Javier Sierra - La cena secreta

Здесь есть возможность читать онлайн «Javier Sierra - La cena secreta» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Историческая проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La cena secreta: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La cena secreta»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

La cena secreta — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La cena secreta», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Fue al acercarme al puesto de guardia cuando me di cuenta de lo mucho que me había cambiado la estancia en Concorezzo. De entrada, la guardia del dux no me saludó siquiera. A sus ojos ya no era el respetable dominico que se había tragado el bosque de Santo Stefano casi un mes atrás. No pude reprochárselo. La ciudad creía que ese varón había muerto en una emboscada. Nadie me esperaba. Mi aspecto era vulgar, sucio, y vestía como un campesino. Llevaba calzas negras y un tosco pellote de oveja que me hacía parecer un pastor. Mi rostro estaba cubierto por una barba espesa y negra. Y hasta mi tonsura se había poblado de nuevo, oscureciendo definitivamente mi filiación sacerdotal.

Crucé el puesto de guardia sin mirar a nadie y enfilé las callejuelas que habrían de llevarme hasta el convento de Santa Maria. Pese a no hacer un día de sol y ser sábado, se respiraba cierto ambiente festivo. El entorno del monasterio había sido engalanado con banderines, centros de flores y cintas de tela, y había mucha gente en la calle charlando. Al parecer, el dux acababa de pasar por allí camino de alguna celebración importante.

Fue entonces cuando escuché de labios de una mujer la razón de tanto alboroto: Leonardo había terminado el Cenacolo y Su Excelencia Ludovico el Moro se había apresurado a visitarlo para admirarlo en todo su esplendor.

– ¿El Cenacolo?

La mujer me miró divertida.

– Pero ¿en qué mundo vivís? -rió-. ¡Toda la ciudad va a desfilar para verlo! ¡Toda! Dicen que es un milagro. Que parece real. Los frailes abrirán su convento durante un mes para que todos puedan admirarlo.

Una extraña desazón se apoderó de mi estómago. El toscano había concluido una empresa en la que llevaba más de tres años trabajando, pero ¿habría completado también el terrible programa iconográfico que el Agorero pretendía detener a toda costa? ¿Y el prior? ¿Había sucumbido también al hechizo de aquella obra? ¿No debía advertirle de inmediato de la verdadera identidad de su secretario personal? ¿Y cómo me presentaría ante él? ¿Qué le diría de mis captores?

Cuando culminé el ascenso hasta el corso Magenta y logré sortear la enorme cola que rodeaba el convento, me quedé de una pieza. La casa del dux había dispuesto una enorme tarima en la que un espléndido duque de Milán, ataviado con una sobrevesta negra de terciopelo y un sombrero de ala baja con cinta de oro, conversaba con algunos prohombres de la ciudad. Entre ellos distinguí a Luca Pacioli, el matemático, que lucía un gesto relajado. Alguien dijo que hacía sólo unos días que había entregado al Moro su libro De divina proportione, en el que desvelaba los misterios matemáticos de la Creación. O Antonio Billi, cronista de la corte, que parecía deslumhrado por la belleza que acababan de ver sus ojos.

Hallé también al maestro Leonardo, retirado a un segundo plano, comentando algo con un pequeño grupo de admiradores. Todos iban elegantemente ataviados, pero parecían algo nerviosos. Miraban a uno y otro lado, como si aguardaran la llegada de alguien o supieran que alguna cosa en aquella ceremonia no marchaba según lo previsto.

Tan distraído estaba tratando de leer en los labios de aquella comitiva lo que sucedía, que no me percaté de que alguien se había ido abriendo paso entre el gentío y se dirigía directamente hacia mí.

– ¡Válgame el cielo! -exclamó cuando estuvo a mi altura y logró tocarme el hombro-. ¡Si todos os daban por muerto, padre Leyre!

Aquel hombre fornido, cubierto por un birrete violeta con pluma de ganso, espada al cinto y botas de montar, era Oliverio Jacaranda. Su acento extranjero lo delataba entre tanto lombardo.

– Nunca olvido una cara. ¡Y mucho menos la vuestra!

– Don Oliverio…

El español me miró de arriba abajo, sin terminar de comprender por qué no lucía los hábitos blanquinegros de santo Domingo. Por su porte, había acudido a la plaza de Santa Maria a visitar la obra de Leonardo. Su condición de mercader de objetos preciosos le garantizaba un acceso privilegiado al recinto y le procuraba estar en el centro del mayor acto social de la ciudad desde el entierro de donna Beatrice.

– Padre… -titubeó-. ¿Me explicaréis qué os ha sucedido? Estáis muy desmejorado. ¿Qué hacéis vestido así?

Traté de componer una excusa creíble que no delatara mi singular situación. No podía decirle que había estado más de dos semanas bajo el techo de quien fuera su prisionero. Lo hubiera considerado una deslealtad, y sólo Dios sabía cómo reaccionaría el español ante una revelación así.

– ¿Recordáis mi afición a resolver enigmas en latín?

Jacaranda asintió.

– Vine a Milán para resolver uno de ellos, por encargo de mi superior de la orden. Y para lograrlo, me vi obligado a desaparecer durante un tiempo. Ahora regreso de incógnito para proseguir con mis indagaciones. Por eso os ruego discreción.

– ¡Ah, los frailes! ¡Siempre con vuestros secretos! -sonrió-. Así que fingisteis evaporaros para seguir investigando los crímenes de San Francesco II Grande, ¿no es eso?

– ¿Y qué os hace pensar semejante cosa? -dije asombrado.

– Vuestro aspecto, naturalmente. Ya os dije un día que son pocas las cosas que se me escapan de esta ciudad. Esa indumentaria vuestra me recuerda a la de los desgraciados que aparecieron muertos bajo la Maesta de los franciscanos.

– Pero…

– ¡Nada de peros! -atajó-. Admiro ese método vuestro, padre. Nunca se me hubiera ocurrido hacerme pasar por víctima para llegar al asesino…

Callé.

Había imaginado tantas veces que si alguna vez me reencontraba con él no íbamos a tener una charla agradable, que me sorprendió verlo, de repente, preocuparse por mí. A fin de cuentas me había inmiscuido en sus negocios, había liberado a un prisionero suyo y no había prestado la debida atención a sus intentos por inculpar a Leonardo da Vinci del asesinato de fray Alessandro. Era obvio que don Oliverio tenía cosas más importantes en las que pensar. El anticuario me pareció preocupado. Casi ni comentó la fuga de Forzetta, que se apresuró a disculpar creyéndola parte de mi estrategia para investigar las muertes de fray Alessandro y de los peregrinos de San Francesco. Era como si mi atuendo de parfait le hubiera llamado más la atención que todo lo demás.

– ¿Regresasteis a Milán hace mucho? -Quise desviar nuestra conversación.

– Hará unos diez días. Y, la verdad, he estado buscándoos desde entonces. Dijeron que habíais muerto en una emboscada…

– Me alegra que no sea cierto.

– A mí también, padre.

– Decidme entonces, ¿para qué me necesitabais?

– Preciso de vuestra ayuda -dejó escapar lastimero-. ¿Recordáis lo que os dije del maestro Leonardo el día que nos conocimos?

– ¿De Leonardo?

Eché un vistazo a mis espaldas, allá donde había visto al toscano por última vez. No me hubiera gustado que escuchara una falsa acusación de asesinato como la que Jacaranda estaba a punto de pronunciar. Luego asentí.

– Bien. Ya sabéis que estuve en Roma, y allí un confidente cercano al Papa me hizo entrega del secreto final que meser Da Vinci ha querido esconder en su Cenacolo.

– ¿El secreto final?

La frente despejada del español se arrugó ante mi suspicacia.

– El mismo que se llevó a la tumba vuestro bibliotecario, padre Leyre. Ese que debió de extraer del «libro azul» que donna Beatrice d'Este me encargó que obtuviera para ella, y que nunca pude depositar en sus manos. ¿Lo recordáis?

– Sí.

– Ese secreto, padre, obra en mi poder. Y es otro de esos dichosos acertijos del toscano. Como quiera que vos sois experto en resolver enigmas, y que por vuestra posición no sois sospechoso de ser cómplice de nadie, pensé que me ayudaríais a descifrarlo.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La cena secreta»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La cena secreta» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La cena secreta»

Обсуждение, отзывы о книге «La cena secreta» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x