Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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– Sólo que en esta ocasión la letra no se esconde en el cuerpo de Tomás, sino en ese dedo que alza al cielo. ¿Lo veis? El dedo índice estirado forma, junto a la base del puño y el pulgar saliente, una clara «L» mayúscula.

Los acompañantes de Luini asintieron maravillados. Contemplaron con cuidado a Santiago el Mayor, pero fueron incapaces de encontrar en él ningún rasgo que reprodujera la «O» que lo representaba.

– Y sin embargo -aclaró Bernardino-, quien haya estudiado la vida de este apóstol, concluirá que su «O» de Oboediens, el obediente, se le ajusta como un guante.

En efecto. Del Zebedeo escribió Jacobo de la Vorágine que fue hermano carnal de Juan y que «ambos pretendieron ocupar en el reino de los cielos los puestos más inmediatos al Señor y sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda». Leonardo, por tanto, había recreado en el Cenacolo una mesa divina, extraída del mundo de la perfección en el que habitan las almas puras. Y Juan y Santiago ocupaban en ella los lugares que Cristo les prometió.

Así, junto a Felipe, Sapiens entre los Doce, el único que se señalaba a sí mismo, indicándonos dónde debemos buscar nuestra salvación, Luini consiguió armar una tercera y desconcertante sílaba: «L-O-S».

El grupo restante de apóstoles se resolvió con idéntica rapidez. Mateo, el discípulo cuyo nombre, según el obispo De la Vorágine, significaba «don de la prontitud», ya auguraba tan veloz desenlace. Luini sonrió al recordar cómo Leonardo lo bautizó como Navus, el diligente. Su letra secreta sumada a la omega del Tadeo formaban ya una sílaba legible «N-O». Al añadírsele la «C» de Simón, por Confector (el que lleva a término), el panorama resultante se les antojó evocador: cuatro grupos de tres letras, con una vocal siempre en el centro, y una enorme «A» presidiendo la escena, se dejaban leer como si fueran una extraña y olvidada fórmula mágica.

MUT NEM A LOS NOC

San Bartolomé: Mirabilis: El prodigioso

Santiago el Menor: Venustus: El lleno de gracia

Andrés: Temperator: El que previene

Judas Iscariote: Nefandus:El abominable

Pedro: Exosus: El que odia

Juan: Mysticus: El que conoce el misterio

Tomás: Litator: El que aplaca a los dioses

Santiago el Mayor Oboediens: El que obedece

Felipe: Sapiens: El amante de las cosas elevadas

Mateo: Navus El diligente

Judas Tadeo: Occultator: El que oculta

Simón; Confector: El que lleva a término

– ¿Y ahora qué? -Elena se encogió de hombros-. ¿Significa algo?

Los dos varones repasaron de nuevo la frase sin encontrarle otro sentido que el de una sucesión de monosílabos pronunciables con aspecto de vieja letanía. Tampoco les extrañó. Era propio del maestro que un acertijo condujera a otro mayor. Leonardo se divertía diseñando esa clase de pasatiempos.

– Mut, Nem, A, Los, Noc…

Unos metros por encima de sus cabezas, aquellos sonidos recorrieron la garganta del Agorero. Los murmuró varias veces antes de abandonar eufórico su observatorio clandestino. «Qué burla tan astuta», pensó.

Y, satisfecho, barruntó cómo haría llegar su hallazgo a Roma.

39.

Roma, días más tarde.

– Debemos darnos prisa. Pronto serán las doce.

Giovanni Annio de Viterbo jamás abandonaba su palacete de la ribera oeste del Tíber sin su coche de caballos y su fiel secretario Guglielmo Ponte. Era uno más de los privilegios que la comadreja había merecido de Su Santidad Alejandro VI. Sin embargo, tanto boato le nublaba la razón. Annio de Viterbo era incapaz de sospechar que el joven Guglielmo, además de culto y refinado, era sobrino del padre Torriani. Y mucho menos que serían sus ojos los que iluminarían a Betania sobre las actividades de uno de los personajes más ambiguos y tramposos que recuerdan los siglos.

– ¡Las doce! -repitió-. ¿Me has oído? ¡Las doce!

– No tenéis de que preocuparos -respondió Guglielmo, cortés-. Llegaremos a tiempo. Vuestro cochero es muy rápido.

Nunca había visto a la comadreja tan nerviosa. Las prisas eran raras en alguien como él. Desde que se afincara en las inmediaciones de las estancias Borgia por expreso deseo de Su Santidad, Annio campaba por Roma como si la ciudad fuera suya. No debía explicaciones a nadie. Sus horas de entrada y de salida no vulneraban ningún protocolo; todo lo que él hacía era dado por bueno. Las malas lenguas decían que sus prerrogativas las ganó gracias a las ansias del Pontífice por ilustrar su antiquísima, nobilísima y divinísima extirpe familiar con cuentos que justificaran su grandeza. Y era cierto que Annio había sabido contárselos como ningún otro. Del Papa valenciano llegó a predicar cosas increíbles. Se inventó que era descendiente del dios Osiris, que visitó Italia en la noche de los tiempos para enseñar a sus habitantes a roturar sus tierras, a fabricar cerveza e incluso a podar los árboles. Siempre apoyaba sus mentiras en textos clásicos, y a menudo recitaba pasajes enteros de Diodoro de Sicilia para justificar su extraña obsesión por la mitología de los faraones.

Ni Betania ni el Santo Oficio pudieron nunca atajar tales fantasías. El Papa adoraba a aquel charlatán. Incluso compartía con él su odio visceral contra el esplendor de las cultas cortes de Florencia o Milán, en cuyas bibliotecas la comadreja veía una seria amenaza a sus ideas descabelladas. Sabía que las traducciones de Marsilio Ficino de textos atribuidos al gran dios egipcio Hermes Trismegisto, también conocido como Toth, el dios de la Sabiduría, echaban por tierra la mayor parte de sus invenciones. Ni hablaban de la visita de Osiris a Italia, ni vinculaban los montes Apeninos a Apis, ni la ciudad de Osiricella a una remotísima visita de ese dios a los alrededores de Treviso.

Hasta aquel día, Guglielmo imaginaba que sólo el recuerdo de Ficino era capaz de sacar de quicio al maestro Annio. Pero era evidente que estaba equivocado.

– ¿Has visto ya la decoración de los apartamentos del Papa?

Guglielmo negó con la cabeza. Llevaba un buen rato absorto en el repiqueteo de los cascos de los caballos contra los adoquines, tratando de imaginar adonde iba tan aprisa la comadreja.

– Yo te los mostraré -le dijo entusiasta-. Hoy, Guglielmo, conocerás al gran artífice de esas pinturas.

– ¿De veras?

– ¿Acaso te he mentido alguna vez? Si hubieras visto las escenas de las que te hablo, entenderías lo importantes que son. Muestran al dios Apis, el buey sagrado de los egipcios, como el icono profético de los tiempos que vivimos. ¿O no te has fijado que en el escudo de nuestro Papa también hay un buey?

– Un toro… diréis.

– ¿Y qué más da? ¡Lo importante es el símbolo, Guglielmo! Junto a Apis también está representada la diosa Isis. Es solemne como la reina católica de España, y aparece sentada en su trono celeste con un libro abierto en el regazo, enseñando a Hermes y a Moisés las leyes y las ciencias. ¿Puedes imaginártelo?

Guglielmo cerró los ojos, como si se concentrara en las palabras de su maestro.

– Lo que quieren decir esos frescos, querido, es que Moisés recibió de Egipto todo su saber, y que de él lo hemos heredado los cristianos. ¿Comprendes la genialidad del arte? ¿Entiendes ahora la sublime enseñanza de lo que te estoy diciendo? Nuestra fe, querido Guglielmo, procede de allá, del remoto Egipto. Igual que la familia de nuestro Papa. Incluso los Evangelios dicen que Jesús huyó a ese país para librarse de Herodes. ¿No lo entiendes? ¡Todo procede del Nilo!

– ¿También la persona con la que estáis citado, maestro?

– No. Ella no. Pero sabe mucho de ese lugar. Me ha conseguido muchas cosas de ese paraíso de sabiduría.

Annio enmudeció. Hablar de los orígenes egipcios del cristianismo le provocaba sensaciones contradictorias. Por un lado le reconfortaba saber que cada día había más sabios que, como aquel Leonardo de Milán, conocían el secreto y lo plasmaban en obras como la Maesta, que narraba un encuentro plausible entre Juan y Jesús durante su huida al país de los faraones; por otro, una divulgación imprudente de esas verdades podría poner en peligro la estabilidad moral de la Iglesia y hacerle perder algunos de sus privilegios. ¿Cómo iba a reaccionar el pueblo cuando supiera que Cristo no fue el único hombre-dios que volvió de entre los muertos? ¿Acaso no formularían preguntas incómodas al conocer los enormes paralelismos entre su vida y la de Osiris? ¿No interrogarían al Papa con acusaciones molestas, señalando a los Padres de la Iglesia como vulgares copistas de una historia sagrada que no les pertenecía?

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