decisión inició el descenso de las escaleras de piedra, que bajaban desde lo alto del segundo piso del caserón fortificado hasta el nivel de la calle.

Un cielo cubierto de estrellas rutilantes se extendía sobre su cabeza, y abajo el pueblo herido, amortajado por la nieve, se alargaba hacia el este, rodeado aún de sus maltrechos muros.

En la oscuridad, a su derecha, estaba la cordillera pirenaica, con el macizo de San Barthelemy y Pic Soularac, de más de dos mil metros de altura, y que impedían a los cálidos vientos del sur llegar hasta allí.

Abajo, en el valle, también a la derecha, se distinguían las fogatas de los franceses que, mandados por el senescal de Carcasona, sitiaban la Cabeza del Dragón o la Sinagoga de Satanás, como ellos llamaban a su querida aldea de Montsegur. Allí estaban el arzobispo de Carcasona con sus temidos inquisidores y el obispo Durand, reputado como el mejor experto en máquinas de asalto que existía. Bien que probaba su fama, lanzando a sus cabezas bolas de fuego que prendían hasta en la roca y hundiendo paredes y murallas con las grandes piedras de sus catapultas.

Por la noche Durand detenía sus máquinas y dejaba que la naturaleza aplicara un arma más temible: el frío y la falta de leña.

Al fondo, en la muralla este, se distinguía el gran resplandor de la hoguera que los sitiadores habían encendido bajo el peñón rocoso sobre el que se levantaba, aún fuerte, una de las torres de defensa. Era peor que las máquinas de guerra del obispo.

– ¡Aquí os quemaréis todos, herejes! -gritaba la soldadesca.

Sin embargo, ahora el mayor deseo de los sitiados era acercarse al resplandor de aquel fuego para aliviar el dolor lacerante del viento frío.

Pero sería un suicidio. Poco le duraría el placer del calor a quien asomara la cabeza por el muro este de la fortificación; los hábiles arqueros franceses, emboscados en la oscuridad de la noche, ensartarían al infeliz, como a una paloma, en sólo unos instantes.

Karen bajó por la escalera poco a poco, tanteando los escalones con sus pies enfundados en gruesas botas de cuero y piel. El suelo resbalaba con el hielo, y a su derecha estaba el negro vacío sin barandilla que protegiese.

Cuando logró alcanzar las losas de la calleja, avanzó hacia la plazoleta de casas apiñadas. El resplandor débil del único fuego que ardía dentro del pueblo salía de la casa que cobijaba a los heridos, enfermos y niños. Cruzó la plaza hacia el extremo opuesto con paso resuelto pero cauteloso; la tenue luz del caserón y de las estrellas guiaba sus pasos.

De repente se detuvo sobresaltada. En el centro de la plazuela, insinuada por el resplandor del caserón, había una figura, de pie, inmóvil en medio de su camino.

Sintió un vuelco en su corazón y el miedo le apretó el estómago. Un contorno blanco, casi luminoso, le daba un aire de ultratumba. ¿Será un aparecido? ¡Buen Dios! ¡Habían muerto tantos!

Permaneció quieta, con el vientre encogido, oyendo los murmullos del caserón y sintiendo el viento. Notó la ansiedad crecer en su interior al ver aquello avanzando hacia ella. Su corazón saltaba aterrorizado ante la presencia desconocida y trató de huir, pero no pudo. ¡Sus piernas no se movieron, no le obedecían! Angustiada, quería gritar.

Entonces era cuando despertaba. Deseaba continuar y terminar con aquello, pero despertaba.

Miró a Jaime, que dormía feliz a su lado, y acariciando su ensortijado pelo negro, que ya delataba alguna cana primeriza, y como si de una canción de cuna se tratase, le recitó:

– Quieres saber, querido Jaime, quieres saber, pero lo que aún no sabes es ¡cuánto te va a doler!

22

– ¿Cómo lo pasaste anoche? -preguntó él.

Ella se lo quedó mirando, con una chispa alegre y maliciosa en los ojos, mientras vaciaba el contenido de la boca.

El frío del exterior y los cristales empañados daban sensación de intimidad a aquel restaurancito especializado en desayunos de carretera, cerca de Bakersfield. Era uno de esos lugares cutres, pero llenos de sabor, donde camioneros, policías y vendedores en ruta terminan tomando café juntos.

Ambos estaban hambrientos y pidieron unos grandes zumos de naranja, un par de huevos fritos con jamón y beicon, acompañados de patatas half browns, tostadas con mantequilla y mermelada. La pequeña y gastada mesa de formica estaba abarrotada de platos.

A pesar del aspecto basto del local, para Jaime aquél era el lugar más cercano al paraíso en el que había estado desde hacía muchos años. Unos tazones de café humeante de penetrante aroma completaban la escena. Y por encima de todo, ella. Karen. Tan hermosa. Allí, frente a él, al otro lado de la mesita, con su atrayente personalidad, que llenaba el casi desierto restaurante.

Jaime se sentía feliz, intensamente feliz. Le costaba trabajo convencerse de su suerte, de que aquello era real. Había conseguido a esa mujer de aspecto inalcanzable, y para su mayor felicidad el sexo había sido excelente. Al menos para él.

– No estuvo nada mal -respondió Karen, ya con la boca vacía-. No debes preocuparte, pasaste bien el examen. ¿Cómo le fue a don Jaime? -preguntó alcanzando su café y tomando un sorbo.

– A don Jaime, excelente. Pero su tarjeta de crédito está seriamente dañada.

El eco de la risa de Karen resonó dentro del tazón de café.

– Bueno, te invito yo al desayuno. No quiero que por mi culpa te pongan en la lista de los sin crédito.

– Gracias por preocuparte de mis finanzas.

– Espero que me invites a más cenas y para eso necesitas tu tarjeta de crédito en buen estado.

– Siempre tendré un buen crédito para ti, si hay un final de noche como el de ayer para mí.

Karen soltó una risita.

– Viciosillo -sentenció-. Tú invítame; luego el destino y la suerte dirán.

– Esperaba un compromiso más firme.

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