Jorge Molist - Los muros de Jericó

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El mayor grupo de comunicaciones de nuestro tiempo posee para el gobierno de los Estados Unidos un valor estratégico mayor que el de ejércitos o flotas. Jaime, ejecutivo del grupo, un hombre que se debate entre los que fueron ideales de juventud y su actual estatus social aburrido y estable, conoce a Karen, una seductora y atractiva compañera de trabajo que le introduce en un movimiento filosófico-religioso continuador de los cátaros medievales. A partir de entonces, se verá arrastrado a una aventura en la que poder, seducción, amor y muerte se aglutinan en una trama en la que el control del grupo parece ser el fin último.

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Él sintió que su corazón se detenía. No. Ahora juegos, no. ¡No podía hacerle eso!

En la penumbra la miró a los ojos. Ella sonreía con timidez y un mirar dulce.

– Espera un momento -dijo.

Y moviéndose a un lado de la cama le entregó algo. Era un preservativo.

Jaime suspiró con alivio aunque contrariado. No deseaba otra cosa que sentir en su pene el interior de ella, pero resistirse era absurdo y estropearía aquel momento maravilloso.

Después de todo, ¿cómo podía esperar lo contrario de ella? Sí; parecía como si Karen hubiera perdido el control por primera vez. Pero, sin duda, era un descontrol muy controlado.

Ella dejó ahora que la penetrara sin ningún impedimento y lo abrazó con brazos y piernas mientras se fundían en un nuevo beso. Empezaron a moverse con urgencia salvaje; Jaime sentía que alcanzaba el cielo.

Al poco ella tiró su cabeza hacia atrás, sacudiendo el cuerpo mientras llegaba al orgasmo. Él no resistió más y los gemidos de ambos se unieron a la suave canción que venía del salón. Jaime se sintió estallar en el interior de ella. Era algo mucho más que físico. Eran sus nervios y su mente los que explotaban en una placentera sensación. Y se sintió lejos. Muy lejos.

Lejos de todas las cosas del mundo, de su vida y de su historia personal. Muy lejos de todo menos de la suave y tibia carne de ella.

– Te quiero -dijo cuando regresó a la conciencia.

Al cabo de un rato de silencio ella susurró:

– Quédate esta noche conmigo.

– ¿Y la excursión de mañana?

– Pasaremos antes por tu casa para que recojas tus cosas.

– Luego de unos momentos de silencio añadió-: Yo te conozco, Jaime. Te conozco.

– Yo también te conozco, cariño, y ahora mucho más.

– Pero yo te conozco de antes.

– ¿De antes?

– Sí -dijo ella abrazándole de nuevo y besándole en la boca.

Él correspondió con todo entusiasmo, sintiendo de nuevo la pasión que crecía en su vientre.

Y perdió todo interés por investigar la enigmática afirmación. Deseaba amarla otra vez, y no era momento para la charla.

DOMINGO

20

Los dedos cliquearon en el ordenador en busca del mensaje de la noche.

– «Arkángel.»

Puntual como un centinela, esperaba el informe de Samael.

«Logramos poner al inspector Ramsey sobre una línea de investigación equivocada; no sospecha la presencia de nuestros hermanos en Jericó.

»Continuamos tomando posiciones decisivas a la espera de la caída del muro interior. Dos nuevos ejecutivos claves han sido contactados por nuestros hermanos. Uno ofrece grandes posibilidades de que se una a nuestro pueblo. Samael.»

Arkángel respondió: «Dios nos bendice, hermanos, con estos pequeños triunfos. Mantened la fe en nuestra victoria en el asalto final. Arkángel.»

Con movimientos precisos, Arkángel eliminó cualquier rastro de ambos textos.

21

– ¡No! -gritó Karen-. ¡No! -Se agitaba con angustia intentando escapar de aquella visión y, al fin, cuando pudo abrir los ojos, se dio cuenta de que soñaba.

Se incorporó en la cama jadeando; un sudor frío le cubría la trente y el cuerpo. Lentamente los contornos familiares del dormitorio suavizaron su tensión.

– ¡No! ¡Dios mío! ¡Otra vez no! -exclamó a media voz.

Jaime se había despertado sobresaltado por el primer gritó y le acariciaba las manos.

– Tranquila, mi amor, no es nada. Ya pasó todo. Estás aquí, conmigo.

Abrazando sus hombros, la acunó como a una niña pequeña. Ella se hizo un ovillo acurrucándose contra él.

– ¿Qué ha pasado Karen? ¿Qué era?

– Nada, otra vez ese mal sueño. Me ocurre a veces. La misma pesadilla -murmuró. Pero ella sabía que no se trataba de un sueño.

– Cuéntamelo. ¿Qué pasaba?

– No puedo recordarlo con claridad, pero ahora ya estoy bien. Gracias, cariño.

Karen sí recordaba lo soñado. Demasiado bien. Recordaba a la perfección lo de esa noche y lo recordaba también de antes. Miró el despertador.

– Son sólo las cinco. Duerme.

Pero ella no pudo dormir. La pesadilla se repetía siempre igual, y las imágenes continuaban frescas en su memoria. Incluso la fecha: 1 de marzo del año del Señor de 1244.

Karen se revolvió en su camastro de pieles dispuesto en el suelo. No había dormido mucho. A pesar de su agotamiento, no podía dormir.

¿Era el hambre? No. La sed y el frío lacerante eran mucho peores.

La única luz de la estancia venía de las estrellas y entraba por un ventanuco del que colgaban los carámbanos de hielo. Un tenue arco de luz indicaba a sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, la abertura donde había estado la puerta de la estancia.

Dos días antes arrancaron puerta y ventana para quemar su madera. No para calentar cuerpos y manos, sino para fundir nieve y poder beber agua. El agua tibia era uno de los pocos placeres que les quedaban.

Se estremeció cuando una nueva ráfaga de aire helado cruzó el cuarto. A pesar de la capucha de piel que cubría su cabeza y casi todo su rostro, sintió que éste se cortaba un poco más.

Alguien se revolvió y gimió cerca. ¿Sería su querida Esclaramonda?

No. Lo peor no era la sed o el frío, sino el miedo. El Dios bueno le enviaba el sufrimiento físico para que éste le aliviara el temor penetrante que le encogía las entrañas. ¿O sería el hambre?

El viento traía también los quejidos de los heridos y el llanto de alguno de los pocos niños que sobrevivían. Cuando los lamentos cesaban por un instante, el silencio se hacía absoluto en la helada noche. Luego el aullido del viento iniciaba de nuevo el triste coro del sufrimiento humano. Y otra vez el miedo venía con el viento. Su cuerpo tembló. ¿Miedo o frío?

Sabía que ella, la señora de Montsegur, tenía privilegios. Descansaba sobre un suelo de madera, quizá el último grupo de vigas que quedaban y que no habían sido destinadas aún a la defensa o al fuego. Se levantó a tientas y tocó la pared helada. El frío traspasó su guante de piel.

Allí, a los pies del muro, había estado su último baúl. Ya sólo quedaba un pobre montón de objetos metálicos, su espejo y el vestido del rey.

Habían quemado los baúles y también las ropas más viejas en busca de la vida que daba el calor. Y antes quemaron los muebles. Sus joyas hacía tiempo que habían sido cambiadas por suministros e incluso para el pago de tropas. De nada sirvieron los mercenarios o los aventureros que acudieron para sostener el pueblo fortificado, tocado su corazón por las canciones de gesta del trovador Montahagol y sus amigos. Finalmente unos huyeron y otros murieron.

La cima de la montaña era como el lomo de un dragón gigante dormido y que se extendía de este a oeste, con su parte más baja en el Roc de la Torre y la más alta en el pueblo fortificado de Montsegur.

Dominando la parte alta de la cima de la montaña, el pueblo era inexpugnable, ya que no existía ninguna máquina de guerra que pudiera, desde la base del monte, lanzar piedras ni a una cuarta parte de la altura de donde ellos se encontraban.

Sin embargo, en octubre unos escaladores vascos a sueldo de los franceses lograron subir por la noche los sesenta metros de pared vertical y cogieron por sorpresa a los defensores del Roc.

Y una vez perdido el Roc, el muy superior ejército católico subió y fue conquistando, combate a combate, toda la parte este de la cima de aquel monte situado a mil doscientos metros de altura. Allí montaron sus catapultas y piedra tras piedra machacaban las casas y a sus habitantes encerrados en la fortificación.

Con la cima, se perdieron los caminos secretos que permitían la comunicación del monte asediado con el exterior. Y con ellos se perdieron los refuerzos, los suministros; la esperanza.

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