Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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– Fijaos bien, Marco: la zona que marca el nudo es el área en la que la luz de la composición es más intensa. Observad aquí las sombras en el rostro de los apóstoles. ¿Las veis? Son más duras. Más fuertes que las del resto.

El perfil griego de d'Oggiono exploró longitudinalmente el muro, comparando el amplio abanico de claroscuros en las ropas y rostros de los Doce.

– Quizá tenga sentido -continuó Luini, como si pensara en voz alta-. Esa zona aparece más iluminada que las demás porque para Leonardo el conocimiento parte de Platón. Él es como el sol que ilumina la razón. Y el discípulo más brillante de todo el conjunto es san Simón, el que tiene el rostro del griego y el único manto blanco de la escena…

Aquel matiz devolvió a Luini un recuerdo importante:

– Y Mateo, el discípulo que está codo con codo con el maestro, no es otro que Marsilio Ficino… ¡Claro! -exclamó en voz alta, de repente-. Ficino confió al maestro los textos de Juan antes de que nos marcháramos de Florencia. ¡Ahí está la clave!

Elena lo miró perpleja.

– ¿La clave? ¿Qué clave?

– Ahora lo entiendo. Los antiguos iniciaban a sus adeptos colocándoles un evangelio inédito de Juan sobre la cabeza. Creían que al hacerlo se transmitía por contacto la esencia espiritual de la obra a la mente y al corazón del candidato a verdadero cristiano. Ese libro de Juan contenía grandes revelaciones sobre la misión de Cristo en la Tierra y mostraba el camino que debíamos seguir para alcanzar un lugar en el cielo. Leonardo… -Luini tomó aire-… Leonardo ha sustituido ese texto por una obra pictórica que contuviera sus símbolos fundamentales. ¡Por eso nos ha enviado aquí a iniciarte, Elena! ¡Porque cree que su obra te investirá con el secreto místico de Juan!

– ¿Y podéis iniciarme sin saber exactamente lo que el maestro ha inscrito aquí?

El tono de la joven sonó incrédulo.

– A falta de más pistas, sí. Antiguamente los novicios no llegaban a abrir siquiera el libro perdido de Juan. Es seguro que muchos no sabrían ni leer. ¿Por qué no habría de actuar este mural de igual manera con nosotros? Mirad, además, a Cristo. Está a una altura suficiente en la pared para que os podáis situar debajo, y recibir su mística imposición de manos, con una palma protegiendo vuestra cabeza y la otra invocando al cielo.

La condesita echó un nuevo vistazo al alfa. Bernardino tenía razón. La escena del banquete estaba colocada a suficiente altura como para recibir a una persona de cierta envergadura bajo el mantel. Era un buen lugar para situarse y recibir el espíritu de la obra, pero con todo, la mente pragmática de Elena la forzaba a buscar una interpretación más racional. Leonardo era un hombre práctico, poco dado a viejas elucubraciones místicas.

– Pues yo creo saber cómo podemos leer el mensaje del Cenacolo…

Elena titubeó. Una intuición súbita la iluminó al poco de ponerse bajo la protección del Alfa.

– ¿Recordáis las atribuciones que el maestro os hizo memorizar para cuando os llegara el momento de retratar a los Doce?

Bernardino asintió perplejo. Las imágenes del día en el que la condesita le arrebató aquella lista aún seguían vivas en su memoria. Se sonrojó.

– ¿Y sabríais decirme qué virtud era la que atribuía a Judas Tadeo? -insistió.

– ¿Al Tadeo?

– Sí. Al Tadeo -exhortó Elena, mientras Luini buscaba el dato entre sus recuerdos.

– Es Occultator. El que oculta.

– Exacto -sonrió-. Una «O». ¿Lo veis? Ahí tenemos otra vez a nuestra omega. Y eso no puede ser casual.

38.

– ¡Por todos los diablos!

El júbilo de Bernardino Luini resonó en las cuatro paredes del refectorio.

– ¡No puede ser tan fácil!

Ensimismado por el descubrimiento de la condesita, el maestro comenzó a repasar la disposición de los apóstoles. Tuvo que retroceder tres pasos para asegurarse una visión panorámica. Sólo situándose a unos metros de la pared septentrional era posible distinguirlos al completo, desde Bartolomé a Juan y de Tomás a Simón. Estaban agrupados de tres en tres, todos con el rostro vuelto hacia Cristo menos el discípulo amado, Mateo y el Tadeo, que cerraban los ojos o miraban a otra parte.

Luini rasgó uno de los cartones que Leonardo tenía esparcidos por el suelo, y con un carboncillo comenzó a garabatear los perfiles de la escena en su reverso. Marco y Elena siguieron sus movimientos con curiosidad. Mientras, el Agorero, un piso más arriba, se impacientaba al no escucharles pronunciar palabra.

– Ya sé cómo leer el mensaje del Cenacolo -anunció al fin-. Lo hemos tenido todo este tiempo delante de nuestras narices y no hemos sabido verlo.

El pintor se situó entonces en uno de los extremos del mural. Bartolomé, les recordó bajo su efigie encorvada y absorta, era Mirabilis, el prodigioso. Leonardo lo había retratado con el pelo rizado y bermejo, confirmando lo que Jacobo de la Vorágine había escrito sobre él en su Leyenda dorada: que era sirio y de carácter encendido, como corresponde a los pelirrojos. Luini anotó una «M» en el cartón, junto a su silueta. Después hizo lo mismo con Santiago el Menor, el lleno de gracia o Venustus, aquel al que a menudo confundían con el propio Cristo y que por sus obras mereció ese apelativo. Una «V» se sumó al papel. Andrés, Temperator, el que previene, retratado con las manos por delante como corresponde a tal atributo, pronto quedó reducido a una sencilla «T».

– ¿Lo veis?

Marco, Elena y el joven maestro sonrieron. Aquello empezaba a cobrar sentido. «M-V-T» parecía el inicio de una palabra. El frenesí se disparó al comprobar que el siguiente grupo de apóstoles daba paso a otra sílaba pronunciable. Judas Iscariote se convirtió en «N» de Nefandas, el abominable traidor de Cristo. Su posición, sin embargo, era algo ambigua: si bien Judas era la cuarta cabeza que aparecía desde la izquierda, la peculiar posición de san Pedro -con su brazo armado a la espalda del traidor- podría dar lugar a un error de contabilidad. En cualquier caso, Luini explicó que la «N» seguiría siendo válida, ya que Simón Pedro fue el único de los Doce que negó tres veces a Cristo. «N», pues, de Negatio.

Elena protestó. Lo más lógico era guiarse por el orden de las cabezas de los personajes y por los atributos de la lección de Leonardo. Nada más.

Siguiendo ese orden, el siguiente era Pedro. Encorvado hacia el centro de la escena, merecía tanto la «E» de Ecclesia como la de Exosus, que el toscano le asignó. La primera hubiera satisfecho a Roma; la segunda, que significa «el que odia», reflejaba el carácter de aquel sujeto de pelo cano y mirada amenazante, dispuesto a ejecutar su venganza armado con un cuchillo de hoja gruesa. Y Juan, dormido, con la cabeza inclinada y las manos recogidas como las damas que retrataba Leonardo, hacía honor a su «M» de Mysticus. «N-E-M», pues, era el desconcertante resultado del trío.

– Jesús es la «A» -recordó Elena al llegar al centro del mural-. Prosigamos.

Tomás, con el dedo en alto, como si señalara cuál de los allí presentes era el primero en merecer el privilegio de la vida eterna, pasó al boceto de Luini como la «L» de Litator, el que aplaca a los dioses. Su atributo desató una breve discusión. En el Evangelio de Juan, fue Tomás quien metió su dedo en la lanzada de Cristo. Y también quien cayó de rodillas gritando «¡Señor mío y Dios mío!», (Juan 20, 28.) aplacando así la posible ira del resucitado por no haber sido reconocido de inmediato.

– Además -insistió Bernardino, enfatizando su teoría-, estamos ante el único retrato que confirma su letra en el perfil del apóstol.

– Olvidas el alfa de Jesús -puntualizó la condesita.

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