Javier Sierra - Las Puertas Templarias

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Al hacer un barrido fotográfico sobre Francia, un satélite geoestacionario descubre algo inesperado: ciertas áreas de la región de la Champaña emiten una extraña señal. El responsable del proyecto inicia una investigación que le llevará a la búsqueda de un enigma que tiene nueve siglos de antigüedad. Su investigaicón se mezcla con la llegada de nueve caballeros cristianos al antiguo solar del Templo de Salomón, bajo cuyos escombros desenterraron en 1125 una codiciada reliquia que no sólo les hizo ricos, fuertes e influyentes, sino que les valió la fundación de una docena de catedrales misteriosamente alineadas con la constelación de Virgo.

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– Aquí es -dijo Michel con el rostro iluminado-. ¿Verdad que es magnífica?

– Lo es. ¿Cómo piensas abrirla?

– Bueno. Es una caja maciza. La tapa se debió pegar, así que creo que tendremos que romperla.

– ¿Y con qué?

– Con eso.

Témoin señaló dos mazas que los operarios habían dejado sobre el andamio, junto a las mangueras de agua a presión que utilizaban para arrancar la mugre de las imágenes.

– Michel -susurró el profesor antes de coger su martillo-. Hay algo que me desconcierta de todo esto.

– ¿De qué se trata?

– Me confunde que haya una representación del Arca de la Alianza en el pórtico de la Virgen. El Arca es un objeto del Antiguo Testamento, la Virgen es un personaje del Nuevo. Allá abajo también hay medallones mezclados de las dos épocas. Y siendo como estoy empezando a entender que fueron los constructores de catedrales, ¿no crees que eso encierra alguna clave?

– No lo sé. Toma tu maza, quítate los objetos de metal y abramos esto ya.

– ¿Y el metal de los martillos?

– Probablemente no nos afectará en una primera fase. No creo que el Arca, si está aquí dentro, sea la propia piedra. Esto es el contenedor de algo más.

A trescientos metros de allí, justo en la esquina de la plaza de la catedral con la rue Cormont , el equipo de sonido de Ricard estaba recogiendo nítidamente toda la conversación.

– Creo que la van a abrir, padre -insistió Gloria alarmada-. Todavía estamos a tiempo de detenerles.

– ¡No! Es evidente que no comprenden el poderoso símbolo al que se enfrentan, pero quizás sea mejor así.

– ¿Poderoso símbolo?

El catalán, atento a los indicadores de sensibilidad del micrófono, no pudo evitar expresar su curiosidad al padre Rogelio.

– Sí, hermano. No entienden por qué el Arca de la Alianza está sobre la Virgen, porque ignoran que Nuestra Señora fue la nueva Arca que contuvo la nueva Alianza. Fue como el Grial que guardó la Sangre de Cristo y selló el nuevo pacto con Dios. Los antiguos sabían leer esos símbolos y los respetaban.

– No todos.

– Cierto, Gloria. No todos sabían leerlos.

Un golpe seco zanjó la conversación. El equipo estereofónico de Ricard se estremeció.

– ¡La están golpeando, padre! ¡Están abriendo el Arca!

En efecto. La piedra caliza que remataba el cajón de piedra de la fachada comenzó a quebrarse bajo los certeros mazazos de los ingenieros. Por fortuna, la luz había empezado a declinar sobre Amiens y no había nadie lo suficientemente cerca de los andamios como para percatarse del sacrilegio. Aquella escultura de casi nueve siglos de antigüedad estaba recibiendo el ataque más grave desde que fuera izada allá por los constructores del templo.

Jacques Monnerie fue el primero en darse cuenta. La tapa, al sexto golpe, cedió parcialmente, dejando que las esquirlas de piedra se hundieran hacia dentro.

– Está hueca -sonrió satisfecho Témoin.

Dos mazazos más, y la abertura practicada era ya tan grande como un tablero de ajedrez.

Al principio no se dieron cuenta, pero un fuerte olor ácido, como si fuera amoniaco, no tardó en rodearles. Inmediatamente, una desagradable sensación de mareo les obligó a saltar al andamio y a alejarse un poco del hueco. No tuvieron tiempo ni de mirar dentro.

Desde abajo, el padre Rogelio sonrió satisfecho.

– Es la fuerza de la «fuente» -dijo sin despegar los ojos de los binoculares.

– ¿Qué ocurre, padre?

Gloria, fuera de la furgoneta, le abordó desde la ventanilla.

– Se han tenido que apartar del Arca. No me extrañaría nada que comenzaran a sentir un vacío en el estómago, como si les aplastaran con una losa, y perdieran el sentido del tiempo.

– ¿El sentido del tiempo?

– Quienes estuvieron cerca de la fuente, como Juan de Jerusalén o Michel de Notredame, por ejemplo, sufrieron durante años alucinaciones temporales. Era una consecuencia más de haber estado sometidos a una gravedad extrema.

– ¿Por eso alcanzaron a «ver» el futuro?

– Por eso, y por haber atravesado la Puerta. Sabemos que Juan de Jerusalén la cruzó dos veces, en la Cúpula de la Roca, en Tierra Santa, y en Chartres. En cuanto a Nostradamus, muy probablemente gracias a la familia Médicis, fue capaz de atravesarla en Reims.

– ¿Y no nos afectará esa gravedad, estando tan cerca?

– La «fuente» debió de ser aislada antes de guardarse… Eso espero.

– ¿Hay algún antecedente de la fuerza gravitacional del Arca?

El padre Rogelio, extrañado por la pregunta de Gloria, apartó los prismáticos de sus ojos.

– Sí lo hay. Algunas tradiciones midráshicas, hebreas, dicen que el Arca era capaz de levantarse por sí misma, flotar ingrávida e incluso transportar a quienes tuviera cerca de sí. Además, se cuenta que era capaz de emitir un sonido quejumbroso cada vez que se «armaba» contra sus enemigos y se levantaba ella sola del suelo…

– No nos afectará a esta distancia, ¿verdad?

– Supongo que sus efectos serán muy locales. Lo justo para atemorizar a los sacrílegos.

– Eso espero.

Monnerie y Témoin tardaron unos minutos en reponerse. Sentados sobre el andamio, con las manos y las ropas cubiertas del polvo blancuzco de la piedra, miraron absortos el aspecto externo del arcón sin atreverse aún a husmear en su interior. El olor, y una indescriptible desazón, como si sus fuerzas se hubieran perdido por el hueco practicado en la caja, les había dejado desarmados.

– Evidentemente hay algo ahí dentro -murmuró Témoin.

– Saquémoslo entonces.

Con sumo cuidado, los ingenieros volvieron a situarse sobre el arcón de piedra y comenzaron a arrancar los trozos de la losa superior que aún tapaban su hueco. Fue fácil. La roca estaba muy desgastada y se desprendía con facilidad.

Tras un par de minutos, Témoin echó un vistazo a su interior. El cubículo era del tamaño de un televisor pequeño. Era evidente que sus medidas no se ajustaban en absoluto a las del Arca. Además, de una primera ojeada, le pareció que estaba vacía. Un segundo después, se dio cuenta de que no era así.

Pegado al fondo de la caja, cubierto de polvo gris, yacía algo parecido a una plancha completamente envuelta en un pergamino. Témoin sopló primero, levantando una nube de ceniza a su alrededor, y despejó el contenido del cofre.

– ¿Qué es? -preguntó Monnerie.

– Parece una plancha de cuarzo. Aguarda.

Con decisión, Michel introdujo sus manos en la caja y rodeó el objeto, tirando de él. Era muy pesado, y con dificultad logró sacarlo del interior. Un destello del último rayo de sol de la tarde lo hizo resplandecer de repente.

– ¡Por todos los santos! -bramó el padre Rogelio con los prismáticos clavados en el rostro.

– ¿Qué ocurre, padre?

– ¡Es la Lapsit Exillis !

– ¿La… qué? -Ricard, con su cuerpo redondo acostado sobre el ecualizador, puso cara de acelga.

Lapsit Exillis . Es uno de los nombres que se le dio al Grial en el siglo doce cuando se inventó su existencia. En realidad -explicó nervioso el padre Rogelio- es un nombre clave, difundido por un poeta de la época, Chrétien de Troyes, que significa Lapis ex c oelis. «Piedra del cielo».

– ¿Y qué es?

– Una de las tablas de Hermes. Una de las tablas de Enoc. De Imhotep. De Moisés. ¡Un libro de Dios!

Durante un instante, Témoin apartó con cuidado el pergamino que envolvía la piedra. Lo desenvolvió prestando atención a cada uno de sus crujidos y haciendo verdaderos esfuerzos por no quebrarlo por ninguna parte.

Una vez terminada la operación, pasó la manga de su americana sobre la piedra, despejando su verdadero aspecto.

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