Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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El toscano no pudo ocultar su admiración por aquella joven impetuosa. Luini, sonrojado, se vio forzado a aclararle su reacción: fue él quien le enseñó que allá donde viera pintado un nudo grande y visible, sabría que hallaría una obra vinculada a la Magdalena. La Última Cena lo tenía.

– Dejadme que os explique algo más -añadió el maestro, ya algo fatigado-: Juan es mucho más que un nombre. Así conocieron en su tiempo tanto al Bautista como al Evangelista. Sin embargo, Juan es un título. Se trata del nomen mysticum que llevan todos aquellos depositarios de la Iglesia espiritual. Como la papisa Juana, la de las cartas de los Visconti.

– ¿La papisa Juana? ¿No era eso un mito? ¿Una fábula para incautos?

– ¿Y qué fábula no enmascara hechos reales, Bernardino?

– Entonces…

– Debéis saber que el hombre que dibujó esas cartas fue Bonifacio Bembo, de Cremona. Un perfecto. Y éste, viendo peligrar el destino de nuestros hermanos, decidió esconder en ese mazo de cartas para los Visconti algunos símbolos fundamentales de nuestra fe. Como la creencia en que somos descendencia mística de Jesucristo. ¿Y qué mejor símbolo de esa certeza que pintar a una papisa embarazada, sosteniendo en su mano la cruz del Bautista, indicando a quien sepa leerlo que de la vieja Iglesia nacerá pronto la nueva? Esa carta -añadió el maestro en tono reverencial- es la profecía precisa de lo que está por venir…

42.

No sé por qué extraña razón el padre Bandello decidió enviarme a semejante misión. Si hubiera tenido el don de la profecía y hubiera visto lo que estaba a punto de ocurrirme, es seguro que me habría retenido a su lado. Pero el destino es impredecible, y Dios, en aquella jornada de enero, lanzó los dados de mi devenir fiel a su inescrutable proceder.

Al principio, lo confieso, me dio asco.

Desenterrar, junto con Benedetto el tuerto, Mauro el enterrador y fray Jorge, el fardo funerario del padre Trivulzio, me revolvió las entrañas. Hacía ya más de cincuenta años que el Santo Oficio no exhumaba el cadáver de un reo para proceder a su quema, y aunque le rogué al prior que dejara a los muertos en paz, no pude evitar que fray Alessandro volviera a ver la luz del día. Su cadáver, jabonoso y pálido, desprendía un hedor insoportable. Por mucho que mis compañeros y yo tomamos la precaución de envolverlo en un nuevo sudario y lo atamos como a una salchicha, su peste no dejó de acompañarnos durante todo el viaje. Por suerte, no todo fue tan negro. Me llamó la atención que si bien era imposible respirar junto al cuerpo de fray Alessandro, no ocurría lo mismo con el del sacristán. Fray Giberto no olía a nada. A nada en absoluto. El enterrador atribuyó el fenómeno a que el fuego que lo consumió en la plaza de la Mercadería había acabado con sus partes corruptibles, confiriéndole ese extraño don. Sin embargo, el tuerto defendió con vehemencia otra teoría. Para él, el hecho de haber permanecido a la intemperie en un patio del hospital de la orden, soportando temperaturas de varios grados bajo cero, había evaporado los peores efluvios del sacristán. Nunca supe a quién de los dos creer.

– Si os fijáis bien, con las bestias pasa lo mismo -trató de convencerme el tuerto-. ¿O es que huele a algo el cuerpo de un caballo abandonado en un camino nevado?

Llegamos al llano de Santo Stefano sin haber concluido nuestra discusión y cuando apenas faltaba una hora y media para las vísperas. Habíamos atravesado el control militar de la Porta della Corte all'Arcivescovado y dejado atrás la sede del Capitano di Giustizia sin haber tenido que dar demasiadas explicaciones a la guardia. La policía sabía de nuestras cuitas, y aprobaba que hubiéramos decidido llevar a los herejes bien lejos de la ciudad. El carromato que conducíamos, cargado de aperos y sogas, pasó todas las inspecciones. Y así llegamos a Santo Stefano, un claro en medio del bosque, solitario y silencioso, con suelo de roca firme, sobre el que no nos iba a ser difícil apilar los fardos de leña que habíamos acarreado y prender con ellos a nuestros difuntos.

Jorge, solícito, dirigió los trabajos.

Fue él quien organizó con señas la montaña de troncos que los reduciría a cenizas, y quien nos enseñó la mejor manera de alzar una pira sólida y calorífera. Para alguien como yo, que había presenciado tantos autos de fe sin levantar siquiera un leño, aquella fue una sensación nueva. Jorge nos mostró cómo colocarlos siguiendo un orden inverso a su tamaño. Había visto ya demasiadas veces cómo se hacía. Fue él quien nos enseñó que la leña más fina debía colocarse en la base, para que al arder prendieran con eficacia las piezas más gruesas. Y una vez terminada la tarea, nos obligó a extender una gran cuerda alrededor de la montaña, afirmarla, e izar con uno de los extremos sobrantes los cuerpos de nuestros hermanos hasta la cumbre. Cumpliríamos así las órdenes de nuestro prior y regresaríamos antes de que fuera noche cerrada y los soldados del Moro atrancasen las puertas de entrada al burgo.

– ¿Sabéis lo mejor de este trabajo? -jadeó fray Benedetto, al terminar de situar el cuerpo de Giberto en el techo de troncos. El tuerto se había encaramado junto al enterrador hasta la cima, para así poder tirar fuerte del fardo de fray Alessandro y depositarlo en su lugar.

– Ah, ¿pero tiene algo bueno?

– Lo bueno, hermano Mauro -oí gruñir a Benedetto-, es que con un poco de suerte las cenizas de estos desgraciados caerán sobre los cátaros que se esconden en estas montañas.

– ¿Cátaros aquí? -protestó-. Los veis por todas partes, hermano.

– Y además les suponéis mucha perspicacia -tercié desde el suelo, mientras ajustaba la soga alrededor de fray Alessandro-. ¿De veras los creéis capaces de distinguir esas cenizas de las de sus propias hogueras? Permitidme que lo dude.

Esta vez el tuerto no replicó. Aguardé un instante a que la cuerda se tensara y comenzara a izar al bibliotecario, pero tampoco noté nada. Mauro Sforza no aprovechó la ocasión para rematar los siempre amargos comentarios del asistente del prior, y un incómodo y prolongado silencio se instaló de repente en el claro.

Extrañado, di un paso atrás para ver qué sucedía allá arriba. Fray Benedetto estaba inmóvil como una estatua de sal, el rostro vuelto hacia atrás y la mirada perdida en algún lugar de la linde del bosque; había soltado la soga. A Mauro no era capaz de verlo; lo más que acerté a discernir fue el ligero temblor de su barbita cana. Tragaba aire con angustia, como lo haría uno de esos místicos ante sus visiones extáticas del cielo. No pestañeaba, ni parecía capaz de articular ningún movimiento. Enseguida lo comprendí: el tuerto, paralizado por alguna impresión, parecía querer señalarme algo con la barbilla, levantándola con espasmos irregulares y dando golpecitos al aire con su nariz. Por eso, cuando me giré en redondo y enfilé el lugar hacia el que miraba, casi caí de espaldas de la impresión.

No exagero.

Justo a la entrada del bosque, a unos veinte metros de donde nos encontrábamos, un grupo de quince encapuchados observaba en silencio nuestros movimientos. Nadie los había visto antes. Vestían de negro de pies a cabeza, tenían las manos recogidas dentro de sus mangas y parecían llevar un buen rato allí, vigilando el claro de Santo Stefano. No es que nos parecieran hostiles -de hecho, no llevaban armas, ni palos, ni nada con lo que pudieran agredirnos-, pero he de reconocer que tampoco nos tranquilizó mucho su actitud: nos miraban por el filo de sus capuchas, sin articular palabra o hacer ademán alguno de acercársenos. ¿De dónde habían salido? Que supiéramos, no existía ningún convento o eremitorio en los alrededores, ni aquélla era una jornada litúrgica que justificara la presencia de unos monjes en campo abierto.

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