Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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» La Iglesia -proseguí- quiso corregir a aquellos bastardos desde los púlpitos, pero su remedio no funcionó. Sus cada vez más numerosos simpatizantes se dieron cuenta de lo desproporcionada que era su lucha y la mayoría terminó apiadándose de los herejes, a los que muchos consideraban vecinos ejemplares. Argumentaban que los cátaros les predicaban con el ejemplo, dándoles muestras de humildad y pobreza, mientras que los clérigos se revestían de finas casullas y oropeles para condenarlos desde altares cubiertos de costosos adornos. Así, lejos de desterrar la herejía, lo que consiguió la Iglesia fue extenderla como la peste. Santo Domingo fue el único que comprendió el error y decidió bajar al terreno de los «puros», pues eso significa katharos en griego, para predicarles desde la misma pobreza apostólica que admiraban. El Espíritu Santo lo hizo fuerte. Le dio valor para adentrarse en los bastiones herejes de Francia, allá donde los cátaros eran multitud, donde les replicó uno por uno. Domingo desmontó sus absurdas tesis y proclamó a Dios como único Señor de la creación. Pero incluso semejante esfuerzo fue inútil. El mal estaba muy extendido.

Bandello me interrumpió: también él había estudiado esa historia durante sus años de preparación teológica y sabía que el catarismo no sólo había ganado adeptos entre campesinos y artesanos, sino también entre reyes y nobles que lo consideraron la fórmula perfecta para evitar el pago de impuestos y las cesiones de privilegios a los eclesiásticos.

– Eso es cierto -admití-. No cumplir con los diezmos que la Biblia (Génesis 14, 20. Amos 4, 4. I Macabeos 3, 49) estableció para los sacerdotes era despreciar las leyes de Dios. Roma no podía quedarse cruzada de brazos. A nuestro amado Domingo le preocupó tanto aquella desviación que decidió ponerse manos a la obra. Por eso fundó un grupo de predicadores con los que volver a evangelizar amplios territorios como el Languedoc francés. Hoy somos los herederos de esa orden y de su divina misión. Sin embargo, a su muerte, viendo que era imposible combatir el mal sólo con la palabra, el Papa y las coronas fieles a Roma decidieron poner en marcha una represión militar a gran escala que terminara con los malditos. Sangre, muerte, ciudades enteras pasadas a fuego y cuchillo, persecución y dolor sacudieron durante años los cimientos del pueblo de Dios. Cuando las tropas del Papa entraban en una ciudad en la que se había instalado la herejía, los mataban a todos sin discernir entre cátaros o cristianos. Dios, decían, ya distinguiría a los suyos cuando llegaran al cielo.

Alcé la vista hacia la mesa antes de continuar. Mi silencio debió de sobrecogerlos.

– Hermanos -proseguí-, aquélla fue nuestra primera cruzada. Parece increíble que ocurriera hace menos de doscientos años, y tan cerca de aquí. Entonces no dudamos en alzar las espadas contra nuestras propias familias. Los ejércitos administraron la justicia de las armas, dividieron a los «puros», terminaron con muchos de sus líderes y obligaron a exiliarse a cientos de herejes lejos de las tierras que un día dominaron.

– Y fue así, huyendo de las tropas del Santo Padre, como los últimos cátaros llegaron a la Lombardía -añadió Bandello.

– Arribaron a estas tierras muy debilitados. Y aunque todo apuntaba hacia su extinción, tuvieron suerte: la situación política favoreció la reorganización de los herejes. Os recuerdo que ésa fue la época de luchas entre güelfos y gibelinos. Los primeros defendían que el Papa estaba investido de una autoridad superior a la de cualquier rey. Para ellos, el Santo Padre era el representante de Dios en la Tierra y, por tanto, tenía derecho a un ejército propio y a grandes recursos materiales. Los gibelinos, en cambio, con el capitán Matteo Visconti al frente, rechazaban esa idea y defendían la separación del poder temporal y el divino. Roma, decían, debía ocuparse sólo del espíritu. Lo demás era tarea de reyes. Por eso no extrañó a nadie que los gibelinos acogieran a los últimos cátaros en la Lombardía. Era otra forma de desafiar al Papa. Los Visconti los apoyaron en secreto, y más tarde los Sforza continuaron con esa política. Es casi seguro que Ludovico el Moro aún sigue esas directrices, y por eso esta casa que hoy descansa bajo su protección se ha convertido en refugio de esos malditos.

Nicola di Piadena se puso en pie para pedir la palabra.

– Entonces, padre Leyre, ¿acusáis a nuestro dux de ser gibelino?

– No puedo hacerlo formalmente, hermano -repliqué, esquivando su venenosa pregunta-. No sin pruebas. Aunque si sospecho que alguno de vosotros las oculta, no dudaré en recurrir a un tribunal de oficio, o al tormento si fuera necesario, para obtenerlas. Estoy decidido a llegar hasta las últimas consecuencias.

– ¿Y cómo pensáis demostrar que existen «hombres puros» en esta comunidad? -saltó fray Jorge, el limosnero, escudado tras sus envidiables ochenta años-. ¿Pensáis torturar vos mismo a todos estos hermanos, padre Leyre?

– Os explicaré cómo lo haré.

Hice un gesto para que Matteo, el sobrino del prior, acercara a la mesa una jaula de mimbre en la que había encerrado un pollo de corral. Se la había pedido minutos antes de empezar el capítulo. El animal, desconcertado, miraba a todas partes.

– Como sabéis, los cátaros no comen carne y rehusan matar ningún ser vivo. Si vos fuerais un bonhomme, y yo os diera un pollo como éste y os pidiera que lo sacrificarais delante de mí, os negaríais a hacerlo.

Jorge se sonrojó al verme tomar un cuchillo y levantarlo sobre el ave.

– Si uno de vosotros se negara a matarlo, sabrá que lo habré reconocido. Los cátaros creen que en los animales habitan las almas de humanos que murieron en pecado y que regresan así a la vida para purgarlos. Temen que al sacrificarlos estén quitándole la vida a uno de los suyos.

Sujeté al pollo con fuerza sobre la mesa, estiré su cuello para que todos pudieran verlo, y cedí el cuchillo a Giuseppe Boltraffio, el monje que tenía más cerca. A un gesto mío, su filo segó en dos el cuello del animal, salpicando de sangre nuestros hábitos.

– Ya lo veis. Fray Giuseppe -sonreí con ironía- está libre de sospecha.

– ¿Y no conocéis un método más sutil de detectar a un cátaro, padre Leyre? -protestó Jorge, horrorizado por el espectáculo.

– Claro que sí, hermano. Hay muchas formas de identificarlos, pero todas son menos concluyentes. Por ejemplo, si les mostráis una cruz, no la besarán. Creen que sólo una Iglesia satánica como la nuestra es capaz de adorar al instrumento de tortura en el que pereció Nuestro Señor. Tampoco les veréis venerar reliquias, ni mentir, ni tampoco temer a la muerte. Aunque, claro, eso es sólo en el caso de los parfaits.

– ¿Los parfaits? -Algunos frailes repitieron el término francés con extrañeza.

– Los perfectos -aclaré-. Son quienes dirigen la vida espiritual de los cátaros. Creen que observan la vida de los apóstoles como no sabe hacerlo ninguno de nosotros; rechazan cualquier clase de propiedad, porque ni Cristo ni sus discípulos la tuvieron. Son los encargados de iniciar a los aspirantes en el melioramentum, una genuflexión que deberán realizar cada vez que se encuentren con un parfait. Sólo ellos dirigen los apparellamentum, confesiones generales en las que los pecados de cada hereje son expuestos, debatidos y perdonados públicamente. Y, por si fuera poco, sólo ellos pueden administrar el único sacramento que reconocen los cátaros: el consolamentum.

– iConsolamentum?. -volvieron a murmurar.

– Servía a la vez de bautismo, comunión y extremaunción -expliqué-. Se administraba mediante la colocación de un libro sagrado sobre la cabeza del neófito. Nunca era la Biblia. A ese acto lo consideraban un «bautismo del espíritu» y quien merecía recibirlo dicen que se convertía en un «verdadero» cristiano. En un consolado.

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