Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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Era admirable. Leonardo había hecho lo que a nadie se nos había ocurrido antes: poner en relación el naipe de la sacerdotisa con el acertijo de sus cartas a Roma. Intuición o visión genial, lo cierto es que sentí vértigo al saberme tan cerca de la solución.

– Lo demás es ya muy sencillo, padre. Según las lecciones del Ars Memoria, son las manos las que dan siempre las cifras en cualquier composición. Y en esta carta, como veréis, hay dos manos que muestran diferente número de dedos. Si vuestro hombre nos dice que debemos escoger la mano diestra es porque la cifra de su nombre es un cinco.

– ¿Ars Memoria?. ¿También tú lo conoces?

– Es una de las asignaturas favoritas de Leonardo.

– Así que supongo que es ahora cuando debería buscar un fraile cuyas letras sumen ese número, ¿no es cierto?

– No es necesario -dijo Mario más orgulloso que nunca-. Meser Leonardo lo encontró ya. Se llama Benedetto. [19]Es el único en todo Santa Maria cuyo nombre tiene ese valor.

¿Benedetto? Supongo que la revelación me cambió la cara, porque Mario se me quedó mirando absorto. ¿Benedetto? ¿El hombre de un solo ojo, como el óculo del ceñidor de la sacerdotisa?

La ironía me desarmó.

¿Cómo no había sido capaz de verlo antes? ¿Cómo no me había dado cuenta de que el tuerto, como hombre de confianza del prior, había tenido acceso a todos los secretos del convento y era el único lo suficientemente violento como para arremeter contra Leonardo? ¿Acaso esa revelación no se ajustaba como un guante al perfil que yo tenía del Agorero, al que intuía como un discípulo renegado del toscano? ¿O no estaba acaso su rostro dibujado en el Cenacolo, encarnando al apóstol Tomás, como prueba irrefutable de su antigua filiación a la organización del maestro?

Abracé a Mario sin saber muy bien a quién perseguiría primero: si al asesino de fray Alessandro o a aquel reducto de cristianos desviados.

44.

Fray Benedetto estornudó otra vez sobre el bacín, escupiendo un nuevo grumo de sangre.

Tenía mal aspecto. Muy malo.

Desde que permaneciera seis horas a la intemperie en el llano de Santo Stefano, tumbado, sin sentido y descalzo sobre la nieve, el tuerto no había vuelto a respirar con normalidad. Tosía. Sus pulmones estaban encharcados y le resultaba cada vez más difícil moverse.

Fue el prior quien dispuso que lo enviaran al hospital. Allí lo encamaron y aislaron del resto de los enfermos, le recetaron vapores aromáticos, sangrías diarias, y rezaron fervorosamente por su recuperación. Pero Benedetto dormía mal. La fiebre le subía de modo inexorable y hacía temer a todos por su vida.

El último día de enero, exhausto, el más hosco de los frailes de Santa Maria rogó que se le administrara la extremaunción. Había pasado la tarde delirando, profiriendo frases ininteligibles en lenguas extrañas e increpando a sus hermanos para que prendieran fuego al refectorio si aún querían salvar su alma.

Fray Nicola Zessatti, deán con cincuenta años de servicio en la comunidad, viejo amigo de Benedetto, fue quien le impuso los santos óleos. Antes le había pedido que se confesara, pero el tuerto se negó. No quería decir ni palabra de lo que había ocurrido en Santo Stefano. Todos sus intentos resultaron inútiles. Ni él ni el prior pudieron arrancarle una sola palabra sobre mi paradero, y menos aún sobre los hombres que nos asaltaron.

Sé que fueron días de desconcierto. Por raro que parezca, tampoco fray Jorge les sirvió de gran ayuda. El limosnero apenas recordaba a aquellos extraños monjes de negro que nos salieron al paso. Era corto de vista y la edad lo traicionaba. Por eso, cuando narró que el tuerto la había emprendido a cuchilladas con uno de ellos, lo tomaron por loco. Jorge fue ingresado en el hospital de Santa Maria, en la misma ala que Benedetto, con las manos quemadas por el hielo y un resfriado del que, por milagro, tardó poco en recuperarse.

En cuanto a mi tercer hermano, fray Mauro, llevaba días mudo de la impresión. Su juventud aguantó bien el embate del frío, pero desde su regreso a Santa Maria nadie lo había visto fuera de su celda. Los que lo visitaron, se horrorizaron ante su mirada perdida. El fraile apenas ingería alimento alguno y era incapaz de mantener la atención cuando se le hablaba. Había perdido el juicio.

Fue, pues, fray Jorge quien alertó al prior del empeoramiento del padre Benedetto. Ocurrió el 31 de enero, martes. El limosnero encontró a Bandello en el refectorio, revisando con Leonardo los últimos avances en el Cenacolo.

Después del entierro de donna Beatrice y de mi desaparición, el toscano había retomado con un ímpetu desacostumbrado sus trabajos. De repente, parecía tener prisa por ultimar su obra. Sin ir más lejos, aquella jornada acababa de dar las postreras pinceladas al rostro adolescente de san Juan, y se lo mostraba orgulloso a un prior que lo miraba todo con desconfianza.

El apóstol había quedado magnífico. Lucía una larga cabellera rubia que le caía sobre los hombros, una mirada lánguida, ojos entornados, y cabeza desplomada hacia su derecha, en actitud de sumisión. Su cara desprendía luz. Un brillo sobrenatural, mágico, que invitaba a la contemplación y a la vida mística.

– Me han dicho que habéis utilizado a una muchacha como modelo para ese rostro.

El reproche del prior fue lo primero que oyó Jorge al entrar en el refectorio. Desde su posición no vio sonreír al maestro.

– Los rumores vuelan -ironizó.

– Y llegan más lejos que vuestros pájaros de madera.

– Está bien, prior. No os lo negaré. Pero antes de que os enojéis conmigo, debéis saber que sólo he empleado a la muchacha para darle ciertos retoques al discípulo amado.

Jorge reconoció el humor ácido del maestro en el acto.

– Luego es cierto.

– Juan fue una criatura dulce, padre Bandello -prosiguió-. Vos sabéis que era el menor de los discípulos, y Jesús lo quería como a un hermano. O aún más: como a un hijo. Y también sabréis que no he sido capaz de hallar entre vuestros frailes ninguno que me inspirara ese candor con el que es descrito en los Evangelios. ¿Qué importancia tiene haber recurrido a una jovencita inocente para completar su retrato? ¿Qué veis de malo en ello, a la vista del resultado que os presento?

– ¿Y quién es esa doncella, si puede saberse?

– Claro que puede saberse. -Se inclinó Leonardo cortés hacia su patrón-. Pero dudo que la conozcáis. Se llama Elena Crivelli. Es de noble familia lombarda, Visitó mi bottega, acompañada del maestro Luini, no hará muchos días. En cuanto la vi por primera vez, supe que me había sido enviada por Dios para ayudarme a concluir el Cenacolo.

El prior lo miró de soslayo.

– ¡Ah, si la vierais! -prosiguió-. Su belleza es cautivadora, pura, perfecta para el rostro de Juan. Ella me regaló esa aura de beatitud que ahora desprende nuestro Juan.

– Pero no hubo doncellas en la cena pascual, maestro.

– ¿Y quién puede estar seguro de eso, padre? Además, de Elena sólo he tomado las manos, la mirada, la mueca entregada de sus labios y sus pómulos. Sus atributos más inocentes.

– Reverendo padre…

La irrupción de fray Jorge, que esperaba impaciente una pausa en la conversación, no dio posibilidad de réplica a Bandello. Tras una genuflexión apresurada, el monje se le acercó al oído y le transmitió las malas nuevas sobre la salud del tuerto.

– Debéis acompañarme -susurró-. Los médicos dicen que no le queda ya mucho tiempo de vida.

– ¿Qué le ocurre?

– Apenas puede respirar, y su piel pierde color por momentos, prior.

Leonardo observó con curiosidad las manos vendadas de Jorge, y dedujo que debía de tratarse de uno de los frailes que fueron asaltados días atrás extramuros de Milán.

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