Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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– ¿Sor Verónica? ¡Uy! Esa monja se enojaba con mucha facilidad -recordó Marco, templando sus manos mientras soplaba en ellas. El refectorio estaba frío. La hora de aguzar el ingenio había llegado.

– ¿De veras?

– Oh, sí. Siempre le reprochaba al maestro sus gustos excéntricos y le criticaba que conociera mejor las obras de los filósofos griegos que las Sagradas Escrituras. La verdad es que no solían hablar de arte, y mucho menos de los trabajos del maestro, pero el día que murió, la hermana Verónica le preguntó por este refectorio.

– ¿Y eso qué tiene que ver con la omega? -protestó Elena.

– Dejadme que os lo cuente. Aquel día, Leonardo se sintió ofendido. Sor Verónica lo acusó de haber minimizado la importancia de Cristo en el Cenacolo. Y el maestro se enfadó. Le replicó que Jesús era la única Alfa de esta composición.

– ¿Dijo eso? ¿Que Jesús era el alfa del mural?

– Jesús, dijo, es el principio. El centro. El eje de este trabajo.

– De hecho -observó Luini, esforzándose por adivinar la silueta de Cristo en la penumbra-, es cierto que Jesús ocupa el lugar dominante. Es más, sabemos que el punto de fuga de la perspectiva de toda la composición se encuentra exactamente sobre su oreja izquierda, bajo la melena. Ahí clavó Leonardo su compás el primer día. Yo mismo lo vi. Y desde ese punto sagrado trazó el resto.

Al Agorero le sorprendió escuchar a Luini. Era la primera vez que lo hacía. Sabía que compartía la trama herética de Leonardo por los temas de sus obras. También él pintaba obsesivamente escenas de la vida de Juan. Su encuentro de niño con Jesús camino de Egipto, su bautismo en el Jordán o su cabeza servida en bandeja de plata a Salomé, se repetían en sus telas y tablas una y otra vez. Todos los peregrinos que veneraban la Maestá de Leonardo lo conocían bien. «Los lobos -dedujo inquieto al confirmar su presencia en el sanctasanctórum del toscano- siempre van en manada.»

– Vuestra observación es correcta, meser Bernardino -dijo Marco sin perder de vista a su bella acompañante, que ya empezaba a distinguir las siluetas de los apóstoles iluminadas por la claridad del amanecer-. Si os fijáis en su cuerpo, así, con los brazos extendidos hacia delante, veréis que tiene la forma de una «A» enorme. Se trata de una enorme alfa que nace en el centro exacto de los Doce. ¿La distinguís?

– Claro que la veo, pero ¿y la omega? -insistió Elena.

– Bueno. Creo que el maestro dijo eso porque se considera el último de sus discípulos.

– ¿Quién? ¿Leonardo?

– Sí, Elena. Alfa y omega, principio y fin. Tiene sentido, ¿no?

Luini y la condesita se encogieron de hombros. Su aventajado alumno intuía, como Marco, que aquel muro ocultaba un mensaje iniciático de gran envergadura. Era evidente que si el maestro los había dejado llegar hasta allá sin proporcionarles la clave para su lectura se debía a que, de algún modo, los estaba poniendo a prueba. Estaban, pues, solos frente al jeroglífico más grande jamás diseñado por el toscano, y de su habilidad por arañar su significado iba a depender su acceso a mayores secretos. Y, sobre todo, la salvación de su alma.

– Tal vez Marco esté en lo cierto y el Cenacolo esconda una especie de alfabeto visual.

Aquello sobresaltó al Agorero.

– ¿Un alfabeto visual?

– Sé que el maestro estudió con los dominicos de Florencia el «arte de la memoria». Su maestro, Verocchio, también lo practicó y se lo enseñó a Leonardo cuando éste era sólo un niño.

– Nunca nos ha hablado de eso -dijo Marco, algo decepcionado.

– Tal vez no lo consideró importante para vuestra formación. A fin de cuentas, sólo se trata de artificios mentales para recordar gran cantidad de información o encerrarla en determinadas características de edificios u obras de arte. Esa información queda a la vista de todos pero es invisible a ojos de los no iniciados en su lectura.

– ¿Y dónde veis aquí ese alfabeto? -insistió intrigado d'Oggiono.

– Habéis dicho que el cuerpo de Jesús tiene el aspecto de una «A» y que para Leonardo es el alfa de la composición. Si él dijo de sí mismo que es la omega, convendréis en que no es descabellado buscar en el retrato de Judas Tadeo algo que recuerde una «O».

Los tres se miraron con complicidad y, sin mediar palabra, se aproximaron a los pies de la mesa pascual. La figura del Tadeo era inconfundible. Miraba hacia el lado opuesto de donde estaba desarrollándose la acción. Inclinado hacia delante, tenía los brazos cruzados en aspa, con ambas palmas levantadas hacia el cielo. Vestía una túnica rojiza, sin broche, y no había nada en su figura que permitiera imaginar una omega.

– Alfa y omega también pueden tener que ver con san Juan y la Magdalena -murmuró Bernardino, enmascarando su decepción.

– ¿Qué quieres decir?

– Es fácil, Marco. Tú y yo sabemos que el mural está secretamente consagrado a María Magdalena.

– ¡El nudo! -recordó-. ¡Es cierto! ¡El nudo corredizo en el extremo del mantel!

– Creo que Leonardo ha querido despistarnos. El maestro lleva tiempo haciendo correr el rumor de que el nudo es su particular modo de firmar la obra. En lengua romance, Vinci procede de la palabra latina vincoli, esto es, lazo o cadena. Sin embargo, su significado oculto no puede ser tan burdo. Por fuerza está relacionado con la favorita de Jesús.

El Agorero se removió incómodo en su escondite.

– ¡Un momento! -protestó Elena-. ¿Y eso qué tiene que ver con el alfa y la omega?

– Está en las escrituras. Si lees los Evangelios, verás que Juan el Bautista desempeñó un papel fundamental en el inicio de la vida pública del Mesías. Juan bautizó a Jesús en el Jordán. De hecho, de algún modo sirvió de punto de partida, de alfa, a su misión en la Tierra. La Magdalena, en cambio, fue determinante en su ocaso. Estuvo presente cuando resucitó en su tumba. Y a su modo, también ella lo bautizó, ungiéndolo pocos días antes de esta Última Cena en presencia de los discípulos. ¿O no recordáis a María de Betania en el episodio en el que le lava los pies? (Marcos 14, 3-9). Ella actuó, en ese momento, como una verdadera omega.

– Magdalena, omega…

La explicación no terminó de convencer a la muchacha. En principio Juan y el Tadeo no estaban relacionados, salvo por el hecho de que ninguno de los dos miraba a Cristo. Elena llevaba un rato meditando una interpretación alternativa para aquella «O» tan fuera de lugar. Miraba a un lado y a otro del muro estucado, tratando de encontrar sentido a aquel enigma. Pronto amanecería y deberían darse prisa si querían completar su prueba antes de que llegaran los monjes. Si en el Cenacolo había algo que «leer», debían encontrarlo rápido.

– Creo que proponéis interpretaciones muy rebuscadas -dijo al fin-. Y el maestro, por lo poco que lo conozco, es un gran amante de la simplicidad.

Marco y Bernardino se giraron hacia la condesita.

– Si ha anudado de una forma tan evidente uno de los extremos del mantel, dejando el otro liso, es porque quiere llamar la atención del espectador hacia ese rincón de la mesa. Hay algo ahí, donde él mismo se ha representado, que quiere que veamos.

Luini levantó el brazo hacia el nudo, acariciándolo con las yemas de sus dedos. Aquel lazo estaba dibujado con gran maestría. Cada pliegue del tejido le confería una maravillosa sensación de realidad.

Hasta el siglo XIX, la Iglesia dio por buena la interpretación que identificaba a María de Betania con la Magdalena, y que por tanto la emparentaba con Marta y Lázaro, protagonista del episodio de la resurrección que narra Juan en su evangelio.

– Creo que Elena tiene razón -admitió.

– ¿Razón? ¿Qué razón?

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